En el verano del 2012, un grupo de científicos emprendió la exploración de una cueva remota en la provincia de Yunnan, al sur de China. Buscaban el origen de una enfermedad respiratoria, el SARS (síndrome respiratorio agudo grave) en una población de murciélagos en la que se había detectado una versión del virus muy parecida a la que se había propagado entre humanos en el 2002. Durante cinco años tomaron miles de muestras y en el 2017 publicaron los resultados en la revista médica PLoS Pathogens . Shi Zhengli y Cui Jie revelaron que el virus había mostrado una especial habilidad para “saltar” del murciélago a la civeta (un pequeño mamífero capturado para consumo humano) y de esta al hombre. El artículo contenía también una advertencia. En las cuevas de Yunnan habían localizado más tipos de coronavirus (llamados así por su forma vistos al microscopio), con una carga genética cercana a la del SARS, por lo que cabía esperar nuevas epidemias en el futuro.
El pasado 1 de diciembre la advertencia se cumplió. A miles de kilómetros de distancia al norte de Yunnan, un nuevo coronavirus fue detectado en un mercado de la ciudad de Wuhan donde se apilaban en pésimas condiciones tejones, civetas, murciélagos, tortugas, ratas del bambú y otros animales salvajes que son consumidos en esta ciudad de once millones de personas.
El nuevo virus, bautizado provisionalmente como 2019-nCoV2, ha infectado hasta el momento a 9.692 personas y suma 213 muertos. Y ha obligado a las autoridades a declarar la cuarentena más grande de la historia para once millones de personas, a las que ha confinado en sus casas. Las autoridades controlan también los desplazamientos en la provincia de Hubei, 56 millones de personas. El término cuarentena viene del italiano ( quaranta giorni ). Es el número de días que impuso el puerto de Génova a los barcos mercantes en 1348 para evitar que la peste negra entrara en la ciudad. Los cuarenta días no respondían a ningún criterio médico. Eran los cuarenta días y cuarenta noches de ayuno de Jesús en el desierto, según el Nuevo Testamento. Entonces como ahora, el aislamiento es el primer recurso ante una enfermedad para la que no hay vacuna y de la que se desconoce su velocidad de transmisión. Los síntomas son tos, fiebre y ocasionalmente neumonía.
El origen del virus de Wuhan puede leerse como una tenebrosa fábula sobre cómo la especie humana ha llegado hasta el último rincón del planeta para desforestarlo y urbanizarlo. Y ha desatado con ello la reacción de la naturaleza en forma de virus desconocidos. De hecho, el consumo de animales salvajes en África y Asia, consecuencia del crecimiento demográfico, está directamente vinculado con la aparición de epidemias como el ébola (murciélagos, Zaire y Sudán, 1976); el HIV (monos, África central, en los ochenta), la gripe aviar (aves, Hong Kong, 1997) y los parientes cercanos del virus de Wuhan, el SARS (murciélagos, China 2002-2003) y el MERS (murciélagos, Arabia Saudí, 2012).
Dicho esto, el verdadero misterio del virus de Wuhan no reside tanto en sus oscuros orígenes como en saber si China, segunda superpotencia mundial, podrá hacer frente a una crisis de salud pública que ha colocado a sus dirigentes en una situación muy comprometida.
China es hoy el único poder mundial capaz de rivalizar con Estados Unidos. No solo en términos comerciales y militares. También en el tipo de oferta política que propone. China vive formalmente bajo un régimen comunista de partido único. Pero en realidad es una sociedad capitalista dirigida por una poderosa burocracia. El capitalismo liberal que rige en Estados Unidos y los países europeos pone el énfasis en la democracia y las libertades individuales. Y su legitimidad le viene del ejercicio del voto. China, por el contrario, sacrifica esas libertades a cambio de crecimiento y estabilidad. Y ahí está el problema: su legitimidad está en su capacidad para crecer de forma continuada y en no fallar a la hora de garantizar estabilidad y protección a la población. En el capitalismo liberal las elecciones cambian gobiernos. En el capitalismo chino, eso no está en el guion.
La burocracia china puede parecer pesada, pero también es eficiente. Sólo ella es capaz de plantearse una cuarentena sobre una población tan elevada y hacerlo en pleno Año Nuevo chino, cuando 415 millones de personas se desplazan a lo largo del país. Las infraestructuras son también su fuerte. Los chinos son de los que prometen la construcción de un hospital con mil camas en diez días. Su gran desventaja es la falta de transparencia. A los burócratas que están en la base de la pirámide les cuesta dar malas noticias a sus superiores. Y no toman decisiones hasta que la cúspide de la pirámide lo autoriza. Las autoridades locales de Wuhan ocultaron durante semanas la información y reaccionaron tarde al estallido del brote. Ahora ofrecen su dimisión para aplacar una ira que se ha filtrado a las redes sociales. Pero eso no ha evitado el pánico en toda China, la extensión del virus fuera de sus fronteras y la inquietud entre la comunidad de negocios mundial, que teme que la epidemia actúe como un shock para la economía mundial.
El problema para el todopoderoso Xi Jinping es que el futuro del modelo que gobierna depende de un virus del que se desconoce cómo evolucionará en los próximos días. Si resulta ser como el SARS, con una baja mortalidad y una transmisión lenta, los efectos se olvidarán. Pero si las autoridades tardan semanas en resolver la situación y ésta parece escapar a su control, el régimen perderá legitimidad entre sus súbditos. Y China sufrirá un golpe en su credibilidad internacional. Será algo parecido a la crisis de Wall Street del 2007, cuando el mundo descubrió de qué modo gestiona EE.UU. los ahorros del planeta.
La Vanguardia