A medida que en Cataluña se ve más próxima la fecha del referéndum del Estatut, los tres partidos favorables al sí, PSC, CiU e ICV, aumentan la presión sobre Esquerra Republicana para que cambie el sentido de su voto y se incorpore al pelotón de los claudicantes. Lo han probado todo, desde la descalificación y el insulto hasta la coacción y la amenaza. Es tanto lo que se juegan esos partidos que están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de protegerse ante el juicio de la historia. Y es que la campaña de criminalización que han organizado, con la ayuda de la prensa afín, no es más que el fruto de una alarmada impotencia, el recurso desesperado de quienes necesitan servirse de la mentira y de la difamación para destruir a aquél que puede ponerles en evidencia.
De ahí que hayan causado tanto revuelo entre los claudicantes las declaraciones de Alfonso Guerra, presidente de la Comisión estatutaria, al vanagloriarse de haber “pulido [el Estatut] como un carpintero”. Tales declaraciones, sin embargo, no son nuevas. Ya dijo, poco antes del cierre de dicha Comisión, que “Ahora sí se puede aprobar: no hay nación, la financiación es la misma que para el resto de las comunidades y eso de la lengua se debe terminar de reconducir”. Dicen los claudicantes, refiriéndose a Guerra, que “es habitual que los que han tenido que cambiar de posición exageren los motivos” para justificar su voto afirmativo. Pero hay dos detalles importantes que parecen olvidar. Uno: que Rodríguez Ibarra, Chaves y Peces Barba también han dicho lo mismo sobre el Estatut. Y dos: que si Guerra tiene motivos para justificar su voto afirmativo, también los tiene la parte claudicante para justificar el suyo tras la escandalosa amputación que ha sufrido el texto en Madrid. Porque, ¿a quién pretende engañar Pasqual Maragall cuando dice que el nuevo Estatut, comparado con el de 1979, “es de otra galaxia”? Francamente, a no ser que se refiera a una galaxia desaparecida hace millones de años, resulta ofensivo tanto cinismo. Y lo mismo cabe decir del claudicante Artur Mas, que después de haber traicionado a su país tiene la desvergüenza de aspirar a presidirlo.
Se está cometiendo un fraude histórico a la sociedad catalana, y Euskal Herria debería tomar buena nota de ello para no caer en la misma trampa. El pacto Mas-Zapatero es la suma de unos intereses políticos recíprocos que nada tienen que ver con los intereses nacionales de Cataluña. Ello es así porque el proyecto españolizador del PSC y la rentable gestión del victimismo que siempre ha hecho CiU necesitan garantizarse 25 años más de vida en el poder. Que sea un poder enano les da igual porque su máxima felicidad consiste en tomar regularmente el puente aéreo entre Liliput y el centro de su aldeano universo, que es Madrid.
Por suerte, no es sólo ERC quien se da cuenta del engaño. En la multitudinaria manifestación del pasado 18 de febrero en Barcelona había miles de personas que no son votantes de ese partido y que, no obstante, estaban allí para reivindicar que ningún pueblo es libre si no lo es también la voluntad de su Parlamento. Digamos que si el fraude de los claudicantes no fuera tan grave, casi sería enternecedor observar hasta que punto son capaces de mentir para enmascarar su traición. Su gran argumento, repetido hasta la saciedad, es que “este Estatut es mejor que el anterior”. No se dan cuenta de cuan delator puede ser el lenguaje, puesto que una frase como esa, además de revelar claramente el conformismo de quien la pronuncia, indica estupidez. ¿Consideran tal vez, los claudicantes, que cabía la posibilidad de que el nuevo Estatut fuese peor que el anterior? ¿Era ese su punto de partida como negociadores? La verdad es que con gestores tan hábiles no es difícil recordar la frase de Groucho Marx, en Sopa de ganso, tras montarse cinco veces en el sidecar de la moto presidencial y verla partir sin él: “Es la quinta vez que salgo de casa y todavía no he estado en ninguna parte”. Así se entiende la oposición de CiU e ICV a la propuesta de ERC de que en la campaña explicativa sobre el Estatut, el texto resultante no se compare tan sólo con el de 1979 sino también con el que aprobó el Parlamento de Cataluña antes de ser fulminado en Madrid. Es la manera de que los catalanes se aperciban de lo lejos que iban a ir cuando salieron de casa y como, al final, no han pasado de la acera de enfrente.
“Es que el Estatut que salió del Parlament ya no existe”, dicen los claudicantes. Muy bien. ¿Y por qué no existe? ¿Están dispuestos a confesar que la causa de esa desaparición es la mezquindad e hipocresía de quienes han antepuesto sus intereses electorales a los de Cataluña? Está claro que la infamia que han cometido es tan grande que solamente comparando el nuevo Estatut con el raquítico y obsoleto de 1979 pueden disimular su indignidad. Son los mismos que cuando hablan de Cataluña siempre la comparan con Murcia o Extremadura en lugar de hacerlo con Austria o Dinamarca. Es su único recurso para hacernos creer que el Parlamento de Cataluña es algo más que una simple cámara regional.
Cataluña, no hay duda, necesita un relevo urgente de casi toda su clase política. Un relevo generacional a fondo. Es inadmisible que aquellos que encarnan algunos de los aspectos más tristes de la naturaleza humana, la cobardía, la pusilanimidad y la sumisión, pretendan dirigir la Cataluña del próximo cuarto de siglo e hipotecar su derecho a decidir por sí misma. Por autoeliminación del resto de las fuerzas parlamentarias, sólo hay un partido, por lo pronto, en el que la Cataluña adulta pueda confiar, y ese partido es Esquerra Republicana. Si Esquerra, sin embargo, no se da cuenta de la oportunidad que le brinda la historia y no da un voto negativo a este fraude vergonzoso que es el nuevo Estatut de Liliput, no sólo se convertirá en cómplice del mismo, también caerá en un pozo muy profundo del que tardará mucho tiempo en salir.