El neoautonomismo

Durante los meses confusos que siguieron a las elecciones de diciembre de 2017, los partidarios del rechazo de ERC a investir al ganador defendían desbloquear la situación a cualquier precio con el argumento de la prisa. Había que consolidar la deslealtad pasando página porque, decían, se necesitaban “todas las herramientas”. Y puesto que una herramienta es un medio para realizar un trabajo que lo trasciende, dejaban entender que formar gobierno era la mediación adecuada al objetivo, que entonces nadie discutía, de administrar la declaración del 27 de octubre con todas las precauciones necesarias pero con el hito del primero de aquel mes como referente inexpugnable. Haciendo juegos malabares con este sobreentendido, determinados medios se comprometieron con determinados partidos en la tarea de abortar la revuelta democrática, empezando por desligar la idea de la realización y oponiendo el análisis a la praxis y la inteligencia a la acción. Así es como los partidos llamados independentistas han acabado rebajando la inteligencia a ideología y la acción a simple administración.

De ahí los ataques despiadados contra un president que, a juicio de la opinión mercenaria, según cómo hacía “activismo” y según cómo “simbolismo” en una insufrible coherencia entre sociedad e institución y una humillante consistencia entre el antes y el después del 155. La sinceridad de un president que se creía la independencia con la credulidad de los votantes del Primero de Octubre obligó a los políticos profesionales a quitárselo de encima para anular su energía testimonial. Colaborando con los inquisidores de turno, los actores de aquella tramoya de palacio añadieron un president mártir más a la desventurada historia del país. No dramatizo; simplemente digo las cosas por su nombre, pues “mártir” significa “testigo”. A Quim Torra lo echaron a las fieras –a él, perseguido precisamente por calificarlas– quienes no le perdonaban la pureza testimonial, manifiesta en la insistencia en valores intangibles como la dignidad y en la mirada clavada en una libertad que había que ganar con persistencia de asceta.

En ese tiempo de reacción, cuando muchos ya habían canjeado la república futura por la autonomía pasada, escribí que no era descabellado renunciar a una autonomía decrépita y definitivamente enajenada para concentrar el esfuerzo en el objetivo que imponía la historia de los últimos años. Kierkegaard decía que la pureza de corazón consiste en querer una sola cosa y Torra perturbaba los hábitos de la política de renuncias con la tozudez de los niños cuando tienen un antojo.

En realidad no existía dilema alguno; la alternativa entre autonomía y república era un problema de pura mecánica. Para alzar el nivel de reconocimiento internacional, es decir, para hacer realidad un objeto político tan pesado como lo es un nuevo Estado, antes era necesario abrir la mano y dejar caer la autonomía. Había que vaciarla para ponerla en disposición de sujetar un objeto mucho más ambicioso. Si de verdad se querían “todas las herramientas” adecuadas a la tarea, no había más remedio que cambiar de instrumento. La autonomía depende de un conjunto de normas que la mantienen dentro de unos estrictos límites que, si con los años se han modificado, no ha sido para desarrollarla sino para reducirla. Por eso, cuando el Tribunal Constitucional decapitó el estatuto, el pueblo reconoció la esencia heterónoma y el final del pacto que había fundado el experimento de convivencia llamado Estado de las autonomías.

Al fin y al cabo, la autonomía siempre había sido ficticia, algo evidente si el término se considera en la rectitud de su acepción. Pues ser autónomo significa decidir por uno mismo, disponer de la propia existencia. No se trata de jugar con las palabras. Admito de antemano la objeción de que no debe confundirse esta condición metafísica, que compromete a la totalidad de la vida humana en tanto que “ser condenado a la libertad”, como la definía Sartre, con la administración de la vida pública. Toda acción administrativa implica límites jurisdiccionales, no sólo geográficos sino también de alcance social, descontando a los estados totalitarios, donde no hay frontera entre público y privado y donde la transparencia es la otra cara de la violación de la intimidad. Pero si admitimos esta acepción reductiva del concepto de autonomía para designar la organización de la vida interpersonal con un cierto margen de discrecionalidad dentro de un Estado alienante, a la fuerza tendremos que aceptar que la autonomía está en contradicción con el objetivo del Primero de Octubre.

Alguien podría objetar todavía, con un paso más de la lógica, que la idea radical de autonomía también estaría en contradicción con la república, pues una vez institucionalizado, el nuevo régimen se convertiría en una variante de la vida administrada con peligro de congelar acción creadora resultante de hender los límites estatutarios. Dejando a un lado los intereses particulares y actuando como un todo, el pueblo se descubrió un poder insospechado cuando, habiendo resquebrajado los límites autonómicos, el Primero de Octubre tomó el destino en sus propias manos.

Importa mucho distinguir entre autonomía y libertad y saber oponerlas entre sí, conscientes de que allí donde se disputa la gestión de un modelo autonómico no se trabaja por la libertad. Esto, que tan espeso parece a los catalanes que, sin apenas darse cuenta, han retrocedido de los grandes horizontes abiertos a la claustrofobia autonomista, siempre fue evidente para sus enemigos. Con lucidez satánica, el poderío español respondió a la exigencia catalana de libertad bajando el telón autonómico. Desde la aplicación del artículo 155, toda la energía movilizada hasta el Primero de Octubre por una voluntad irreductible de trascender ese escenario fue reconducida hacia un objetivo degradado. Con previsión mefistofélica, Juan Luis Cebrián pronosticó que descabezando a los líderes del movimiento y ocupando las instituciones catalanas, los poderes del Estado obligarían a los independentistas a convertirse en neoautonomistas y reintegrarse en el régimen para poder volver a la casilla de salida.

VILAWEB