El indulto que se hace esperar

De todos los derechos del soberano, Immanuel Kant consideraba el indulto el más cuestionable, porque si por un lado realza la majestad, por otro es extremadamente injusto. Kant rechaza la arbitrariedad, el elemento discrecional y personalista en la concesión del perdón. La gracia introduce el capricho en el sistema penal y de esta manera daña la racionalidad de la ley a la que aspira todo régimen ilustrado. La igualdad de la ley para todos y su predictibilidad son condiciones elementales de la justicia, es decir, del equilibrio social apoyado en unos principios de consecuencias calculables.

En el Estado español, hasta la caída de la monarquía en 1931, esta prerrogativa del soberano se anunciaba el nombre del Ministerio «de Gracia y Justicia». En el orden nominal de las funciones de ese ministerio la gracia tenía precedencia sobre la justicia, en correspondencia con el fundamento religioso de la autoridad monárquica. Con esta preordinación se recordaba que la voluntad real, reflejo de la divina, estaba por encima de la justicia humana codificada en la ley. Esto se consideraba natural porque los reyes reinaban en representación de la divinidad. Ahora bien, sólo Dios es legítimo agente de la gracia, como afirmaban los reformistas que refundaron el cristianismo sacándolo del ámbito de las obras y las penitencias y abriendo así la puerta a la secularización y racionalización de la ley. El criticismo de Kant fue una de sus consecuencias.

La pretensión de la derecha de impedir al gobierno español indultar a los presos políticos, con la tesis de que este derecho es exclusivo del monarca, significa una regresión a la idea de la gracia como expresión de la voluntad personal, incoercible e incalculable de una ‘auctoritas’ delegada no por el pueblo sino por la divinidad. No importa que en el universo post-hegeliano la divinidad ya no sea un ente trascendente sino una prosopopeya de la historia. En este sentido, la pretensión de la derecha no es descabellada, pues el régimen no es exactamente secular ni tampoco ilustrado. En el mismo sobrevive demasiada tradición, es decir, demasiados prejuicios, para que pueda convertirse en un organismo genuinamente racional. En este sistema sobrecargado de anacronismos, Felipe VI tiene margen para reclamar exclusividad en la dispensación de la gracia, al igual que su padre se ha convertido en la prueba viviente del principio de indeterminación, pues donde hay personas excluidas de la ordenación legal, la ley no es universal y por tanto no es ley sino privilegio. Ya se ve la consecuencia para el estado de derecho de que haya personas en permanente estado de gracia.

Las vacilaciones y los meandros del gobierno de Sánchez para indultar a los presos políticos se explican por el riesgo, pero no en el sentido de que el presidente español tema dañar el funcionamiento racional de la ley, sino en el de atizar una cuestión que vicia el régimen en origen, la cuestión de la soberanía. ¿Quién manda realmente en España? No es una cuestión filosófica como la que formulaba Ortega y Gasset cuando preguntaba «¿quién debe mandar?» y respondía cínicamente: «quien pueda hacerlo»; es decir: quien disponga de la fuerza para doblegar la voluntad de los demás. No, la pregunta no es de carácter ético, no es quién debería mandar, sino sobre la organización efectiva del poder en el Estado español. ¿Manda el pueblo, de acuerdo con la doctrina de la soberanía popular, el «we the people» de la democracia, una de cuyas funciones primordiales es establecer la justicia? ¿O manda una divinidad entronizada por la fuerza y ​​acatada más que libremente estatuida, como recuerdan a Felipe VI los manifiestos militares de estas últimas semanas? Sánchez y sus aliados parecen tener dudas al respecto, pues se esfuerzan en preservar la ambigüedad ante las manifestaciones de la derecha, cada vez más explícitas, sobre la conveniencia de deshacer el equívoco al modo de siempre.

Pero después de todo, a Sánchez le conviene indultar a los presos, no por la razón aducida de normalizar la relación con Cataluña, propósito que podría haber conseguido hace tiempo y de muchas maneras, sino para reivindicarse como autoridad en una pugna de legitimidad con el principio militar-monárquico. El riesgo está en que este tipo de pugnas, cuando se han producido en España, casi siempre las ha ganado la monarquía, como descubrió un Adolfo Suárez ingenuamente convertido a la democracia, cuando el padre del rey actual decidió apartarlo del poder y él intentó defenderse con el argumento de las urnas. Pero Sánchez, quien ha evidenciado bastantes tendencias autoritarias, sabe que ninguna otra atribución del poder puede competir con el aura que otorga disponer del indulto, pues, junto con el estado de alarma y la imposición abusiva del artículo 155, que ya ha ensayado, es una manera de transgredir los límites ordinarios de la constitucionalidad mediante la suspensión de la norma legal.

Aquí conviene extremar la circunspección para expresarme con el máximo rigor posible, a fin de que los lectores que podrían sentir la tentación de sacar frases de contexto, de adivinar intenciones o tergiversar expresiones e incluso silencios, no reescriban el artículo a su manera. De la premisa de que es injusto encarcelar a alguien por causa de sus ideas políticas y de que, al facilitar el referéndum del Primero de Octubre, los presos y exiliados no hicieron nada más que permitir al pueblo expresar sus convicciones políticas, se deduce la injusticia del encarcelamiento. Dicho por pasiva: la justicia reclama la excarcelación. Que unos salgan, pues, de la cárcel y que los demás puedan volver del exilio es una necesidad de justicia restaurativa.

Queda dicho. Pero, aunque no haya justicia sin cumplirse este objetivo, el indulto nunca puede ser el instrumento que deshaga una injusticia que no ha sido ni esporádica ni accidental sino deliberada, reiterada y agravada por la pasión y la malicia. El indulto, como advertía Kant, sólo confirmaría la irregularidad y la arbitrariedad del sistema. Y si fueran ciertas las sospechas de que este indulto llegará como fruto de un pacto sellado en el actual contexto electoral como cláusula de un intercambio marcado por intereses de partido, entonces no sólo no restauraría nada sino que agravaría la injusticia, profundizando la arbitrariedad inicial.

Conviene que los presos salgan, porque cada minuto que pasan en prisión exacerba la iniquidad cometida. Pero el indulto no sería ninguna reparación, pues dejaría intacta la quiebra del sistema legal español, dañado por la parcialidad ya de antes de la aplicación del 155 y deteriorado después hasta extremos indecibles con el espectáculo del juicio del Tribunal Supremo y las actuaciones de la fiscalía. Tan dañado está, que el Ministerio de Interior, en vista de que el mismo tribunal condenatorio, vulnerando el principio competencial de la función, había revocado el tercer grado concedido a los presos catalanes por el juez de vigilancia penitenciaria, la ha tenido que negar también al cuñado del rey. Pero si en el caso de los catalanes el objetivo era volver a encerrarlos en la cárcel, en el de Urdangarin era sólo el salvar las apariencias y el ministerio ha encontrado la fórmula para que no tenga que reingresar en prisión, sin que la fiscalía se oponga.

Considerado políticamente, el drama de los presos es haber acordado al sistema judicial español la potestad de juzgarlos, aceptando implícitamente que la ley se rige por el principio de equivalencia y el compromiso con la verdad. Autorizando a sus abogados a conducir una defensa racional en un marco carente de ese principio y de ese compromiso, permitieron que unos ‘jueces de la horca’ (1) -de los que condenan por instinto- escenificaran un simulacro de imparcialidad y objetividad. Se dirá que esta es la justicia realmente existente y que es inútil multiplicar los universos para localizar la ideal. Pero los exiliados han demostrado que los principios ilustrados se han abierto camino en otros países. No es platónico, pues, creer que la justicia consistía en no ponerse en manos de la española, capaz, entre otras barbaridades, de repetir un juicio y condenar por segunda vez el acusado que ya ha cumplido la condena para no anularlo. Si en España una justicia racional y desapasionada no es posible, la misma idea de justicia señala el camino para buscarla. Que salgan como sea, pues, pero que el indulto, en lugar de servir para cohonestar los pactos con quien la otorga, sea un aguijón para denunciar el cinismo de quien ha hecho pagar impúdicamente la humillación de poner sal en la herida.

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Roy_Bean

VILAWEB