Los hechos evidentes llaman la atención. Por un lado, China se ha acomodado en gran medida al orden internacional liberal dominado por Occidente: ha asimilado sus normas y las defiende con ahínco en las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio (OMC) y otras instancias internacionales. Por otro lado, ha intentado crear nuevas estructuras multilaterales que sirvan más directamente a sus intereses, como la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) o los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Por supuesto, el Partido Comunista chino denuncia la hegemonía estadounidense y occidental sobre el orden actual, pero dista mucho de querer trastocarlo. Prefiere esforzarse en crear coaliciones, sobre todo de países del sur, para cambiarlo gradualmente. En otras palabras, China es revisionista, pero su revisionismo es reformista, no revolucionario.
China y el actual orden mundial
En muchos aspectos, China parece ser un buen alumno del actual orden internacional. Desde la época del primer ministro Zhou Enlai, siempre ha aplicado escrupulosamente las convenciones de Viena sobre los derechos y privilegios de las embajadas y los diplomáticos en el extranjero. Desde su ingreso en la ONU en 1971, ha ido aprendiendo el funcionamiento de esa enorme maquinaria, ha integrado sus diversos componentes institucionales y accedido a sus normas y convenciones, ya sea en materia de desarme y control de armas, desarrollo económico o incluso derechos humanos. Así, en 1992, firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968; en 1997, firmó el Pacto de Internacional Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, que ratificó en el 2001. Y aunque ya había aprobado la Convención de la ONU contra la Tortura en 1986, en 1998 firmó el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU.
De modo más reciente, China ha sido muy activa en la ONU. Por ejemplo, a partir del 2012, ha aumentado rápidamente su contribución al presupuesto de las operaciones de mantenimiento de la paz (OMP), así como el número de cascos azules chinos que participan en ellas (unos 2.500 en el 2022). Por ello, es ahora el segundo país que más contribuye a ese presupuesto (15% del total), por detrás de Estados Unidos (28%) pero por delante de Japón (9%). Al mismo tiempo, China ha asumido la dirección de cuatro organizaciones de la ONU. Entre ellas, desde el 2015, la Unión Internacional de Telecomunicaciones, con sede en Ginebra; y, desde el 2019, la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con sede en Roma. Sin embargo y sobre todo, el Gobierno chino está haciendo gala de un entrismo sin parangón en la ONU. Todos los años envía a muchos becarios para que se familiaricen con su funcionamiento, tanto en Nueva York como en Ginebra. Cuando estalló el brote del virus de la Covid-19 en la primavera del 2020, vimos que conseguía influir en la gestión de la pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Consiguió incluso que la ONU adoptara la famosa fórmula de Xi Jinping acerca del “destino común de la humanidad”, una consigna claramente destinada a promover la visión china del orden mundial. Por ello, no resultó extraño que los diplomáticos chinos fueran capaces de reunir en octubre del 2022 una coalición suficiente en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para impedir cualquier debate sobre las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por Beijing en la región turcófona de Xinjiang: 19 de los 47 miembros del Consejo votaron en contra de celebrar un debate, 17 a favor y 11 se abstuvieron.
El resultado de esa votación pone de manifiesto, sobre todo, el aumento de poder y la capacidad de influencia sin precedentes de China, especialmente a través de préstamos ventajosos a los países del sur, y, en consecuencia, su creciente papel en las organizaciones multilaterales interestatales.
Otro ejemplo iluminador de la aceptación por parte de China del orden internacional establecido en 1945 es la presteza con la que buscó incorporarse a la OMC, heredera del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) creado en 1947. Las negociaciones fueron duras y estuvieron dirigidas por el entonces primer ministro Zhu Rongji. Sin embargo, Beijing logró sus fines y accedió a la organización en el 2001, con el beneficio de un período de adaptación de quince años. De modo que hoy el Gobierno chino se presenta como un miembro activo y respetuoso de la OMC que debate vigorosamente con los países occidentales en el órgano de resolución de disputas al tiempo que aboga por la reforma de la organización. En particular, aboga por reforzar la autoridad de la OMC y sus mecanismos de resolución de litigios, que actualmente se ven obstaculizados por el veto estadounidense en relación con el nombramiento de los jueces de apelación. Sin embargo, China se resiste a proponer una reforma demasiado radical, ya que está muy interesada en una apertura selectiva de su mercado interior y en la protección de sus campeones nacionales, que siguen en gran medida subvencionados, contraviniendo las normas de la OMC.
Por último, mencionemos rápidamente el FMI y el Banco Mundial, dos instituciones heredadas de los acuerdos de Bretton Woods (1944) y del dominio económico mundial de Estados Unidos y del dólar estadounidense. Desde el inicio de las reformas (1980), China ha mantenido relaciones formales con el primero de ellos y se ha beneficiado de los préstamos del segundo. Al mismo tiempo, ha tratado de aumentar su derecho de voto. Es cierto que hubo que esperar hasta el 2016 para que pasara de un 3,8% a un 6,09%. Hoy sigue haciendo campaña por la reforma del FMI con la esperanza de hacer perder a Estados Unidos su derecho de veto efectivo (16,5% de los votos en una organización en la que las decisiones importantes requieren una mayoría de un 85% de los votos). Al mismo tiempo, ha conseguido incluir la moneda china, el yuan, en la cesta de monedas utilizada para determinar el valor de los derechos especiales de giro y colabora cada vez más activamente con estas dos organizaciones.
De modo más amplio, el Gobierno evita adoptar una actitud de rechazo hacia las organizaciones multilaterales existentes y trata, por el contrario, de unirse a ellas. En el pasado, la estrategia estuvo motivada por el interés de excluir de ellas a Taiwán; en la actualidad, es una forma para que China aumente su voz y su influencia global en la escena mundial.
Estructuras internacionales promovidas por China
Aun así, tras el final de la guerra fría, las autoridades chinas comenzaron a mostrarse más abiertas a cambiar el orden internacional. Está claro que no se encontraban satisfechas con la unipolaridad estadounidense que se había impuesto tras el colapso de la Unión Soviética. En ese momento, China era todavía demasiado débil para influir directamente en ese orden e imponer cambios en las organizaciones existentes. Por ello, trató de cambiarlas desde el exterior creando sus propias organizaciones.
Algunos consideraron como una iniciativa china las conversaciones a seis bandas sobre la cuestión nuclear norcoreana celebradas entre el 2003 y el 2009. Al congregar a China, las dos Coreas, Japón, Rusia y Estados Unidos, esas conversaciones constituyeron un nuevo formato multilateral que satisfizo a Beijing en la medida en que instauraba un equilibrio entre los aliados de Estados Unidos y los países cercanos a Pyongyang y permitió por primera vez el establecimiento de relaciones directas entre Corea del Norte y Estados Unidos. Sin embargo, la paternidad china dista de estar establecida y el fracaso en la reanudación de esas conversaciones en el 2012 ha llevado al Gobierno chino a evitar promoverlas.
En cambio, la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) es ahora celebrada por el Gobierno chino como un modelo de organización multilateral interestatal. Nacida en el 2001 del Grupo de Shanghai creado en 1996 por Beijing y Moscú y por las tres nuevas repúblicas de Asia Central que comparten frontera con China (Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán) para asegurar esa frontera y luchar contra el terrorismo, la OCS ha sido más ambiciosa. Al tiempo que exhibe un respeto inquebrantable por el principio de no injerencia en los asuntos internos de sus miembros, la OCS persigue objetivos de seguridad, diplomáticos y económicos. Ampliada en el 2001 para incluir a Uzbekistán, la OCS cuenta ahora con nueve miembros, incluidos India y Pakistán desde el 2017 e Irán desde el 2022, y también una decena de socios de diálogo, algunos de los cuales, como Turquía y Bielorrusia, desean hoy convertirse en miembros de pleno derecho. En esa organización Beijing puede poner a prueba con la mayor eficacia sus nuevas iniciativas de seguridad global y desarrollo económico mundial. Lanzada por Xi Jinping en abril del 2022, la primera iniciativa promueve la idea de una “seguridad indivisible”, que no perjudica a ningún otro país, al tiempo que respeta la integridad territorial, las preocupaciones de seguridad y la vía de desarrollo de todos. Esa iniciativa, que se opone a lo que Xi denomina el “espíritu de la guerra fría”, el “unilateralismo” y la “confrontación de bloques”, se opone directamente a los sistemas de alianzas estadounidenses. Hecha pública un año antes, la segunda iniciativa pretende promover un desarrollo global equilibrado, coordinado, respetuoso con el medio ambiente e integrador, fomentando las sinergias multilaterales. Sus prioridades deben ser la reducción de la pobreza, la seguridad alimentaria, la lucha contra la covid, la financiación del desarrollo, la economía verde, la industrialización y la conectividad. Esa iniciativa pretende vincularse tanto a las nuevas rutas de la seda (Iniciativa Franja y Ruta, BRI) lanzadas por Xi en el 2013 como a la Agenda 2030 de la ONU sobre desarrollo sostenible. En otras palabras, la OCS se ha convertido en el banco de pruebas de esas dos iniciativas. El problema es, por un lado, que la OCS es ahora una organización demasiado grande y diversa como para seguir siendo coherente y, por otro, que desde la anexión de Crimea por parte de Rusia en el 2014 y aun más desde la invasión de Ucrania en febrero del 2022, le resulta difícil a Beijing convencer a todos los socios de la OCS de los méritos y, sobre todo, de la eficacia de su iniciativa de seguridad integral.
Desde el año 2000, China da mucha importancia a otra estructura que ha creado y que presenta como multilateral, el Foro de Cooperación China-África (FOCAC). El FOCAC, que se reúne alternativamente en China y en África cada tres años a nivel de jefes de Estado y de Gobierno, se presenta también como un modelo de cooperación sur-sur en el que todos salen ganando. Es cierto que el paquete financiero proporcionado por China a todos los países del continente africano (a excepción de Suazilandia, que aún mantiene relaciones con Taiwán) es impresionante, ya que financia múltiples proyectos de infraestructuras con préstamos a menudo concesionales (unos 160.000 millones de dólares entre el 2000 y el 2021), estimula las inversiones chinas y los intercambios bilaterales, y proporciona asistencia médica y educativa, especialmente a través del Instituto Confucio, a un gran número de países africanos. Sin embargo, ese formato no tiene nada de original ni de nuevo: otros países, como Francia, India o Japón, han creado antes estructuras de ese tipo, con objetivos bastante similares. Es la magnitud del maná financiero de China lo que la diferencia de otros países acreedores o donantes, así como la retórica antioccidental que la acompaña. Por lo demás, la FOCAC sigue siendo una plataforma mucho más bilateral que multilateral y, sobre todo, más asimétrica que simétrica, lo que alimenta los temores africanos ante esa nueva hegemonía china.
Desde 2001, el Gobierno chino se ha asociado con otras agrupaciones, como los BRICS, que se unieron en 2009-2010. También en ese caso, Beijing ha aprovechado esa congregación de grandes países emergentes para defender e intentar compartir su visión de un nuevo orden mundial que tenga más en cuenta las necesidades de las distintas partes del mundo y, especialmente, de los nuevos polos que han aparecido. Sin embargo, la dificultad en ese caso radica en que los BRICS promueven un enfoque más multipolar que multilateral del mundo, un enfoque que refuerza el peso de los grandes países en detrimento de los pequeños y que va en contra de los propios principios de las Naciones Unidas.
El interés de China por el G-20, la agrupación de las veinte mayores economías del mundo creada durante la crisis financiera mundial del 2008, se basa en esta misma inclinación. De hecho, la ventaja del G-20 es doble a ojos de Beijing: por un lado, contribuye a marginar el G-7 (el antiguo G-8), esa reunión de las siete principales democracias industrializadas (siete, desde la suspensión de Rusia en el 2014); por otro, centra su atención en cuestiones económicas y financieras en las que Beijing y otras capitales de países emergentes, como Arabia Saudí, México o Turquía, pueden coordinar sus actividades con más facilidad que en cuestiones político-estratégicas o relacionadas con los derechos humanos. En otras palabras, el G-20 difumina la distinción entre estados democráticos y autoritarios, lo que obviamente conviene a China.
A través de todas estas iniciativas, podemos ver a una China que quiere cambiar el orden internacional mediante la creación de instituciones en apariencia multilaterales, pero que refuerzan la posición de los principales países emergentes al tiempo que erosionan la hegemonía estadounidense y, en general, occidental. Pero, ¿qué orden mundial quiere establecer realmente?
Las ambiciones de China y los obstáculos para alcanzarlas
Una lectura del libro blanco del 2019 sobre China y el mundo en la nueva época revela que el nuevo orden internacional promovido por Beijing no es tan nuevo. Es cierto que el Gobierno chino quiere dar más espacio al sur global, es decir, a los países en vías de desarrollo a costa de los países del norte, a los que desea debilitar; cree que puede promover la paz mundial a través del desarrollo económico; está a favor de una transformación del “sistema de gobernanza mundial” que dé más espacio a la concertación, la coordinación y la búsqueda de consenso sobre la base de intereses compartidos, y por esa razón está a favor de una reforma de la ONU y de la OMC en particular; en definitiva, promueve la aparición de un mundo más justo y lo que llama una “democratización de las relaciones internacionales”. Sin embargo, al mismo tiempo, China apoya la globalización económica y la regionalización, a través del establecimiento de acuerdos al estilo de la Asociación Económica Integral (RECP, establecida en enero del 2022), y se opone al proteccionismo; apoya el multilateralismo y declara su voluntad de cooperar con todos los países del mundo, incluidos aquellos con los que persisten importantes tensiones ideológicas y estratégicas; y, sobre todo, las autoridades de Beijing creen que una influencia y un papel crecientes de China en los asuntos mundiales ayudará a alcanzar esos objetivos.
En esta larga lista, los objetivos parecen sobre todo tan ambiciosos como irrealizables. La realidad es que la prioridad de China sigue siendo su desarrollo económico, el incremento de su poder y la consecución de la unificación nacional con Taiwán. La prioridad es también frustrar cualquier crítica al régimen político interno y a los abusos de los derechos humanos. Y, por último, intentar romper todo intento de aislamiento diplomático e imponer su interpretación de las normas internacionales.
Esas prioridades son otros tantos obstáculos a cualquier reforma y mejora del orden internacional. De hecho, la afirmación de poder de la China de Xi Jinping y su diplomacia del lobo guerrero han alimentado las tensiones internacionales y han contribuido a dividir el mundo. Han llevado a la mayoría de sus vecinos a buscar incluso más que antes la protección estadounidense. El progresivo dominio de Beijing sobre el mar de China Meridional, especialmente mediante la construcción y militarización de islas artificiales, en contravención flagrante de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, es motivo de preocupación para los países del Sudeste Asiático y otras grandes potencias. Asimismo, su deseo de acelerar la anexión de Taiwán por todos los medios, incluido el militar, es percibido por la mayoría de la comunidad internacional como un preocupante factor de tensión, incluso de guerra, más intensamente desde la invasión rusa de Ucrania.
Buscando proteger y perpetuar su régimen autoritario, incluso totalitario, el Partido Comunista chino denuncia urbi et orbi la democracia occidental, presentada como un factor de debilitamiento económico y decadencia política y moral. Aunque afirma adherirse a las normas universales de la ONU, sigue negándose a ratificar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos porque ello le privaría de los medios de represión que sigue considerando indispensables; en particular, la detención administrativa indefinida de opositores políticos o incluso de potenciales sospechosos, como ocurre actualmente en Xinjiang
También en este sentido, China es revisionista: favorece la aplicación selectiva de las normas internacionales, de aquellas que no socavan su régimen interno y su soberanía westfaliana. Pero el mundo actual está globalizado y, a la vez, recorrido por tensiones geoestratégicas que socavan su globalización. Resulta difícil imaginar cualquier realización de los planes chinos referentes a un nuevo orden internacional. Por el contrario, lo que el mundo actual pone de relieve es el estallido de una nueva guerra fría ideológica, estratégica y tecnológica al mismo tiempo entre China y EE.UU. y, más ampliamente, entre China y Occidente (incluidos Japón, Corea del Sur y Taiwán). Es cierto que esta guerra fría se diferencia de la antigua en que las economías de todos esos países son mucho más interdependientes que en la época de la extinta Unión Soviética. No obstante, es obligado reconocer que hoy nos orientamos hacia una desvinculación parcial de la economía china con respecto a la estadounidense; sobre todo, en el sector de la alta tecnología, por ejemplo, en los semiconductores. Y esa desvinculación está teniendo consecuencias mundiales, puesto que obliga a otros agentes a reducir también la dependencia china. Si bien la covid ha contribuido a semejante evolución, su causa no ha sido la pandemia, sino la dificultad de la comunidad internacional para ponerse de acuerdo sobre la naturaleza del orden mundial y las normas que debe promover y proteger.
En estas condiciones, el orden internacional revisionista que China pretende establecer tiene pocos visos de hacerse realidad. Es, más bien, el orden mundial liberal heredado del final de la Segunda Guerra Mundial el llamado a mantenerse, sin dejar por ello de reformarse con la creciente participación de los países emergentes, pero no solo de China.
Jean-Pierre Cabestan es investigador del instituto de investigación Asia Centre, París.
LA VANGUARDIA