Según las proyecciones del Consejo Nacional de Inteligencia del Gobierno de los Estados Unidos, en 2025 el dominio americano habrá “disminuido mucho” y el único sector de continua superioridad americana –el poder militar– será menos importante en el mundo cada vez más competitivo del futuro. El presidente ruso, Dmitri Medvedev ha considerado la crisis financiera de 2008 una señal de que el predominio mundial de los Estados Unidos toca a su fin. El dirigente del Partido Liberal de oposición del Canadá, Michael Ignatieff, opina que ya ha comenzado la decadencia de los EE.UU. ¿Cómo podemos saber si esas predicciones son correctas?
Debemos desconfiar de las engañosas metáforas relativas a la decadencia orgánica. Los países no son como los seres humanos, con duraciones de vida previsibles. Por ejemplo, después de que Gran Bretaña perdiera sus colonias americanas al final del siglo XVIII, Horace Walpole lamentó la reducción de Gran Bretaña a la condición de “un país tan insignificante como Dinamarca o Cerdeña”. No previó que la revolución industrial concedería a Gran Bretaña un segundo siglo de ascenso aun mayor.
Roma siguió en posición dominante durante más de tres siglos después del apogeo del poder romano. Ni siquiera entonces sucumbió Roma ante otro Estado, sino que sufrió una muerte lenta tras mil ataques de diversas tribus bárbaras. De hecho, pese a las predicciones de moda sobre la superación de los EE.UU. por China, la India o el Brasil en los próximos decenios, la transición clásica del poder entre los grandes Estados puede ser un problema menos grave que el ascenso de bárbaros modernos: unos protagonistas no estatales. En un mundo basado en la información y con inseguridad cibernética, la difusión del poder puede ser una amenaza mayor que la transición del poder.
Así, pues, ¿qué significará el ejercicio del poder en la era de la información mundial del siglo XXI? ¿Qué recursos producirán poder? En el siglo XVI, el control de las colonias y los lingotes de oro dio la ventaja a España, la Holanda del siglo XVII se benefició del comercio y las finanzas, la Francia del siglo XVIII se benefició de una población y unos ejércitos mayores y el poder de Gran Bretaña en el siglo XIX descansó en su primacía industrial y su armada.
El saber tradicional siempre ha sostenido que el Estado dotado con el ejército mayor prevalece, pero en una era de la información el Estado (o una entidad no estatal) que disponga del mejor relato puede ser el que venza. En la actualidad, no está nada claro cómo se calibra el equilibrio del poder y mucho menos se formulan estrategias logradas de supervivencia.
En su discurso inaugural de 2009, el Presidente Barack Obama declaró que “nuestro poder aumenta con su uso prudente; nuestra seguridad emana de la rectitud de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo, las cualidades atemperadoras de la humildad y la moderación”. Poco después, la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo: “Los Estados Unidos no pueden resolver los problemas más apremiantes por sí solos y el mundo no puede resolverlos sin los Estados Unidos. Debemos recurrir al llamado ‘poder inteligente’, a toda la panoplia de instrumentos de que disponemos”. El poder inteligente significa la combinación del poder duro del mando con el poder blando de la atracción.
El poder siempre depende de las circunstancias. El niño que domina en el patio del recreo puede volverse un rezagado cuando las circunstancias cambian y pasan a ser las de un aula disciplinada. A mediados del siglo XX, Josef Stalin preguntó en tono despreciativo cuántas divisiones tenía el Papa, pero, cuatro decenios después, el Papado seguía intacto, mientras que el imperio de Stalin se había desplomado.
En el mundo actual, la distribución del poder varía según las circunstancias. Está distribuido de un modo que se parece a un juego de ajedrez de tres dimensiones. En el tablero de arriba, el poder militar es en gran medida unipolar y es probable que los EE.UU. sigan siendo la única superpotencia durante algún tiempo, pero en el tablero del medio el poder económico ya lleva más de un decenio siendo multipolar y los EE.UU., Europa, el Japón y China son los jugadores más importantes y hay otros que van adquiriendo importancia.
El tablero de abajo es la esfera de las transacciones transfronterizas que escapan al control estatal. Forman parte de él diversos protagonistas no estatales, como, por ejemplo, banqueros que transfieren electrónicamente sumas mayores que la mayoría de los presupuestos nacionales y, en el otro extremo, terroristas que transfieren armas o piratas informáticos que constituyen una amenaza para la seguridad cibernética. También forman parte de él nuevas amenazas como las pandemias y el cambio climático.
En ese tablero de abajo, el poder está muy disperso y carece de sentido hablar de unipolaridad, multipolaridad, hegemonía o cualquier otro tópico. Incluso después de la crisis financiera, es probable que el vertiginoso ritmo del cambio tecnológico siga impulsando la mundialización y las amenazas transnacionales.
El problema del poder americano en el siglo XXI es el de que cada vez hay más cosas que escapan al control de incluso el Estado más poderoso. Aunque los EE.UU. tienen un buen rendimiento en materia de medidas militares, muchas cosas que ocurren escapan a dichas medidas.
Bajo la influencia de la revolución de la información y la mundialización, la política mundial está cambiando de un modo que impide a los Estados Unidos lograr todos sus objetivos internacionales por sí solos. Por ejemplo, la estabilidad financiera internacional es decisiva para la prosperidad de los americanos, pero los EE.UU. necesitan la cooperación de otros para garantizarla. También el cambio climático planetario afectará a la calidad de vida de los americanos, pero los EE.UU. no pueden resolver ese problema por sí solos.
En un mundo en el que las fronteras son más porosas que nunca para todo –desde las drogas hasta el terrorismo, pasando por las enfermedades infecciosas–, los Estados Unidos deben contribuir a la formación de instituciones y coaliciones internacionales para abordar las amenazas compartidas. En ese sentido, el poder se vuelve un juego de suma positiva.
No basta con concebir el poder sobre los demás. Hay que concebir también el poder para alcanzar objetivos. Respecto de muchas cuestiones transnacionales, conceder poder a los demás puede contribuir a la consecución de los objetivos propios. En este mundo, las redes y las conexiones pasan a ser una fuente importante de poder idóneo. El problema del poder americano en el siglo XXI no es el de la decadencia, sino el de la necesidad de reconocer que incluso el país más poderoso no puede lograr sus fines sin la ayuda de los demás.
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Joseph S. Nye, Jr. es profesor en Harvard y autor de The Powers to Lead (“Las capacidades para dirigir”).
Copyright: Project Syndicate, 2009.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.