El envase y el contenido

Es una de las aseveraciones que más hemos oído estos últimos dos años, y que más oiremos durante las próximas semanas: España es un estado de derecho perfectamente homologable y tan respetuoso con los derechos y las libertades como sus vecinos de la Europa Occidental.

Ahora bien, si esto fuera así, ¿cómo se explica que un centenar de parlamentarios de la República Francesa hayan firmado manifiestos que critican la represión contra el independentismo catalán, y que tribunales belgas y alemanes hayan rechazado las demandas de extradición emitidas por Madrid, y que tantos académicos británicos expresaran su solidaridad con la consejera Clara Ponsatí, y que el presidente Puigdemont -un golpista prófugo, según la doctrina oficial española- sea invitado a foros de debate internacional y recibido, el otro día, por las primeras autoridades del cantón suizo de Ticino, y …? Si el comportamiento jurídico-político del Estado ante el problema catalán resulta tan impecable, ¿por qué ha sido necesario crear -y financiar el artefacto propagandístico llamado secretaría de Estado para la España Global, destinado a contrarrestar las «mentiras separatistas»? ¿Acaso las evidencias no se demuestran solas?

En mi opinión, el núcleo de la cuestión radica en la diferencia entre envase y contenido. Desde el punto de vista externo, formal, resulta obvio que España no es una dictadura basada en la arbitrariedad y la discrecionalidad, sino un régimen con separación de poderes donde cualquier decisión de los órganos de gobierno debe estar sujeta a una norma jurídica escrita y publicada, en un marco legal preestablecido y conocido. En último término, el ‘estado de derecho’ quiere decir esto. La ‘calidad’ de este estado de derecho, pero (el rigor de la independencia judicial o la existencia de jueces con servidumbres ideológicas flagrantes, la estrechez o la amplitud con que autoridades y judicatura interpretan los derechos y las libertades, la manera de hacer de las policías, etcétera), ya no depende de la letra de las leyes, sino de la cultura política de aquellos que las aplican y de la sociedad que los observa. Es aquí donde, por razones históricas, España -el ‘establishment’ español- se distancia de muchos de sus socios en la UE.

Cuando hablo de razones históricas, no me refiero sólo al franquismo. Hace ciento diez años, España era una monarquía constitucional y parlamentaria, un estado de derecho formalmente similar al Reino Unido o Bélgica. Pero, confrontado con una crisis interna -la Semana Trágica de Barcelona-, respondió a ella con una brutalidad y una desmesura represivas que escandalizaron e indignaron a Europa. Por segunda vez en pocos años -la primera había sido a raíz del Proceso de Montjuïc, en 1897-, las capitales del Viejo Continente se llenaron de reuniones contra la represión de los «nuevos inquisidores», de manifiestos de intelectuales, de preguntas parlamentarias…

¿Y cuál fue la reacción del ‘establishment’ español? Se la resumiré a través de los documentos que ha exhumado el joven colega Gerard Rojo Hervas en el espléndido trabajo de fin de máster que presentó hace unas semanas en la UAB: ‘El impacto del fusilamiento de Francesc Ferrer i Guardia (1909)’.

Centrando el análisis en la correspondencia del embajador de España en Londres, Wenceslao Ramírez de Villaurrutia, el trabajo citado muestra cómo el diplomático imputa todas las protestas en la agitación promovida por «anarquistas y socialistas», librepensadores y masones, en complicidad con algunos malos españoles exiliados, empeñados en «denigrarnos en el extranjero». Todos juntos, explotando «la credulidad y el romanticismo de estos ingleses», convencidos de que «debe hacerse en toda partes como en Inglaterra»; es decir, que los procesos se deben hacer con las máximas garantías de imparcialidad, que los consejos de guerra no deben juzgar civiles, etcétera. ¿Les suena la música?

El 7 de septiembre de 1909, el embajador telegrafiaba a Madrid este autorretrato del talante, de la cultura democrática de los más altos servidores del Estado: «Grande fue la satisfacción que tuvimos en esta Embajada al saber la captura de Ferrer, y mayor hubiera sido si con esta noticia hubiese llegado la de que, al intentar escaparse, había sido muerto por sus captores; porque mucho me temo que salga de nuevo absuelto y entretanto vamos a tener en España y fuera de España una campaña de prensa y meetings alimentada con dinero del propio Ferrer”.

Contra los temores del diplomático, esta vez Ferrer -que, en 1906, había tenido que ser absuelto por falta de pruebas en el juicio por la «bomba de la calle Mayor» de Madrid- no se escapó de la red represora, por la sencilla razón de que el poder había decidido liquidarlo sin necesidad de pruebas, y lo hizo fusilar como «autor y jefe» de una rebelión que había sido acéfala y espontánea. En cuanto a Villaurrutia (a quien Alfonso XIII, el bisabuelo de Felipe VI, hizo marqués), la apología de la ‘ley de fugas’ -o de la ejecución extrajudicial- no le impidió culminar una brillante carrera como académico y embajador en Roma y París. Al parecer, y descontada la pena de muerte, sus ideas siguen vigentes en el servicio exterior español.

ARA