La relación entre el otoño y los estados de ánimo decaídos es de sobras conocida y parece científicamente documentada; analizamos cómo la construcción cultural asocia estos desasosiegos a determinados escenarios
La edad media veía motivos religiosos, pero el Renacimiento volvió a la visión patológica de estas alteraciones
El romanticismo se recrea en lo sublime, la nostalgia, el recuerdo, el desasosiego por el paso del tiempo
Con el otoño, llega la melancolía. La relación entre este estado anímico y emocional y los meses de otoño es de sobra conocida. Desde la psiquiatría se ha demostrado que, en un porcentaje de población nada despreciable, se observa en esta estación del año cierta desincronización entre algunos sistemas neurofisiológicos y los ritmos diarios de luz-oscuridad, que, en otoño, cambian sustancialmente en relación con los del verano. Son tan evidentes las alteraciones anímicas que se producen en el individuo, que la propia psiquiatría ha dado ya nombre a esta disfunción: trastorno afectivo estacional. Trastorno que puede combatirse a base de sesiones de fototerapia y con un tratamiento farmacológico. Por tanto, parece científicamente verificado que una cierta sensación de tristeza, de no identificada nostalgia, de melancolía, se apodera de algunos individuos al pasar de una estación a otra, de verano a otoño. Además, debemos recordar que, en los manuales de psiquiatría, la denominada «depresión melancólica» no se limita al trastorno aludido, sino que se describe como una de las depresiones con más graves consecuencias para los seres humanos que la padecen.
Así pues, hace siglos que la melancolía está perfectamente estudiada desde el punto de vista médico. El término melancolía procede del griego melas (negro) y kholé (bilis) y en la teoría de los cuatro humores de Hipócrates y de Galeno se refería a uno de los humores producidos por el cuerpo humano, en concreto la denominada bilis negra. Este, considerado el peor de los cuatro humores, se asociaba a la tierra, al otoño y a la edad adulta. La melancolía se percibía como una enfermedad vinculada a la tristeza, la depresión y la locura, a pesar de que Aristóteles la consideraba la «enfermedad del genio». En la edad media pervivió el interés por este estado anímico, entre otras razones por la necesidad que tenían los exorcistas de distinguir entre la enfermedad como tal y la melancolía en tanto que manifestación de posesión diabólica. La indiferencia, la tristeza sin aparente motivo, la dejadez y abandono del propio espíritu podían provenir de la influencia del demonio, por lo que el remedio era claro: el trabajo, la plegaria… y, si fuere necesario, la hoguera.
Habrá que esperar al Renacimiento para dotar de otra dimensión, no estrictamente patológica, a la melancolía. Es entonces cuando se recupera el famoso comentario de Aristóteles que había caído en el olvido durante siglos: «No sé por qué razón, pero todos los que han sobresalido en filosofía, política, poesía o arte han sido seres manifiestamente melancólicos». La influencia de Saturno, planeta regente de los artistas, llegará también a los melancólicos, que serán considerados a partir de ahora mentes especialmente agudas y sensibles. La melancolía será vista como un estado que acerca al ser humano a la sabiduría y a la hiperconsciencia. La serie de tres grabados de Durero sobre la melancolía, dibujados entre 1513 y 1514 – a los que Erwin Panofsky y Fritz Saxl dedicaron un ensayo magistral en 1923-son clave en este sentido, porque consagran su intelectualización y su alianza con el arte y la creatividad, interpretación que sigue vigente en nuestros días. El romanticismo, por su parte, seguirá en esa misma línea y se recreará en lo sublime, la nostalgia, el recuerdo, el desasosiego producido por el paso del tiempo, en definitiva en la «voluptuosidad de la melancolía», en palabras de uno de los grandes escritores románticos, Étienne Pivert de Senancour. Es decir, la modernidad seguirá entendiendo la melancolía en su doble vertiente patológica (desde la psiquiatría) y creativa (desde el arte).
Serenidad y desasosiego
No puedo dejar de evocar, en este sentido, la fantástica pintura de Edvard Munch, Melancolía y simultáneas-dosis de serenidad y de desasosiego. No olvidemos, por otra parte, que Paul Valéry, conocedor de la obra de Freud, escribió: «Les mélancoliques sont les malheureux qui pensent… mais l´esperit sait changer les douleurs en oeuvre» y, si uno se fija en los libros que se están publicando ahora mismo sobre el tema, este mensaje no sólo se mantiene, sino que se refuerza. Véanse, por ejemplo, entre muchas otras, las obras Contra la felicidad. En defensa de la melancolía (2008), de Eric G. Wilson o La melancolía del ciborg (2009), de Fernando Broncano.
Sea como fuere, lo cierto es que convivimos con la melancolía, bien porque la experimentamos en nuestra propia carne, bien porque la detectamos en conocidos y amigos. Y, además, asociamos con relativa facilidad este estado a determinados paisajes, ya sean naturales o urbanos, lo cual nos lleva a preguntarnos si existen paisajes intrínsecamente melancólicos o si somos nosotros, los seres humanos, quienes les hemos inculcado el carácter de melancólicos. El debate está servido y hay opiniones para todos los gustos, aunque hay que admitir que esta última interpretación parte de una sólida argumentación. En la cultura occidental, la riquísima tradición iconográfica vinculada a la melancolía y esbozada a grandes rasgos en los párrafos anteriores ha podido generar una especie de cliché, de canon artístico melancólico – también de carácter paisajístico-,que acaba por influir tanto en nuestro sentir como en nuestra mirada. Es decir, podemos calificar de melancólicos aquellos paisajes que se adaptan al arquetipo de paisaje melancólico que se nos ha inculcado históricamente: paisajes en los que la niebla acecha cada dos por tres, entornos más bien húmedos y fríos, con vegetación caducifolia; en suma, los paisajes que podemos contemplar en otoño, de una belleza algo mórbida. Otorgamos en él determinados atributos que están presentes en la iconografía cultural asociada a la melancolía y que tenemos interiorizada. Se trataría, por tanto, de una simple construcción cultural, como tantas otras.
Siempre he pensado que, sin duda, nuestra percepción del paisaje está fuertemente condicionada por los patrones culturales y sociales dominantes y, por ello mismo, creo que esta interpretación explica muchas de nuestras actitudes y comportamientos ante un paisaje arquetípicamente melancólico, pero poco más. Porque resulta que este estado anímico se experimenta también, dependiendo de las personas, en otro tipo de paisajes e incluso en otras estaciones del año. Vuelvo ahí a muchos de los cuadros de Hopper, melancólicos con mayúsculas, pero bajo una luz solar radiante. Algo parecido sucede con la música, y ya no digamos con la combinación paisaje-música, bien explotada en la historia del cine, pero aplicada a una variadísima tipología de paisajes. No: hay otra explicación, que dejaremos para otro artículo. Mientras, bienvenida sea la melancolía, si la entendemos, simplemente, como un estado de hiperconsciencia, de sensibilidad a flor de piel, de serena inquietud existencial, de una cierta capacidad para situarse en los umbrales.