Hasta hace muy pocos años, a nadie se le ocurría pensar en una lengua en términos económicos. La cuestión idiomática era el privilegio exclusivo de los filólogos, unos misteriosos especialistas que sabían la vida y milagro de cada palabra, pero muy pocos advertían que, más allá de su valor literario, un idioma poseía un valor económico y político.
En realidad, era olvido de nuestra generación, porque ya Antonio de Nebrija (Lebrija, 1444-Alcalá de Henares, 1522), cuando presentó a la reina Isabel de Castilla la primera Gramática de la lengua castellana, le decía: «Siempre la lengua fue compañera del imperio, y de tal manera lo siguió que justamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de ambos». Avalaba esa afirmación con una descripción del apogeo y decadencia de los hebreos, los griegos y los latinos, lo que nos está anticipando que no es casual que el inglés tenga el lugar que tiene, luego de una globalización de dos siglos presidida por Gran Bretaña y esta de hoy impulsada por empresas multinacionales y comunidades científicas predominantemente norteamericanas.
Agregaba Nebrija en la misma dedicatoria (y estamos nada menos que en 1492, el año bisagra de la caída de Granada, el último reino árabe, y el descubrimiento de América): «Cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a Vuestra Real Majestad, y me preguntó que para qué podía aprovechar, el muy reverendo padre Obispo de Ávila me arrebató la respuesta, y respondiendo por mi dixo: que, después que Vuestra Alteza metiese debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento aquellos tenían necesidad de recibir las leies quel vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua, entonces por esta mi Arte podrían ver en el conocimiento della, como agora nos otros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín. Y cierto assí es que no solamente los enemigos de nuestra fe que tienen la necesidad de saber el lenguaje castellano, más los vizcaínos, navarros, franceses, italianos y todos los otros que tienen algun trato y conversación en España…».
Nebrija aún no tenía la noticia del descubrimiento colombino, pero premonitoriamente advertía a la soberana que no podría administrar un vasto territorio de gentes con lenguas diversas sin tener un instrumento común de relación.
La cuestión está hoy planteada muy en serio y una investigación que conduce el economista José Luis García Delgado, con un equipo formidable de técnicos a quienes apoya la Fundación Telefónica, fue presentada estos días en Montevideo en un seminario sobre El valor económico del español. Programado inteligentemente por Enrique Iglesias como actividad previa a la Cumbre Iberoamericana, se apuntó así al núcleo mismo de nuestra comunidad, que posee en la lengua el cimiento cultural que le da raíz y estructura.
Los trabajos fueron muchos y apasionantes, y por cierto no están concluidos, porque cuantificar un valor económico no es tarea sencilla, aunque se la asume como posible y en ello ya se avanza. Para empezar, se sabe que el idioma castellano -español después de la colonización de América- lo hablamos 438 millones de personas, 40 millones en países donde no es lengua oficial (EE UU a la cabeza, con 36 millones de hispanohablantes). Y se sabe también que seguirá creciendo en las próximas décadas más rápido que el francés, el inglés, el ruso y aun el chino. Se comprobó con hechos que el español estimula las transacciones comerciales entre los miembros de la comunidad iberoamericana, aportando reducción de costes y una mayor confianza en las relaciones empresariales. También se demostró que la lengua favorece -cuatro veces más- la elección de España por parte de los inmigrantes, al ser más fluida la integración social. No es, pues, extraño que el 40% de la inmigración en la Península provenga de países hispanohablantes. O sea que hay un activo económico muy importante, que a esta altura debe seguirse enriqueciendo con investigaciones y perspectivas.
Naturalmente, no todas son mieles. Las investigaciones demuestran que en las infraestructuras de conexión a Internet estamos terceros, detrás del inglés y -todavía- del francés. Y que la presencia en la Red de páginas web en español es de 106 cada 10.000 habitantes, mientras alcanza a 520 en el idioma francés y 5.111 en el inglés. A su vez, el acceso a la Red se da sólo en un 14% de hispanohablantes, cuando el promedio de los anglosajones es de 62% y el de España el 44%. Del mismo modo, si bien hay unas 350 escuelas o academias de enseñanza del español en países donde no es oficial, esta modalidad educativa debería perfeccionarse y multiplicarse, incluso afirmando el nivel de este profesorado especial, que aún hoy carece de una titulación propia. Estos resultados aún pobres están íntimamente vinculados al desarrollo de las economías y el nivel educativo. Baste pensar que mientras en España el 25% de sus habitantes tiene un ordenador o computadora, en el mundo anglosajón se llega al 72% y en el conjunto de los hispano parlantes apenas al 13% de sus habitantes.
De lo que resulta que si bien es muy gratificante el auge que posee hoy nuestra lengua, especialmente en Estados Unidos, está claro que no somos relevantes en la sociedad de la información a la que hoy, nos guste o no, pertenecemos. Debemos proyectarnos en ella, mejorando sustancialmente nuestra presencia en la Red, alcanzando un mejor porcentaje en las publicaciones científicas y desarrollando con mayor eficacia la enseñanza del español como lengua extranjera.
Lo positivo es que nuestra velocidad de expansión es mayor que en el resto, pero saber gráfica y cuantitativamente dónde estamos, y cuánto estamos de lejos, es un gran mérito de esta investigación que va delineando un programa para los gobiernos. Aun sin aspirar al imperio con que soñaba Nebrija, no hay duda que nuestro desarrollo económico pasa también por enriquecer nuestro patrimonio idiomático.
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.