El origen no es el inicio de los tiempos sino el punto en que se toma distancia

A menudo son los novelistas -la rara especie de los buenos novelistas- quienes expresan las grandes verdades de la manera más comprensible. Después vendrán los filósofos a fundamentar en principios abstractos y los historiadores con particularidades concretas lo que el novelista ha expresado con un paralelismo simbólico. En el preludio de su magna novela ‘José y sus hermanos’, Thomas Mann escribió el siguiente párrafo: «Existen, pues, orígenes provisionales, que prácticamente y de hecho forman los comienzos de la tradición particular de un pueblo o comunidad de fe; y la memoria, a pesar de saber que las profundidades no han sido sondeadas, puede encontrar consuelo en algún momento primigenio y apoyarse en él personal e históricamente».

Mann tituló este preludio «Bajada al infierno». Para los catalanes, independentistas o no, pero sobre todo para estos, la aplicación del artículo 155 de la constitución por el gobierno y el senado españoles inauguró el descenso a un infierno a veces tirando a dantesco, con escenas de Barcelona en llamas y la policía, como los demonios en las pinturas de Jerónimo Bosch (1), ensañándose con los manifestantes y mutilando sus cuerpos. Pero más a menudo ha sido un infierno como el de Sartre en ‘A puerta cerrada’ (2): una insaculación de las conciencias en el hermetismo de la transparencia absoluta, con las almas repugnándose entre ellas y la conclusión de que el infierno son los otros. Un infierno que es el efecto inevitable de la dependencia inherente a nuestra condición de seres sociales. El infierno es la sociedad que nos sujeta al tiempo que nos repugna. No podemos salir, porque nos lo renuevan constantemente el instinto y la memoria.

La ingente cantidad de odio exhibida en estos últimos tres años y medio por los partidos y por la gente fanatizada por los partidos destroza el sentido de la independencia, que, si algo significa, es madurez y libertad. Es insensato creer que la raíz última de esta aspiración, la solidaridad entre catalanes, resultaría de la transfiguración milagrosa del actual embrollo en una república de ciudadanos que harían honor a la responsabilidad adquirida. De todas las actividades sociales de gran alcance, la política es la más superficial e inconsistente. Esto permite prever que las divisiones en este ámbito encontrarían yesca en un régimen de nueva titularidad. Los que, desesperados, piden «aparcar» la confrontación ideológica hasta después de la fundación de un Estado propio saben que la independencia no apaciguaría la rivalidad y que más bien reavivaría su llama.

Esto los españoles lo entienden mucho mejor. Saben que entre las prerrogativas del poder soberano está la de designar el enemigo, como explicó el jurista alemán Carl Schmitt. La función esencial del enemigo es unir la comunidad, compactarla, y una práctica honrada por todos los regímenes es conjurar a uno para cerrar las heridas internas de la sociedad y superar las desavenencias que amenazan con romperla. Este es el resorte de los linchamientos, de las persecuciones y muy a menudo de las guerras. Es el móvil de «a por ellos» y de la gregaria revuelta contra los indultos de los presos políticos. Es también la causa última de la catalanofobia convertida en instinto. Pero también es la razón del canibalismo y de la tendencia degenerativa a la fragmentación entre catalanes. Es el motivo de descubrir traidores en cada esquina con celosidad de secta y rencor de inquisidor. La asunción a título individual, anárquica, de la prerrogativa de designar el enemigo hace intransitable la ruta de emancipación nacional que, como todas, requiere sentido de hermandad y capacidad de sacrificio.

Disputar sobre orígenes absolutos no tiene ningún sentido, pues la memoria ni los ha sondeado ni podría hacerlo sin perderse en profundidades inescrutables. Una razón del envaramiento español con la integridad territorial de su nación, por otro lado desmentida por la geografía y la historia, es la creencia en la metafísica de los orígenes. El nacionalismo español está persuadido de que España es una ‘sub-stantia’ que subsiste bajo todos los cambios. La nación española sería un caso privilegiado de la intrahistoria, que Unamuno oponía a la exohistoria de los hechos efímeros para garantizar la continuidad de una tradición eterna, es decir, «una unidad de destino en lo universal», tal como la formuló la fantasía totalitaria.

Pero si venerar los orígenes cósmicos de la nación lleva a creerse sujeto de una historia providencial, aceptar modestamente unos orígenes provisionales meramente expeditivos, como los que proponía Mann, supone reconocer que las naciones no son proyectos divinos sino construcciones a escala humana. En el terreno de la praxis, implica una decisión constructiva y un pacto de futuro. En unos orígenes interinos y voluntaristas, un pueblo puede apoyarse en una memoria histórica, que también trabajará de memoria personal de los conciudadanos. Unos orígenes de esta ley, convencionales -que no quiere decir arbitrarios-, son más intuitivos y accesibles que otros hundidos en la niebla del misterio y la servidumbre de la superstición. Convencionales lo son, por ejemplo, los orígenes de los Estados Unidos, una nación nacida de una refundación mediante un acto de voluntad por el que unos europeos trasplantados a otro continente decidieron extirparse una parte de la memoria histórica, inaugurando otra predicada en un nuevo concepto de humanidad. Como éste puede ser y sin duda será el origen de la república catalana, pues el Primero de Octubre, que en vano empujan hacia el olvido quienes levantan su memoria en la «unidad de destino en lo universal», fue el fin del «proceso», sí, pero también el salto mortal (al modo de Kierkegaard) de la fe en la república catalana de un pueblo provisionalmente hermanado en la firmeza y la dignidad.

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/El_Bosco

(2) https://es.wikipedia.org/wiki/A_puerta_cerrada_(obra)

VILAWEB