La singularidad de la situación política que vive Cataluña, desde no hace ni diez años, ha generado palabras nuevas en el vocabulario cotidiano o bien ha dado un sentido específico a otras que ya existían. El primer significado que el diccionario normativo del Instituto de Estudios Catalanes (IEC) otorga a la palabra «proceso» es éste: Manera de encajar las piezas en una acción progresiva. No sé muy bien, a partir de qué momento preciso, se empezó a utilizar esta palabra para referirse al camino emprendido por el pueblo de Cataluña hacia su emancipación política. Hoy, tanto en nuestro país como en España, ‘proceso’ se ha hecho sinónimo de movimiento por la independencia y hablar del proceso es hacerlo en relación a cómo avanza o retrocede éste, a qué propuestas formula o con qué obstáculos topa. El proceso, sin embargo, no es un hecho empezado y ya terminado, sino que es una sucesión, un transcurso, un desarrollo aún no plenamente listo.
Según unos, el proceso se inició en 2010 con la gran manifestación contra la salvajada protagonizada por el Tribunal Constitucional español desfigurando absolutamente el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Otros, en cambio, sostienen que todo empezó con la manifestación del 2012 por una financiación justa y que la voluntad de la gente transformó en un gran clamor por la independencia. Sea como sea, hablamos de siete o nueve años, como mucho, durante los cuales ha habido de todo y bastante. El ‘proceso’, sin embargo, es un recorrido, un camino, un tránsito hacia una meta final: la independencia de Cataluña. No es, de ninguna manera, algo estático, inmóvil, quieto, sino justo al contrario, dinámico, activo, en movimiento permanente.
Desde hace algún tiempo, sin embargo, en el seno del proceso ha nacido el ‘procesismo’, una actitud que parece conformarse con el inmovilismo, para el que la independencia da la impresión de que sea un deseo tan íntimo como inalcanzable, una especie de luz lejana en el horizonte, una utopía bonita a la que nunca se llega, ni se tiene la intención de hacerlo. Los procesistas se mueven con comodidad en la quietud, porque no se mueven del mismo lugar y creen que, no avanzando, refuerzan su posición política y, por tanto, electoral. La independencia se convierte, entonces, no un objetivo creíble, sino en una especie de amenaza al poder español por si vienen mal dadas, un pretexto, una coartada para no dar pasos adelante concretos, ataviarse, al mismo tiempo, con el mejor vestido del diálogo responsable, la moderación formal y el sentido de Estado que, no habiéndolo de otro, acaba siendo sentido de Estado… español.
Para el procesismo, pues, la independencia parece ser una especie de carta escondida, un último recurso a emplear caso de que, en resumidas cuentas, no haya más remedio, es decir, otra salida del laberinto. En ocasiones puede llegar a dar la impresión de que haya quien haga más esfuerzos para presidir la Generalitat enmarcada más en el Estatuto de Autonomía que en la República Catalana independiente, resultado de la voluntad popular. Por ello, el procesismo independentista hace pensar tanto en el federalismo. Se habla mucho, pero no se llega nunca, probablemente porque se está mejor en proceso permanente, más que en el acceso a la meta final.
El federalismo es el recurso histórico que ha empleado la izquierda mayoritaria española para no resolver el conflicto político que genera la existencia de varias naciones en un solo Estado, el cual está, en exclusiva, al servicio de una sola nación y los intereses económicos de las élites que la dirigen. Pero los federalistas no han federalizado nada en un siglo y medio que hace que existen. Si el movimiento se demuestra moviéndose, el federalismo se demuestra federalizando. Como no se tiene la menor intención de federalizar de verdad el poder político, adecuándolo a la realidad plurinacional existente, el federalismo en boca de los federalistas está totalmente vacío de contenido, un simple recurso retórico al que acuden cuando tienen que hacer frente a las críticas de centralismo y nacionalismo español.
A veces, parece que aquí hay también quien convierte la apelación al independentismo en un simple recurso retórico, como otros hacen con el federalismo. Es como una especie de marca de la casa, de señal diferencial que te caracteriza entre los diferentes proyectos políticos, pero no mucho más. Todo el mundo sabe quiénes son y qué son los socialistas, por más que su vinculación con el socialismo o su deseo de llegar a la construcción de una sociedad socialista tenga la consistencia de un papel de fumar. Las palabras socialista, socialismo, los identifican y me trae sin cuidado. O bien el carácter popular del PP, que es una especie de ‘contradictio in terminis’. En fin, me gustaría equivocarme cuando, algunos caminos, se me pasa por la cabeza que hay quien, de hecho, tienen más interés en mantenerse independentista que en llegar a ser independientes. En este caso, la retórica del independentismo, en boca de ciertos independentistas, podría acabar teniendo la misma credibilidad que la retórica del federalismo utilizada por la mayoría de federalistas.
EL MÓN