El siglo XX terminó el día de Navidad de 1991 con el colapso de la Unión Soviética. El siglo XXI arrancó el 11 de septiembre de 2001 con el hundimiento de las Torres Gemelas. Durante la década intermedia, la historia pareció llegar a su fin. El capitalismo, la democracia y la tecnología habían derrotado al comunismo, la autocracia y la economía planificada. La paz sería eterna. Estados Unidos, la nación imprescindible, se encargaría de ello.
¿Por qué casi nada ha salido como esperábamos? Sin duda, porque no sabemos interpretar el mundo. Creíamos que la globalización acabaría con los nacionalismos y ha sido todo lo contrario. Florecen de la mano de líderes populistas en todos los continentes. Pensábamos que el capitalismo traería la democracia a China y China es hoy más rica y autoritaria que nunca desde Mao. Estábamos convencidos de que la revolución rusa de 1917 determinaría el futuro de la humanidad mucho más que la china de 1949 y ha sido totalmente al revés.
¿Cómo es posible que una dictadura capitalista ocupe el centro de las relaciones económicas y financieras? ¿Cómo es posible que la semana pasada China firmara un acuerdo de libre comercio con una docena de países asiáticos y oceánicos que deja fuera de juego a EE.UU. y Europa precisamente en la región que es el motor del mundo?
Mientras la Covid-19 hunde la economía occidental, China anunciará en pocas semanas que ha erradicado la pobreza. Después de 40 años de reformas y crecimiento económico, después de una década de programas sociales, a final de año y a pesar de la pandemia, no tendrá pobres. Cada uno de sus 1.439 millones de habitantes ganará un mínimo de 500 euros al año y tendrá cubiertas sus necesidades básicas, un gran triunfo del presidente Xi, el emperador vitalicio .
Mientras tanto, ¿qué ha pasado con el mundo del hombre blanco, con sus leyes e instituciones a favor de la propiedad privada y la libertad individual?
Trump gana la presidencia de Estados Unidos y solo podemos explicarlo a partir de las clases blancas desafectadas, cuando hay raíces mucho más profundas en el movimiento político que dirige. El nacionalpopulismo responde a una pulsión moral y social que está en el núcleo de la existencia humana: hemos de ser y hemos de comer. La identidad y el sustento.
Parece paradójico, pero Trump, el capitalista paradigmático, el elitista despechado, nos ha enseñado que el “mundo libre” y globalizado nos ha hundido en la desigualdad. Trump defiende que la autocracia se merece una oportunidad y millones de personas le siguen. Asegura que hay vida más allá de la Ilustración, que los derechos humanos no son universales, que la democracia es incapaz de contar sus propios votos, que debemos sacrificar libertades por progreso y que China marca el camino porque siempre se sale con la suya y hasta el más pobre de sus campesinos come carne. Ha nacido un sistema político en EE.UU., uno de los más radicales y antiintelectuales que ha habido, y Trump es su líder.
Es posible que no sepamos verlo, como tampoco somos conscientes de que vivimos en el principio de una nueva era. Nuestro antiguo régimen empezó a desmoronarse cuando hace unos 40 años pasamos del estado del bienestar a la inevitabilidad del neoliberalismo y ya no queda mucho de él. Europa es su última trinchera pero nadie sabe por cuánto tiempo. La extrema derecha consigue más del 15% de los votos en la mayoría de países gracias a la tenacidad de una identidad nacional que pensábamos superada.
Ni la Unión Europea ni el socialismo acabaron con los nacionalismos. Europa no nos ha elevado por encima del irredentismo. Nuestros estados no renuncian al dominio y la anexión de las minorías, y tampoco a diluirse en la supranacionalidad.
¿Qué hizo la UE en los Balcanes durante los felices años noventa, qué hizo cuando conoció las matanzas étnicas y los campos de concentración en Bosnia? Mirar para otro lado y planificar el euro. Hay un hilo, más allá de la religión musulmana, que une a los bosnios de 1995 con los refugiados del 2015 y del 2020: son víctimas de una barbarie cometida en nombre de una idea pura de Europa. Nuestro erudito cosmopolitismo europeo no impidió aquellas masacres, igual que no ha impedido el Brexit o el chantaje de Eslovenia, Hungría y Polonia al plan de rescate europeo.
Los pensadores franceses del siglo XVIII no vieron venir la revolución francesa. La rusa y la china también fueron una sorpresa. Nadie con criterio anticipó la caída del muro de Berlín en 1989, los atentados de Al Qaeda del 2001, las primaveras árabes del 2011 y la presidencia de Donald Trump.
Está claro que hemos de construir un nuevo paradigma para un orden y que no nos sirve el viejo sistema liberal centrado, más que nada, en garantizar la seguridad y alentar el consumo. En su nombre se han cometido demasiadas injusticias. El fracaso de la guerra contra el terror que Bush lanzó en el 2001 y Obama continuó así lo demuestra. Trump es solo el último eslabón de esta decadencia que ahora hereda Biden.
Superarla requerirá un gran esfuerzo colectivo, un consenso político que hoy no existe, la valentía de tomar decisiones que ningún dirigente ha tenido que tomar desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el coraje de aportar soluciones que no deben ser solo occidentales porque nuestro futuro hace tiempo que no nos pertenece.
Millones de personas desafortunadas se preguntan si llegado el momento de abandonar su presente para garantizar su futuro podrían subirse a una patera, saltar una valla y dormir en un campo de refugiados. ¿Podría usted? Porque así de imposible es también el reto que afrontamos los ciudadanos del mundo libre , los que no sabemos lo que es vivir bajo una autocracia y ser pobres de verdad, como esos campesinos chinos que ahora dejarán de serlo.
LA VANGUARDIA