El pañuelo de Argel

Los mapas mentales en los que vivimos condicionan la dirección de nuestras acciones como al agua las piedras de un torrente. A finales del siglo XX, una corriente epistemológica dinámica y refrescante irrumpió en el panorama de la ciencia espacial: fue bautizada como la geografía de la percepción. Esta aproximación demostraba que el comportamiento de las sociedades se basaba no tanto en la realidad de la cartografía oficial, un mundo perfecto de racionalidad geométrica, como en los mapas subjetivos, deformados, condicionados, que cada uno de nosotros atesoramos en el cerebro. Penetrar en la percepción de los territorios, de los barrios, de las ciudades y del mundo se convirtió en objetivo estimulante para la geografía, en colaboración fructífera con la psicología ambiental y el urbanismo de cariz más social. Al pasar los años y afianzarse esta rama de la investigación, el patrimonio científico se ha enriquecido con un principio fundamental: actuamos sobre la base del mapa mental personal, que, al ser so­cialmente construido, se erige en guía de actuaciones y de decisiones cotidianas de la mayor parte de la población.

Viene a cuento este preámbulo para entender lo que nos pasa con Argelia. A finales del siglo XIX, las mujeres de los pescadores de València gozaban con regalos como unas enaguas de Gibraltar o un pañuelo de Argel. Estos obsequios delimitaban el mapa de la vida de los hombres que, en embarcaciones frágiles, surcaban el mar para ganarse la vida con la pesca, el comercio o el contrabando. De Gibraltar a Argel y de Argel a València surgía un triángulo rico de conocimientos y de experiencias. Cualquier pescador de finales del ochocientos, posiblemente iletrado, sabía más de Argelia que nosotros y era capaz de habla la ‘lingua’ franca mediterránea, mezcla de catalán, francés, español, italiano y árabe, que le permitía moverse sin limitaciones por esta porción del mundo. Hace tiempo que hemos abandonado el conocimiento de nuestros vecinos y por tanto cualquier intento de relato de cohabitación, con mapas mentales que, con honrosas excepciones, nos separan más que nos acercan. Un error. Desprovistos de perspectiva histórica y sin una mirada de profundidad geográfica, el presentismo triunfa, pero el presentismo es una enfermedad con graves consecuencias geopolíticas. Son muchos los que piensan que todo tiempo pasado fue como es hoy. Pero no es así. Y no lo queremos reconocer porque la historia ya no es la madre de la vida. Como tampoco lo es la literatura. Abandonadas las humanidades como forma de discernimiento, ya no hay una última trinchera contra la instantaneidad.

El CIS tendría que patrocinar una encuesta para saber qué percepción tenemos de nuestros vecinos, de los países y territorios que nos rodean, en suma, de la geografía de la percepción geopolítica española. El resultado sería muy interesante. La geografía de la percepción de la sociedad española actual sitúa la costa de Argel y de Orán en lugares remotos, mucho más alejada de nosotros de lo que en realidad está. Seguro que quien lee hoy estas líneas ya sabe que Alicante está físicamente más cerca de Argel que de Madrid, pero que la percepción general la sitúa a años luz de nosotros… Sin embargo, la historia y la literatura nos muestran que no siempre fue así. Durante decenios –osaría decir que siglos–, Argelia fue percibida como la ‘costa d’afora’ de aquel mar mudable que es el Mediterráneo. Esta memorable definición no es mía. Aparece en la novela ‘Flor de mayo’, escrita en 1895 por el valenciano Vicent Blasco Ibáñez.

‘Flor de mayo’ fue la segunda obra de cierta entidad de Blasco Ibáñez y había sido editada por capítulos en aquella fábrica de instrucción popular, de formación de opinión pública y de republicanismo áspero y tabernario que fue el diario El Pueblo. Como escribió Blasco en el prólogo de la novela, las vivencias que aparecen son tan reales como las jornadas que pasó a bordo de las barcas de pesca de los marineros del Cabanyal… Pero más allá del argumento que refleja la obra, la lectura de Flor de mayo nos conduce a una percepción de la geografía mediterránea muy diferente de la actual y nos permite ser conscientes del mapa mental que regía la vida de aquella sociedad mediterránea de finales del siglo XIX. Y nos muestra también que los mapas mentales no han sido siempre los mismos y que conocer sus cambios nos ayuda a enmarcar de manera más correcta nuestra realidad. Para muchos españoles de finales del siglo XIX y principios del XX, las playas de Orán y de Argel eran “la costa d’afora, como si se tratase de la acera de enfrente”, puntualiza Blasco, “la pared de enfrente de aquella casa azul y mudable que tantas veces cruzaban como pescadores”. En cambio, como reconoce uno de los protagonistas de la acción, Huelva aparecía como “tierra remota, que por su cuenta debía estar en los alrededores de Cuba o Filipinas”.

No es este un artículo contra el ministro Albares. El problema es mucho más antiguo y nace en el momento en que España decidió observar el Mediterráneo como una frontera y no como un espacio de relación con pueblos bañados por las mismas aguas. ¿Quién de nosotros podría decir hoy algo coherente sobre la ciudad de Argel, más allá de los conocimientos de algunos viajeros impenitentes? En cambio, miles de lectores y lectoras de Blasco, hace más de un siglo, no solo sabían situarla en un mapa, sino que conocían que, con rumbo SE desde el cabo de Sant Antoni y, dejando Eivissa a babor, se llegaba directamente después de tres días de navegación al cabo de la Mala Dona (posiblemente el actual cabo Caxine) y, en poco de tiempo, hacia el este, ya se veía el gran puerto y la ciudad blanca de Argel, escalonada montaña arriba…

La dislocación de nuestros mapas mentales es un fenómeno muy preocupante. Sabemos mucho más de Nueva York que de Orán, más de Berlín que de Argel. El conocimiento no preserva del conflicto, pero lo hace más inteligible y, por lo tanto, más fácil de gestionar. La política exterior de España sería otra si adoptara el lema de la novela de Vicent Blasco Ibáñez: Argelia, la ‘costa d’afora’ , la acera de enfrente de esa casa común que es –o tendría que ser– el Mediterráneo.

LA VANGUARDIA