El muro

Rafael Poch

El día en el que el Muro se abrió

La mañana del 10 de noviembre de 1989, berlineses de ambos lados seguían encaramados frente a la puerta de Brandemburgo

Con el régimen paralizado y la calle revuelta, en Berlín Este el poder estaba en el suelo. Dependía más de la calle que de los despachos, pero aun no se sabía. Desde principios de junio la apertura húngara propiciaba un multitudinario éxodo de ciudadanos hacia Austria, con embajadas de la RFA llenas de refugiados y un flujo creciente de manifestaciones y desafíos. El cancerbero moscovita no hacía nada contra aquello y aplicaba la Doctrina Sinatra («haz lo que quieras»). En Berlín Este el poder estaba desconcertado, paralizado, deprimido.

En julio Eric Honecker, 77 años, el jefe del Partido de Estado (SED), enfermó y fue hospitalizado. Con el país hecho unos zorros, el 15 de agosto se fue de vacaciones para cinco semanas. Desde 1984 su compañero Günter Mitag le suplía en esos casos. No en esa ocasión. Honecker prohibió toda discusión sobre la situación política en su ausencia. Regresó de vacaciones con un «buen discurso» para celebrar el 40 aniversario de la RDA, como si nada, entre manifestaciones reprimidas que coreaban Gorby, Gorby al paso de Gorbachov, y una frase errática pero clara del líder soviético, que luego fue muy distorsionada, y que decía textualmente; «el peligro sólo amenaza a quien no reacciona a la vida».

Honecker no reaccionaba. El 17 de octubre fue destituido por una votación unánime del Politburó, resultado de una tardía conjura animada por varios de sus compañeros. En 1971, Honecker había arrebatado el poder a Walter Ulbricht en una maniobra igual. Egon Krenz, de 52 años, le sustituyó. Krenz hablaba de «cambio», pero carecía de toda credibilidad. La gente le recordaba como director de la comisión electoral que había falsificado las últimas elecciones municipales del 7 de mayo, y como el dirigente que en junio había loado el sangriento «restablecimiento del orden» en Pekín. Cuando se necesitaba poner al frente a alguien con credibilidad, se puso a un tipo cuya biografía y forzada sonrisa de ratero evocaba todo lo contrario. Mientras tanto, las manifestaciones crecían; el 9 de octubre habían sido 70.000 en Leipzig, el 4 de noviembre fueron medio millón en la Alexanderplatz de Berlín. El poder seguía en la calle, pero ahora la calle comenzaba a darse cuenta.

El régimen tenía aun una gran carta que jugar: abrir el odiado e infame Muro. La jugó tan mal que la convirtió en una nueva prueba de su desbarajuste. Tras aprobar una nueva libertad de viajar, previa obtención de un pasaporte ante la policía, el portavoz y miembro del politburó Günter Schabowski informó, el 9 de noviembre, al término de una conferencia de prensa anodina de la nueva norma sobre libertad de viaje sin dar detalles. A las 18,53 el corresponsal de la agencia italiana Ansa le preguntó, «¿cuando entra en vigor?». Schabowski, con las gafas puestas consultó el desordenado montón de papeles que manejaba, y respondió, como improvisando; «…tal como yo lo entiendo…, a partir de ya, inmeditamente». Comenzaba la estampida.

Bernd Wolterstädt, 39 años, padre de familia y funcionario del ayuntamiento de Berlín Este, escuchaba aquella conferencia de prensa retransmitida en directo por la radio y la tele. Oyó, pero no comprendió.»Era como si nos hubieran dicho que el Papa estaba embarazado, simplemente no podía ser.» Una doctora en físicas, cuatro años más joven que él, también escuchó aquello. Llamó a su madre por teléfono para comentarlo, y como cada jueves por la tarde se fue con una amiga a la sauna de la piscina del Thälmann Park. Su nombre era Ángela Merkel. Regresaban las dos amigas a casa con la bolsa de baño y pasaron por delante de la Bornholmerstrasse, donde se había abierto el muro. «Me mezclé enseguida con la gente para pasar a Berlín Oeste. Lo que sentí no se puede describir con palabras», ha explicado al rememorarlo.

Heinz Schäfer, oficial guardafronteras, dice que fue su puesto de la Avenida Walterdorfer, en el sector sur este del Muro, y no el de la Bornholmer, el primero en abrir. Cuando oyó la noticia en casa se fue corriendo a su puesto, confiscó toda la munición a sus soldados y les instruyó para que dejaran pasar a la gente». Miles de personas se concentraban en los puestos fronterizos. Había gran confusión, pero al final el asunto se resolvió según el mejor escenario. Aquella noche se cantó y se bailó sobre el Muro y a ambos lados de el. La Kudamm, el paseo burgués de Berlín Oeste por excelencia se llenó de «Trabant» y Wartburg», los utilitarios de la RDA, una estampa surrealista. El Canciller Kohl, que se encontraba en Varsovia, recibió incrédulo la noticia e interrumpió su visita oficial.

Al día siguiente en las autopistas en dirección al Oeste había hasta cien kilómetros de cola, la gente se amontonaba ante los bancos y cajas para recibir los 100 marcos (50 euros) de «dinero de bienvenida» que, astutamente, el gobierno federal de Bonn concedía a cualquier ciudadano de la RDA que presentara su pasaporte en el Oeste. En Weding, en el lado occidental de Berlín, había colas ante los camiones cargados de plátanos que repartían su carga gratuitamente entre los codazos de los parientes pobres del Este, escena que Wolterstädt describe hoy como «lamentable». Por la tarde, Kohl era abucheado cuando se dirigió a 20.000 personas del Este y del Oeste, desde el balcón del ayuntamiento de Schöneberg. Había querido emular al Kennedy que un día había dicho desde aquel mismo sitio, «soy un berlinés», y había triunfado.

Kohl ha pasado por ser un gran político, el «Canciller de la reunificación», obviando el hecho de que todo aquello, que gestionó con habilidad, le cayó regalado del cielo. Entonces se le conocía como el «Señor Pera», por la forma de su cabeza, y, por lo menos en Berlín, no se le tenía en gran estima. Soportó el abucheo y el acto de Schöneberg concluyó cantando el himno alemán, entre enormes desafinadas que los micrófonos retransmitían, y una bronca fenomenal de parte del público.

En la conciencia colectiva, un sueño realizado y un general orgullo por lo que se vivía como gesta popular. Y lo era. Un raro movimiento social exitoso alemán contra un régimen completamente deslegitimado, que se resolvió con la quiebra pacífica de éste. En el contexto del sorprendente giro de los dirigentes de la URSS, una gran victoria popular se abrió paso sobre la total incapacidad y parálisis del régimen de la RDA y tuvo por consecuencia que el poder quedara en el suelo. La segunda parte tuvo mucho menos que ver con revolución. El establishment conservador de la RFA recogió todo aquello, administró la situación con habilidad, rellenó todos los vacíos, impuso su discurso y logró un triunfo impecable de su programa histórico: la disolución de la RDA y su absorción por la RFA. La clara victoria de la conservadora «Alianza por Alemania» en las elecciones del 18 de marzo de 1989 en la RDA hizo ineludible e indiscutible la reunificación alemana del 3 de octubre de aquel año.

Pocos días después

A mediados de noviembre, pocos días después de la apertura del Muro, llegué a Berlín procedente de Moscú. Había vivido en esta ciudad en la primera mitad de los ochenta, y lo que más me había cautivado había sido la minoría inconformista del Este, sin duda el grupo humano más atractivo de aquella ciudad dividida.

En Prenzlauerberg el barrio de Berlín Este que concentraba más disconformes, había toda una vida paralela. Se organizaban conciertos de rock, seminarios, lectura de poesías, exposiciones artísticas en apartamentos privados. Allá había decenas de casas ocupadas, sin el ruido ni la parafernalia de Berlín Oeste. Una de ellas, en la Templiner strasse tenía por inquilina a una tal Ángela Merkel, según explica su biógrafa Evelyn Roll. En las parroquias del barrio, algunos pastores protestantes amparaban muchas actividades independientes.

Para quienes habíamos vivido la transición española, aquel ambiente nos era a la vez familiar. Anunciaba algún tipo de cambio social, aunque fuera a medio o largo plazo, y también extraño, por la tristeza y falta de risa de aquel escenario germánico, protestante y políticamente desconcertante. Además, porque los valores sobre los que reposaba aquella dictadura eran antagónicos con los que nosotros habíamos padecido en España. Aquel régimen manifiestamente oxidado y aquella sociedad silenciosamente disconforme, el andar con la policía secreta tras los talones, era muy estimulante, sobre todo para quienes estábamos de paso y no sufríamos aquella vida cotidiana humanamente rica, pero gris hasta lo inimaginable y llena de carencias materiales.

La autenticidad y generosidad de actitudes de quienes pretendían el cambio, el impulso ético, ese era el punto de unión biográfico con España. Recuerdo una velada en casa de Jaceck Kuron, uno de los disidentes más lúcidos del Este, en Varsovia, en la que discutiendo apasionadamente sobre la comparación de las dictaduras de Franco y del General Jaruszelky, me dijo; «nuestra conversación es cómo el diálogo entre la víctima de un incendio y la víctima de una inundación…» Ese no era el caso en Berlín Este, donde el programa mayoritario de la disidencia era marcadamente social y verde-ecológista.

Gorbachov había llegado al poder en la URSS en marzo de 1985 y pronto se vio que aquello era un cambio, pero nadie se imaginaba que la gente pudiera salir a la calle masivamente a protestar, o que el Muro se abriera. «Lo que pase aquí dependerá de lo que pase en Moscú», me dijo Gerd Poppe, el más conocido disidente de Berlín Este en nuestra última entrevista, antes de que yo me fuera a Moscú a abrir la primera corresponsalía permanente de ‘La Vanguardia’ en la Unión Soviética, en marzo de 1988.

Cuando el 9 de noviembre del año siguiente, recibí el despacho que anunciaba la apertura del Muro por el teletipo de la Agencia Tass en la oficina de La Vanguardia en Moscú, la noticia me pareció, no secundaria, pero si periférica. Para entenderlo hay que recordar el contexto en el que nos hallábamos imbuidos en Moscú. Dos días antes, las manifestaciones y bloqueos de desfiles militares habían marcado las celebraciones del 72 aniversario de la Revolución de Octubre en Moscú.

En Armenia teníamos una guerra con Azerbaidján, en el Báltico enormes protestas, en la capital de Moldavia, una república de la que apenas se había oído hablar, miles de nacionalistas bloqueban el desfile militar… Los mineros del carbón de Siberia habían iniciado un movimiento sin precedentes desde la Revolución de 1917 que no sabíamos a donde iba a llegar. En Afganistán se estaba a punto de concluir la retirada militar soviética. En Malta se preparaba una nueva cumbre Bush-Gorbachov, en el contexto de una completa y radical transformación de las relaciones Este/Oeste.

En la crónica que ‘La Vanguardia’ publicó en su página tres el 8 de noviembre de 1989, la víspera de la caída del Muro, escribí lo siguiente sobre la situación en la URSS; «En la calle un descontento creciente, por el desabastecimiento de las tiendas; en los medios políticos las eternas especulaciones sobre la indecisión y las luchas internas en la cúspide del poder. En todo el país, una delicada multiplicación de fuerzas rupturistas de distinto signo». «Pierde lustre la hierática conmemoración oficial de un régimen que se cuestiona a sí mismo», observaba en aquella misma página Carlos Nadal, nuestro gran y fino analista internacional.

En aquel contexto, consciente de que todo lo que pasaba en el Este de Europa era consecuencia directa de los cambios de Moscú, aquel teletipo sobre la apertura del Muro de Berlín no podía ser más que un asunto periférico. Y sin embargo…

El recuerdo de aquellos amigos y conocidos de Berlín Este, de las veladas en sus casas vigiladas por la policía, con micrófonos de la Stasi –la policía de Estado-que lo grababan todo sobe la mesa del comedor, a pocos palmos de los borradores de panfletos y manifiestos que hablaban de un socialismo de verdad, sin dictadura, orientado ecológicamente, etc.,etc., lo que me impulsó a tomar, pocos días después, un avión de Aeroflot en dirección a Berlín. Quería ver aquello, fuera como fuera.

El primer shock llegó nada más salir del aeropuerto de Schönefeld, de Berlín Este: circulaban autobuses de dos pisos de la BVG, la compañía de transportes de Berlín Oeste, con sus anuncios de «Vodka Gorbatschow» bien a la vista en sus chasis. Era una imagen inaudita; ¡la BVG en Schönefeld!. Me fui directamente a Prenzlauerberg, a casa de Gerd Poppe, en el número 28 de la Rykestrasse, y estaba ahí. El Muro llevaba varios días abierto, pero él aun no había cruzado. De pequeño su madre lo llevaba a pasear al Tiergarten, el gran parque de 210 hectáreas del centro de Berlín, que en 1961 quedó en el otro lado, en el Oeste. Aun no había ido. La mesa de Poppe, que pocos meses después sería nombrado Ministro sin cartera del primer gobierno electo de la RDA, estaba llena de papeles y manifiestos. Entre ellos el programa de un nuevo Partido Socialdemócrata de la RDA, cuyo líder Ibrahim Böhme, luego se supo, resultó ser un confidente de la Stasi. Mas tarde me di cuenta de que muchos otros disidentes importantes de la RDA, la gente que más había hecho por abrir el Muro, fueron de los últimos en cruzar el muro….

Desde allí atravesé la frontera por la estación de Friedrichstrasse. Segundo shock. Había el mismo olor a desinfectante, las mismas manchas de vómito de los marginales del Oeste, que venían a comprar alcohol allá, más barato y sin impuestos, pero apenas había control. Los policías que el pasado me habían hecho hasta quitarme los calcetines en busca de papeles, no mostraron el más mínimo interés por mi pasaporte y mi bolsa. Un trámite de rutina. Tampoco había aquellas escenas de gente despidiéndose llorando, que tantas veces había visto en las escaleras de la estación, y que ilustraba el drama humano que para mucha gente significaba el Muro, con sus parentescos, amistades y amores separados…

Una vez en Berlín Oeste, me encaminé a la Potsdamerplatz, donde, junto a la puerta de Brandeburgo, habían abierto una brecha en el Muro. Aun había escenas de júbilo, la gente del Oeste aplaudía a los del Este que entraban en el Oeste. Muchos eran ciudadanos de la RDA de provincias que llegaban desde sus pueblos a ver el «otro lado» por primera vez. Llevaban bolsas de plástico con los nombres de los supermercados y grandes almacenes más económicos del Oeste, que ya habían visitado. Hacía mucho frío. En Moscú ya era invierno, pero menospreciando el perruno tiempo berlinés me había traído el abrigo ligero, que en Moscú me ponía a partir de agosto.

La imagen más viva de aquella jornada fue la de constatar la ligereza con la que caminaba la gente. Era como si hubieran marchado toda su vida con una mochila llena de piedras cargada en la espalda. Había alivio, alegría, ligereza.

Quién construyó el Muro y por qué

La división de Alemania había sido resultado de la guerra de Hitler. Alemania fue responsable de su división. La ocupación militar de su territorio, con los aliados occidentales en el Oeste, los soviéticos en el Este, y la capital dividida en cuatro sectores, también se había producido en Austria, pero allí los soviéticos accedieron a retirarse a cambio de la neutralidad del país. Ese trato no se aceptó en Alemania y la consecuencia fue la creación de dos estados alemanes. En el Oeste se instauró una mezcla de capitalismo y democracia. En el Este se afirmó una mezcla de socialismo y dictadura. Dos fórmulas políticas igualmente contradictorias de la misma civilización industrial.

Entre las dos Alemanias había otras diferencias fundamentales. La sociedad alemana habría abrazado el nazismo de forma casi unánime. Se estima que sólo unos 100.000 alemanes tomaron parte en algún tipo de resistencia antifascista. La desnazificación acordada en la Conferencia de Potsdam se aplicó de forma mucho más suave en el Oeste. El anticomunismo podía pervivir allí como único vestigio de respetabilidad de los ex nazis, muchos de los cuales hicieron carrera ocupando cargos importantes en el gobierno, la judicatura, la policía y el ejército. En el Este, por el contrario, los soviéticos aplicaron una desnazificación mucho más estricta, que incluyó no pocas injusticias pero mucho más raramente impunidad.

Los nuevos dirigentes del Estado comunista alemán habían sido en muchos casos antifascistas perseguidos o víctimas de los nazis, la mayor parte de ellos comunistas o socialdemócratas, e hicieron del antifascismo una seña de identidad del nuevo régimen. Así, si en el Oeste la sociedad ex nazi alemana encontró cierta continuidad psicólogica, en el Este la generación ex fascista de la guerra, vivió bajo un régimen antifascista y estalinista que le era biográficamente hostil y adverso. Fueron raros los casos de ex nazis que hicieron carrera en la RDA.

Con 30 millones de muertos y la parte europea de su territorio devastada por la guerra, los soviéticos no estaban bien predispuestos hacia Alemania al fin de la guerra. Mientras en Estados Unidos el «Plan Marshall» se concebía como un incentivo a la propia economía, que brindó una asistencia masiva de 4000 millones de dólares y un ejército de técnicos al sector occidental de Alemania, en el sector oriental la URSS practicaba el ejercicio inverso: extraía medios, desmontando fábricas y llevándose recursos para paliar su propia ruina.

La vida en los cincuenta fue de una dureza extrema en las dos Alemanias, y no solo ahí, pero atendiendo a ese contexto, el verdadero «milagro» se produjo en la RDA.

Aquel Estado estalinoide impuesto a una sociedad ex nazi, logró organizar el trabajo, los servicios y la cultura, entre las ruinas y sin ayudas. El nivel de vida, la oferta de consumo y alimentación, los salarios y el pulso de la vida en general, eran más altos, más ricos y más atractivos en el Oeste. En ese contexto comenzó un gran flujo de emigración desde el Este al Oeste.

«La RDA experimentaba una fuga de cerebros, de técnicos y de mano de obra, la mayor parte de los que se iban era gente que buscaba una vida mejor. La propaganda occidental los presentaba como huidos de la represión roja, pero no más del 5% podían considerarse refugiados políticos», explica en sus memorias el periodista de la agencia Reuters John Peet, corresponsal en Berlín. Era la época en la que el Secretario de Estado norteamericano John Foster Dulles hablaba de «desalojar» al socialismo de Europa del Este, el Bundeswehr se reconstituía en la RFA bajo el mando de generales de Hitler y cuando los principales partidos políticos en Bonn reclamaban para Alemania el tercio occidental del territorio polaco y un trozo de la URSS, recuerda Peet. (en, The Long Engagement).

Una época en la que la guerra fría del Oeste hacia el Este incluía aspectos bastante calientes hoy olvidados, como el sabotaje industrial, con explosivos, descarrilamientos, incendios provocados, etc., contra todo tipo de infraestructuras de la RDA a cargo de grupos como el de los «Combatientes contra la inhumanidad» o el «Comité Nacional para una Europa Libre», sostenidos por la CIA y la Fundación Ford, bajo la propaganda de «Radio Free Europe», incomparable, por su eficacia, dotación presupuestaria y efectos, respecto a sus homólogos del Este.

Para mediados de 1961, 300.000 ciudadanos de la RDA emigraban anualmente a la RFA. En Berlín se acumulaban aritméticamente los problemas económicos para el gobierno de la RDA. Mucha gente del Este cruzaba a los sectores occidentales para trabajar y luego regresaba al sector oriental y cambiaba el dinero en el mercado negro al precio de un marco occidental por cuatro del Este, lo que disparaba la inflación. La frontera interalemana estaba más o menos cerrada desde 1952, pero Berlín, sometida a un acuerdo especial, era un desagüe por el que la RDA se desangraba. La decisión de levantar el infame Muro de Berlín se tomó en ese contexto, pensando en que la RDA se podía ir al traste. Para el régimen estalinista de Walter Ulbricht, la única manera de impedirlo fue algo tan kafkiano como encerrar con llave a su población.

El politólogo y pastor protestante Paul Oestreicher, que entonces era corresponsal de la BBC en Berlín, explica su entrevista de septiembre de 1961, un mes despues de que se erigiera el Muro, con el jefe militar del sector británico de Berlín Oeste. «Oficialmente, su declaración condenó el levantamiento del Muro como violación del acuerdo de las cuatro potencias sobre Berlín, violación de los derechos humanos, etc., etc.». A continuación, «off the record» y con la condición de no escribir ni radiar una sola palabra sobre el asunto, el militar le explicó la realidad: «Las potencias occidentales hemos recibido el Muro como alivio. A medio plazo, Berlín Oeste se ha estabilizado. La corriente de emigrantes se estaba haciendo insoportable y desestabilizadora. Una quiebra económica de Alemania del Este habría desencadenado una reacción soviética incalculable. Se ha despejado por fin de una vez el peligro de una guerra. Claro que nos ha sorprendido el momento de su construcción, pero no el Muro como tal. Los soviéticos sabían que no habría ninguna contramedida occidental». Y, finalmente; «con el Muro nos han dado una nueva arma de propaganda».

 

Walter Ulbricht, el dirigente oriental que había declarado públicamente poco antes, «nadie tiene intención de construir un muro», acuñó para su nefasta obra el término «muralla de protección antifascista» («Antifaschistischer Schutzwall»). Poco después, Ulbricht recibió a Oestreicher en su despacho de Berlín Este. También en condiciones de «off the record», sus declaraciones fueron igual de sinceras y reveladoras de la mentalidad de la época:

«Mi Estado estaba en peligro. Nuestra población educada en el mundo burgués que aun no ha desarrollado ninguna comprensión del socialismo, estaba huyendo en estampida. Los hospitales se vaciaban de médicos, toda nuestra economía estaba amenazada. En aras de la salvación del campo socialista y de la paz mundial, el Muro se ha hecho una trágica necesidad».

A Ulbricht se le preguntó si no se podría haber conseguido lo mismo con una política de paz como la que el deshielo de Jrushov apuntaba desde la URSS, explica Oestreicher. Su respuesta fue:

«Claro, los que están ahí detrás pueden permitírselo todo. Yo estoy en primera línea y el soldado que está en la trinchera ni siquiera puede encender un cigarrillo. Solo así podemos salvar el socialismo, cuyos resultados disfrutarán las futuras generaciones. Yo no viviré para verlo y tengo que acarrear con el odio de mis ciudadanos». Preguntado por lo tiros contra la gente que intentaba cruzar el muro, añadió; «Tampoco en eso tengo elección. Como la estadística muestra, no se dispara siempre, pero sin la orden de disparar (contra los tránsfugas) el Muro no habría tenido sentido. Cada disparo en el Muro es un disparo contra mi. Con ello damos al enemigo de clase el mejor recurso propagandístico, pero poner en juego el socialismo y la paz costaría infinitamente muchas mas muertes». (En, Berliner Zeitung, 24/25 octubre 2009).

La historia la escriben los vencedores y estos hechos, naturalmente, se olvidan hoy, pero la realidad es que el Muro, construido por uno, fue un asunto de dos. Que la guerra fría concluyera por la retirada incondicional y derrumbe de uno de esos dos matones, no altera la historia, más que en la manera en que la narra el otro, que todavía vive.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua

Dominique Moisi

El muro eterno

Los muros concebidos para mantener a personas dentro o fuera de ellos –ya estén en Berlín, Nicosia, Israel o Corea– son siempre producto del miedo: el de los dirigentes alemanes orientales a un éxodo en masa de sus ciudadanos en busca de libertad y dignidad; el de los dirigentes grecochipriotas y turcochipriotas a una guerra continua; el de los israelíes al terrorismo o el de los dirigentes de Corea del Norte al “abandono” por parte de su martirizado pueblo. Paralizar un status quo , consolidar la posición propia o permanecer separado de otros, vistos como tentaciones o amenazas (o ambas cosas): ésos han sido siempre los objetivos de los políticos que construyen muros.

¿Por qué hay semejante diferencia entre el destino de Berlín, ahora capital en la que el progreso del presente va cubriendo lentamente las cicatrices del pasado, y el destino de Nicosia, donde el tiempo ha quedado paralizado, o el de Israel, cuyo “muro de seguridad” se amplía como una cicatriz reciente, por no citar la improbable consolidación del régimen norcoreano tras sus muros de paranoia y opresión?

Para entender esas diferentes situaciones, hemos de tener en cuenta la voluntad de la gente de destruir sus muros en el caso de la Alemania Oriental, de ampliarlos en el caso de Israel y de paralizarlos en el de Chipre y del gobierno de Corea del Norte. Naturalmente, las cualidades –o falta de ellas– de los dirigentes respectivos son también un factor importante.

El Muro de Berlín se desplomó en 1989 mucho más rápidamente de lo que la mayoría de los alemanes orientales habrían soñado (o temido). Habían subestimado la fuerza del “sentimiento nacional alemán” en el Este y sobreestimaron enormemente la capacidad y la voluntad de la Unión Soviética de mantener su imperio a toda costa. Por encima de todo, Mijail Gorbachov quedará como el hombre que tuvo la visión y el valor de no oponerse al curso de la Historia. Puede que no entendiera enteramente lo que estaba sucediendo ante sus ojos y las fuerzas que había desencadenado, pero su moderación constituye una auténtica grandeza.

El milagro del Berlín reunificado de hoy es un desafío –una provocación incluso– a todos los muros. Es una prueba de que en un mundo interdependiente, los muros son innaturales y artificiales y, por tanto, están condenados. Sin embargo, la verdad es mucho más compleja, pues los muros son una realidad con múltiples niveles y siempre es peligroso reescribir la Historia de forma maniquea y, además, confundiendo las realidades del pasado con las del presente.

Nicosia, la capital dividida de Chipre, es la antítesis perfecta de Berlín y, como tal, la mejor ilustración de lo que ocurre cuando se paraliza la Historia. En ella, ventanas vacías y rellenadas con sacos de arena siguen frente a frente desafiantemente, símbolos de un pasado que no ha pasado durante decenios. Naturalmente, cruzar la Línea Verde que separa las zonas griega y turca de la ciudad no se parece en nada al cruce del infame Checkpoint Charlie de Berlín. Ya no es una experiencia traumática, sino sólo una pesadez burocrática.

Los alemanes orientales querían unificar el Estado alemán en pro de la unidad de su nación: “Somos un solo pueblo” era su lema. ¿Están los grecochipriotas interesados en serio en reunificar  su isla? ¿Desean hacer extensivos a la zona septentrional turca de Chipre los evidentes beneficios que obtienen de su pertenencia a la Unión Europea, en la que ingresaron en 2004? Lo más probable es que no.

En cuanto al Gobierno turco, su prioridad oficial sigue siendo su propio ingreso en la UE. No puede decir en voz alta y clara que no está interesado en serio en el destino de Chipre, pero probablemente no diste eso mucho de la verdad. En cualquier caso, los dos bandos han desaprovechado tantas oportunidades en los pasados decenios, en parte por culpa de dirigentes caracterizados por una “mediocridad competitiva” –ésa es la mejor calificación que podemos darle–, que resulta difícil ver un milagro en el horizonte.

Israel está más próximo a Nicosia que a Berlín, no sólo geográficamente, sino también desde el punto de vista político, porque los sucesivos dirigentes israelíes y palestinos no han dado muestras –ni unos ni otros– de cualidades de visión e imaginación. Un muro es un mal símbolo internacional, en particular en el momento en que se conmemora la caída del Muro de Berlín. Es también un símbolo de futilidad, porque no constituye una solución viable a largo plazo.

Pero la situación es, lamentablemente, más compleja. Con el paso del tiempo, los israelíes y los palestinos cada vez quieren separarse más unos de otros e Israel, al contrario que Corea del Norte, cuyo régimen está condenado a desaparecer en una sola Corea unida por la libertad y el capitalismo, va a perdurar.

El muro de Israel constituye un componente triste, pero probablemente inevitable, de su seguridad. Lo que se debe discutir es el innecesario y agresivo trazado del muro de seguridad, acompañado de la provocación de nuevos asentamientos israelíes en la Ribera Occidental, no el principio en que se basa. Al fin y al cabo, no había opciones substitutivas que impidieran nuevos derramamientos de sangre en el momento de la segunda Intifada.

En última instancia, los “muros” representan realidades que subyacen a su construcción, realidades, que, lamentablemente, generaciones posteriores tal vez no puedan o no quieran cambiar.

 

Copyright: Project Syndicate, 2009.

Traducido del inglés por Carlos Manzano

Dominique Moisi es profesor visitante en la Universidad de Harvard y autor de The Geopolitics of Emotion (“La geopolítica de la emoción”).

www.project-syndicate.org