El ‘momento Txernòbil’ de España

Esta semana que ahora comienza puede cambiar nuestra vida, la de los Países Catalanes y la de España. Tiene el potencial suficiente. Y por ello me perdonarán que, en vez de escribir el editorial, hoy haga una reflexión más larga, una especie de pequeño ensayo que intenta enmarcar el momento trascendental que vivimos. No puedo explicar de manera más sencilla ni corta lo que pienso, en parte porque todo esto es el fruto de décadas de estudio, de vivencias, de reflexión y de compromiso, lo que inevitablemente me ha de llevar a otros países y situaciones que conozco bien pero que también hay que explicar bien. Espero que ayude de alguna manera.

El momento Txernòbil

 

Gorbachov lo dice sin rodeos: ‘El momento de la destrucción de la URSS fue Txernòbil’. Estaremos todos de acuerdo en que no es tan sencillo como esto, que no hubo un solo momento. Pero, efectivamente, de todos los que hubo, aquel fue el más decisivo y el que marcó el hundimiento de la segunda superpotencia mundial.

La Unión Soviética era el país más grande del mundo, un auténtico coloso global. Abarcaba hasta once husos horarios de Kaliningrado a Kamchatka y contenía dentro de las fronteras una sexta parte de la tierra del planeta. Vivían cerca de trescientos millones de personas, pertenecientes a más de ciento cincuenta nacionalidades. Acumulaba un arsenal de más de cincuenta y cinco mil cabezas nucleares, con los que podía aniquilar completamente la vida en la Tierra. Y desde el final de la Segunda Guerra Mundial mantenía el ejército más grande del mundo, formado permanentemente por más de cuatro millones de soldados. Sus intereses y tentáculos llegaban a todos los continentes y a todos los aspectos de la vida. Había llenado de sangre Hungría y Checoslovaquia décadas antes en medio del espanto global, pero aquel ya era un episodio digerido. Luchaba en un Afganistán que no entendía, pero que todavía era un callejón sin salida geográfico, y la Polonia de Solidaridad, que tantos problemas le había causado a principios de los ochenta, parecía que entraba en una fase de control y de desescalada. Además, la URSS era una superpotencia científica, capaz de competir en la carrera por ser los primeros en llegar a la Luna. Y a pesar de las dificultades económicas, sobre todo la caída dramática del precio del petróleo para la exportación, la suya era una economía mayúscula. Durante sus últimos años, creció un 1,9 por ciento de media. Su déficit presupuestario era, hasta 1985, inferior al dos por ciento del PIB y sólo llegó al nueve por ciento en los últimos meses de su existencia, una cifra que los economistas consideraron en todo momento posible de controlar. Había, es verdad, un mercado negro paralelo importante, pero de este mercado negro se aprovechaban sobre todo algunos mandos intermedios del régimen, por lo que todo acababa quedando en casa. Por otra parte, la dureza del régimen contra los opositores había dejado el país deshecho, sin dirigentes ni referentes morales, ni estructuras para oponerse de manera eficaz. Cuando, a mediados de los ochenta, conocí a Liudmila Alekséieva y empecé a estudiar los movimientos opositores y a contactar con los mismos a través de ella, me quedé helado: ella tenía listas de nombres de opositores, uno por uno. Y en toda la URSS, los disidentes activos no llegaban a mil.

 

Pero a pesar de ser todo esto, la URSS se hundió estrepitosamente.

No se puede explicar un fenómeno de esta dimensión señalando un solo evento ni indicando una sola causa. Hélène Carrère d’Encausse fue de las pocas personas que entendió bien qué pasaba. Pero hay que subrayar que en su extraordinario libro «L’Empire Eclaté» no acertaba, ni mucho menos, las causas de la catástrofe. Aunque ella sabía perfectamente que la catástrofe se acercaba. Acertó de lleno en el análisis de una manera que la ha puesto para siempre en el altar de los sovietólogos, pero no adivinó cómo pasaría lo que era seguro que pasaría. En estos tiempos de Twitter, cuando hay quien piensa que cada frase te perseguirá siempre para recordarte cualquier error puntual, aquel libro sensacional me reconforta cada vez que lo releo y me hace creer en la tenacidad de la analista por imponer mirada larga, siempre más segura y estable que el frágil horizonte inmediato.

¿Qué pasó en Txernòbil? Es bien sabido. El 26 de abril de 1986, una explosión en la central nuclear causó uno de los accidentes más graves de la historia de la energía nuclear, si no el más grave de todos. Pero es más importante aún qué no pasó. A la desesperada, contando con un margen mínimo de tiempo y a costa de la vida de varias personas, se impidió que una reacción posterior a la explosión aniquilara la posibilidad de vida humana en Ucrania, Bielorrusia y partes sustanciales de Rusia, Lituania, Letonia, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Moldavia y Bulgaria. Cuando ya hacía días de la explosión, en una reunión de la que tenemos pruebas documentales suficientes, Mijail Gorbachov, el secretario general del Partido Comunista que quería reformar la URSS, se encontró de repente con esta alarmante perspectiva. El KGB, el servicio secreto, le explicó de manera dura y abierta que todo el mundo le mentía, desde la organización local de Prípiat, la ciudad donde estaba el reactor, hasta la Academia de las Ciencias de la URSS. Todos. Nadie quería asumir la responsabilidad de aquella catástrofe, nadie quería reconocer que en la perfecta Unión Soviética podía pasar algo así e, incluso, muy probablemente, mucha gente importante no era capaz ni de entender qué pasaba, puesta en lugares donde era imprescindible entenderlo.

Hacía años que, en la Unión Soviética, la prioridad había dejado de ser la gestión de la realidad para pasar a ser el apuntalamiento de la mentira. Y por eso se trastocaba la lógica de la política y de la administración y se inventaba un neolenguaje que quería mantener como fuera la apariencia de que el régimen dominaba la situación. Y eso pasa exactamente hoy en España: la prioridad ha dejado de ser la gestión de la realidad para pasar a ser el apuntalamiento de la mentira. Por eso es importante darse cuenta de que todos los esfuerzos de contención de la realidad hechos por aquella inmensa maquinaria de poder, la más grande de la humanidad, saltaron por el aire gracias a un momento inesperado, cuando ocurrió algo que no esperaba, el ‘momento Txernòbil’. Sobre todo, porque con todo lo que vino después algunos aprendimos que todo era posible y que la apariencia no salva nunca a los regímenes, por más imponentes que se disfracen, por más inagotables que sean los recursos que puedan gastar, por más violencia y represión que apliquen.

Tras Txernòbil, la lucha de los pueblos bálticos y armenio, sobre todo, y la batalla desencadenada entre los sectores del régimen por mantener en pie lo que ya era, de hecho, un Estado moribundo enterraron la gran Unión Soviética. Al cabo de muy pocos años: el 26 de diciembre de 1991. El estruendo final lo protagonizó un ignorante pirómano que respondía al nombre de Boris Yeltsin. Él deshizo la URSS porque era el presidente de la mayor de las repúblicas que la integraban, Rusia, pero tenía por encima el presidente de la URSS, que era Gorbachov. Tras el golpe de estado, cegado por su ambición personal y decidido a conseguir el máximo poder, Yeltsin accedió a reconocer la independencia de las otras catorce repúblicas aunque él era un nacionalista ruso y no tenía ningún sentido que, precisamente, él fuera el encargado de empequeñecer Rusia a su límite mínimo, dejando fuera de las fronteras a millones de rusos. Si hubiera sido un patriota, no lo habría hecho nunca. Pero Rusia, como España, no tiene patriotas sino aprovechados, gente que sólo piensa en el momento y en el provecho inmediato, irresponsablemente. Se llamen Yeltsin o Sánchez.

Dos años después del referéndum de autodeterminación de Cataluña y de la proclamación de la independencia, me parece que España vive su momento Txernòbil. Esto no debe desencadenar, necesariamente, ningún final mañana mismo y es posible que tengamos que luchar todavía unos cuantos meses o unos pocos años más. Pero ya ha sucedido el choque y ahora es imprescindible mantenerse para que haga efecto. Todo lo que pasará a partir de mañana, que es importantísimo, lo deberíamos leer también en este contexto.

Hoy la debemos tener

 

‘Hace dos años queríamos la independencia, hoy la debemos tener’. La diferencia, explicada hace unos días por un amigo en una conversación informal, creo que se aprecia sola. Hace dos años no sabíamos muy bien qué podía pasar ante el envite de octubre republicano ni cómo reaccionaría el Estado español. Hoy, en cambio, sabemos perfectamente lo que harán, y sabiéndolo, da la sensación de que estamos dispuestos a empezar mañana mismo una nueva etapa. Hace dos años no sabíamos qué aguantaría España, hasta dónde podría llegar y qué sería capaz de hacer la Generalitat, el gobierno autonómico. Hoy sabemos que España agredirá más aún y que la Generalitat no hará mucho, salvo dejarse llevar por la ola de la calle. Y sin embargo, visto lo que ya vemos, es previsible que esto frene a muy poca gente en los próximos días a la hora de diseñar esta nueva etapa del proceso de independencia que no irá de la ley a la ley, como todos pensábamos que podía ir el proceso antes del despliegue de los piolines como auténticas fuerzas de ocupación, el 20 de septiembre de 2017.

 

Estos últimos dos años han sido muy duros para los catalanes. Pero la resistencia extraordinaria de la gente, absolutamente increíble, la imposibilidad práctica de acomodar el comportamiento español en el espacio europeo de libertades, la fuerza de los presos y exiliados, la tenacidad de las organizaciones e, incluso, la reanudación de la Generalitat, con todas las contradicciones que quieran, han desnudado de manera definitiva al Estado español y le han hecho perder toda la credibilidad ante la sociedad catalana. De este modo, hemos llevado a España a aquel momento Txernòbil en el que ya se hacen evidentes las consecuencias de su prioridad equivocada. De esta prioridad que ha dejado de ser la gestión de la realidad (en Cataluña hay un problema político que hay que resolver con diálogo y negociación) para pasar a ser, al precio que sea y llevándose todo lo tenga por delante, el apuntalamiento de la mentira. Trastornando y rompiendo la lógica de la política hasta extremos como los que vemos estos días. Incluso, despreciando sus papeles escritos. Todo, porque saben que si ceden, si intentan reconocer qué les pasa y actuar como sería razonable, se hundirán. Todo caerá. Del rey al último guardia civil.

Estos dos años de resistencia catalana han destruido institucionalmente España, han paralizado el funcionamiento del todo. Hasta el punto, gráfico, de que han tenido que hacer cuatro elecciones en cuatro años -diciembre de 2015, junio de 2016, abril de 2019 y noviembre de 2019. Y aún más que eso: en este periodo de tiempo inferior a cuatro años, ha habido dos investiduras fallidas (la de Pedro Sánchez con Ciudadanos en marzo del 2016, y la de Mariano Rajoy en septiembre de 2016) y dos mociones de censura contra el gobierno Rajoy (una fracasada en junio de 2017 y una con éxito en junio de 2018). Y ha pasado un año y medio de gobierno en funciones en dos etapas diferentes: 314 días Rajoy, en 2017 y en 2018, más los 167 días de ahora de Pedro Sánchez. Además de los diez meses más que Pedro Sánchez ha gobernado sin pasar por las urnas tras la moción de censura y sin tener suficiente apoyo parlamentario, como se hizo evidente. Hoy el Estado español todavía funciona con el presupuesto que aprobó Montoro, horas antes de caer Rajoy, y desde junio de 2018, España está gobernada por un ejecutivo que no han refrendado los ciudadanos en las urnas, una anomalía que no parece que deba resolverse antes de 2020. En el resto de la Unión Europea, estos últimos cuatro años, la regla ha sido hacer unas solas elecciones, salvo en los casos en que se hicieron en 2015 y que, por tanto, se debían hacer regularmente este 2019 si el período parlamentario era de cuatro años. Sólo Austria y el Reino Unido han hecho dos elecciones adelantadas en cuatro años. España habrá hecho cuatro.

La inestabilidad política monumental en que ha caído España tiene como causa Cataluña y es la consecuencia del golpe de estado amparado en el artículo 155 de su constitución que se aplicó contra Cataluña. Una vez que rompió todo el sistema de alianzas parlamentarias, lo que complicó, en compañía de los ecos remotos del 15-M, un mapa político que se había diseñado bipartidista. Sin embargo, por muy grande que esto sea, no es lo más grave. Paralelamente, se ha roto el equilibrio de poderes, con el rey irrumpiendo en la vida política, los tribunales haciendo depuraciones, policías patrióticas campando sin control y vigilando incluso la vida sexual de las más altas jerarquías y la Guardia Civil situándose fuera de control haciendo proclamas políticas y provocando un escándalo tras otro.

El cómico episodio del paracaidista estrellándose contra una farola en el momento más solemne del desfile del sábado es una anécdota, pero es una anécdota significativa. España quiere aparentar que es una cosa, pero es otra. Los submarinos no flotan. Las fragatas se hunden de repente. Los barcos que tienen que rescatar a pilotos estrellados se embarrancan. Los misiles de sus aviones se le disparan sorprendentemente a pocos metros de la frontera rusa. En el barco insignia de la armada se encuentran 127 kilos de cocaína y nadie acaba teniendo la culpa. Hay medio ejército del aire investigado por facturas falsas y los miles de millones que el Estado se gasta sólo aparecen en titulares para explicar cómo se han tirado a la basura. Como bien explica el teniente Luís González Segura, en estas últimas semanas hemos visto tres muertos, dos aeronaves estrelladas, un buque de setenta millones de euros convertido en chatarra por la negligencia de un mando que lo hizo encallar en un lugar donde era evidente que encallaría y el ridículo internacional de enviar un barco a recoger unos migrantes que sería más fácil de enviar en avión y darse cuenta, una vez llegados al puerto, de que no pueden entrar porque no habían mirado los tamaños.

Hoy, hay pocas cosas más paradigmáticas a la hora de retratar qué es el Estado español que el contraste entre la imagen que sus uniformados pretenden dar y la realidad. Ver las nucas de los guardias civiles y policías durante el juicio diciendo que los votantes del Primero de Octubre les daban miedo con las miradas es aún más ridículo y grotesco que el papel que hicieron aquellos días. No encontraron ni una sola urna. Ninguna. Y no deberíamos olvidar nunca qué pasó en el único municipio donde los ciudadanos tomaron la decisión de ir a buscarlos en lugar de esperarlos. el vídeo (https://twitter.com/vilaweb/status/914526735072399360?lang=ca) que enseña el espanto de la Guardia Civil en Montroig dando marcha atrás mientras el pueblo los persigue lo deberíamos mirar una y otra vez estos días para aprender quiénes son en realidad. Les gusta usar frases de cómic barato, ‘somos invencibles’, ‘somos el huracán’ y estupideces de este nivel. Les gusta pegar a ancianos indefensos y a gente que saben que no les responderá. Sobar mujeres mientras las arrastran e insultar políticamente a los ciudadanos. Pero luego va y lloran porque no cenan croquetas o mienten cuando los pillan tomando unas cervezas con las armas en la mano, provocando en Vilafranca. Y, en un delicioso gesto soviético, agradecen que El País, digamos la Pravda, salga a defenderlos proponiendo la demencial teoría de que las botellas ya estaban en la mesa cuando ellos se sentaron. La prioridad del régimen ha dejado de ser la gestión de la realidad para pasar a ser el apuntalamiento de la mentira.

Pero el caso de las cervezas en Vilafranca no es nada al lado del mayor episodio de manipulación de la realidad que seguramente hayamos visto nunca y que no ha sido sino la persecución política contra Cataluña dibujada como si fuera un juicio a su Tribunal Supremo. Porque aquí el apuntalamiento de la mentira ha tenido consecuencias demoledoras también para la estructura misma del Estado.

En estos últimos meses, Josep Casulleras Nualart ha diseccionado aquí en VilaWeb, con una paciencia infinita y con una documentación que le ha llegado a enterrar y que ha manejado admirablemente, la farsa absoluta en que se ha convertido este juicio. Y hoy, en este artículo, nos da las claves de todo ello a pocas horas para saber la sentencia. Del mismo extraigo una frase que lo dice todo: ‘Toda una causa construida sobre el esquema de la rebelión, es decir, de la violencia planificada y desarrollada para romper la unidad de España, ¿para terminar en una sedición?’ Toda la instrucción de Llarena se construyó sobre la rebelión. Llarena usó la rebelión para llevarse irregularmente el juicio a Madrid y para impedir que los presos y los exiliados elegidos en las elecciones del 21-D pudieran ejercer sus derechos como diputados en el parlamento, impidiendo al presidente Puigdemont retomar el cargo. Porque era rebelión lo que se juzgaba, Oriol Junqueras, Jordi Sánchez, Josep Rull y Jordi Turull no han podido ejercer sus derechos de diputados, y el mismo caso para Raül Romeva en el Senado. La acusación de rebelión, llevada hasta el final, ha permitido, con una interpretación forzada e inédita de la legislación, socavar los derechos fundamentales de diputados electos -sigo con la explicación de Casulleras- y construir un relato mediático y político demencial -el adjetivo es mío- capaz de calificar a los dirigentes independentistas de ‘golpistas’, de construir un discurso sobre una violencia inexistente en Cataluña relacionada con el independentismo que estas últimas semanas se ha intensificado y se ha llevado al extremo con la detención de siete independentistas, que están encerrados en la cárcel, en régimen de aislamiento o de semiaislamiento acusados ​​sin pruebas de terrorismo. ¿Y ahora no habrá rebelión?

Si esto se confirma, la suciedad de la maniobra será imposible de discutir y demostrará el nulo respeto por la democracia, por la justicia, por las formas y el mandato de la ley que reina en España. Después del Primero de Octubre, el Estado español decide que debe frenar como sea el movimiento independentista aunque su actuación se haya movido siempre en el marco del debate político y buscando la negociación. Y decide que lo hará decapitándolo, incluso si tiene que pagar el precio de enviar definitivamente a la basura la credibilidad de la justicia. Y de este modo, modula la calificación de los hechos entre la rebelión y la sedición no en función de la realidad de los hechos que se juzgan sino en función del apuntalamiento de la mentira, en función de la oportunidad política interna, haciendo añicos la separación de poderes, o del miedo de las posibles desautorizaciones que vendrán por parte de Estrasburgo o del propio Tribunal Constitucional. Y se deja absolutamente de lado la absolución o la acusación por una simple desobediencia, porque si no sería escandaloso haberlos tenido cerrados dos años en prisión preventiva. Pero como tenerlos encerrados era lo único que les importaba, fueron apuntalando una mentira con otra mentira y con una más, hasta que han perdido por completo la perspectiva de la realidad y el escándalo ha estallado, lo que les ha dejado muy desnudos y retratados. Esto no ha sido un juicio. Ha sido el uso de un tribunal como peón en un ataque político que ha destruido la política y la democracia. Además, sin un resultado suficiente. Yo no sé qué pasará a partir de mañana, pero me parece que se abre una nueva etapa que puede durar un tiempo y que dejará al Estado exhausto por poco que los ciudadanos sepamos convertir este escándalo político mayúsculo en el ariete capaz de cuestionar la legitimidad de la monarquía y de España. Y es eso que hay en juego esta semana y por eso están tan nerviosos. No es previsible que pase nada que arregle la situación en las próximas horas y rápidamente. Pero si la confrontación sube varios grados, entonces España tendrá un problema tan grande, después de todo lo que ha hecho, que la pondrá al lado del abismo, y a nosotros en la puerta de la libertad.

 

Entre otros motivos, porque Pedro Sánchez dijo que esto era rebelión. Ya lo dijo cuando aún era jefe de la oposición. Y él ha sido la pieza clave en la bunquerización del Estado, con lo cual ha arrastrado al PSOE junto al fascismo en un movimiento que me permitirán que reivindique que ya hace varios años que expliqué que pasaría. Y no le quedan salidas. Salvo pactar con el PP y romper, por tanto, el sentido de la transición que se construyó para apuntalar el régimen a través del pacto, sobre todo, con el PSOE, precisamente. En esto, Sánchez tiene un punto de Yeltsin. Él no es un patriota español, no le importa qué pasará con su país. Sólo le importa él. Y por eso ha llevado la situación a un extremo demencial. En ningún país del mundo, nunca, el partido en el gobierno convoca elecciones con el ánimo de que haya conflictos. El partido en el gobierno siempre quiere que todo esté lo más quieto y estable posible y, si acaso, es la oposición que quiere situaciones inesperadas, a ver si pesca algo. ¿Cómo explicar, pues, que Sánchez rechace formar gobierno con Unidas Podemos y convoque elecciones sabiendo que por medio estará la sentencia? Aún más: ¿cómo se explica que, si no tuviera bastante, todavía se ponga a remover la momia de Franco, provocando más inestabilidad aún? La única explicación posible es el cálculo electoral. El suyo y basta. El cálculo electoral y una ignorancia y una prepotencia y una ambición que permiten compararlo con Yeltsin. Para ganar unas elecciones es capaz de quemar un país. Helo aquí.

 

¿Cómo cae un imperio?

 

Vuelvo a la URSS, para terminar. Desde aquel día en que vi con un estupor difícil de contener cómo se bajaba por última vez la bandera de la hoz y el martillo de las torres del Kremlin, he tenido un interés inmenso para comprender qué y cómo había pasado. No sólo por razones biográficas, personales, si lo quieren así. También para aprender las lecciones. ¿Cómo cae de repente un imperio enorme? ¿Cómo caen los grandes regímenes? ¡Qué gran tema para cualquier periodista y para todos los ciudadanos!

Por eso, desde entonces he leído docenas de libros, he sostenido no sé cuantas conversaciones en torno a estos hechos, he visto tantas películas como he podido, todos los documentales, he estudiado los papeles hechos públicos de la época, a la búsqueda del más mínimo detalle. Y de todo ello he sacado tres grandes enseñanzas que creo que hoy estoy en la obligación moral de aportar a los lectores, para que mañana y en los días que vengan puede ser importante tenerlos en cuenta.

El primero es que no hay nada, ninguna entidad política, que no se pueda derrotar. No se crean que hay nada imposible ni que hay algo que no se pueda conseguir. No crean a nadie que se lo diga. Ningún país es invencible, ningún Estado lo es, todos los gobiernos pueden caer, ninguna estructura política es lo bastante resistente como para estar segura de que mañana continuará como está, mandando allí donde manda. Invariable, sin tener en cuenta la voluntad de la gente.

La segunda es que en todas las revoluciones hay siempre un momento Txernòbil. En Yugoslavia, fue la ruptura de la rotación de la presidencia federal. En Túnez, fue el suicidio de un pobre muchacho, Mohamed Bouazizi, que cogía pescado sin permiso y fue atacado por la policía. En Hong Kong, ha sido una ley de extradición perfectamente prescindible pero que la ceguera del poder no ha sabido dimensionar. En nuestro país, es muy posible que este momento Txernòbil fueran el primero y el tres de octubre de 2017 y que ahora, como también ocurrió en el Txernòbil original, estemos ante una réplica monumental que el poder ya no puede contener. España hizo lo que hizo en octubre y noviembre de 2017 sin pensar en la estabilidad y la viabilidad del Estado a largo plazo. Porque después de tantas mentiras apuntalando mentiras, ya no sabía ver la realidad catalana. Es ridículo pero impresionante: lo creen. Se creen sus mentiras. Y por eso Felipe VI estaba convencido de que reprimiendo al máximo la ciudadanía y decapitando el movimiento político, al cabo de dos años, el independentismo habría sido derrotado. El problema es que ahora se ve de manera evidente que han conseguido controlar amplias capas de la política, todos estos que nos dicen hoy que no nos movilizamos o que nos movilizamos sólo hasta donde ellos dicen, pero en cambio han encendido la calle mucho más de lo que lo estaba en 2017. Y ese es el error fatal.

 

Porque la tercera cosa que aprendí de la caída de la URSS, y creo que la más importante, tiene que ver con ello. Recuerdo una entrevista con el ucraniano Nikolai Ivanovich Rykov, quien durante un tiempo fue, digamos, el primer ministro de Gorbachov. Rykov era un personaje extraño e inquietante y sus vaivenes políticos posteriores así lo demuestran. Pero cuando todavía era un alto cargo del Kremlin y quizás interpretando mal lo que quería decir la famosa Glasnost, hizo unas declaraciones, brutales como pocas cosas he leído nunca, retratando el poder de Moscú. Decía Rykov: ‘Nos pasamos el día haciendo sobornos y aceptándolos, mentimos en los informes oficiales y luego hacemos que los periodistas mientan cada minuto para que así no se sepa que mentimos nosotros. Nos encanta que nos fotografíen en los podios, en medio de las masas, mientras pensamos en voz baja que podremos mentir infinitamente porque nadie sabe que les mentimos y que, por tanto, no hay que atender la realidad ni hacerle caso. Y entonces, satisfechos y confiados por completo, sonreímos y nos dedicamos a poner una medalla al vecino, que el vecino nos la ponga a nosotros y así vamos haciendo de arriba a abajo y de abajo hacia arriba todo el día’.

El siempre despierto Aleksandr Yakovlev, para mí la mente más privilegiada políticamente de la corte de Gorbachov, cogió aquellas palabras al vuelo para explicar que con ese comportamiento el efecto que se lograría es que la gente se sintiera cansada de ser soviética, harta. Pero fue más allá, advirtiendo de algo que hoy nos deberíamos repetir unos a otros para entender qué podemos conseguir, no sé si esta semana, no sé si este mes, no sé si este año, pero no en un futuro muy lejano, si somos capaces de hacer lo que debemos hacer en respuesta a la sentencia y para conseguir la república. Yakovlev explicó a Gorbachov que el gran peligro era que cuando la gente se harta del todo el poder soviético ya no podría hacer nada. Porque insistiendo en aquella táctica de apuntalar la mentira con más mentiras y evitando tomar las decisiones sobre la realidad y no sobre la autofabricada historia falsa, la credibilidad del régimen se hundiría del todo. Hasta niveles incontestables. Y, entonces, si el pueblo exigía cambios radicales en el poder y lo hacía firmemente y confiado en su fuerza, el Kremlin, simplemente, ya no tendría tiempo para hacer ofertas, para regenerarse, para pactar acuerdos a medio camino o para explorar soluciones donde todos pudieran ganar y la gran Unión Soviética, fuera bajo la forma que fuera, pudiera sobrevivir. No. Simplemente se habría acabado todo y sólo quedaría que un funcionario anónimo bajara la bandera. El final.

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