En este fin de semana ha continuado la escalada de protestas en Estados Unidos, que comenzaron a raíz del asesinato de un hombre afroamericano, George Lloyd, por la policía de Minneapolis. Las protestas se han extendido por todas las grandes ciudades, todavía en medio de la pandemia, y la Guardia Nacional, la rama de las fuerzas armadas que depende de los gobernadores, se ha desplegado en varios lugares para tratar de controlar una revuelta que parece que costará aplacar.
El asesinato de George Lloyd, a sangre fría y ante testigos, llega en medio de una crisis económica sin precedentes y ha hecho resonar el pecado original de la nación americana. La expresión ‘pecado original’, de fuerte raíz religiosa, hace referencia tradicionalmente a que los Estados Unidos se crearon como una de las democracias más avanzadas y revolucionarias del mundo, pero lo hicieron aniquilando por completo las poblaciones indígenas y manteniendo la institución de la esclavitud de los afroamericanos: este es el ‘pecado original’ que persigue incesantemente a la sociedad americana, década tras década.
Especialmente porque este asesinato, como cualquier otro parecido, debe interpretarse inevitablemente en el contexto de un problema más general: el racismo. Porque se añade a la lista de muertos afroamericanos por la policía durante estos últimos tiempos (Breonna Taylor, Ahmaud Arbery o ahora George Floyd) y a la crisis económica del coronavirus, que ha perjudicado de manera muy sustancial y diferente a las poblaciones negra y latina, a las minorías, en definitiva. Pero también se añade a un comportamiento significativamente diferente del poder según si eres miembro de una comunidad determinada o de otra. Floyd murió el lunes y el policía que lo mató no fue acusado hasta el viernes, cuando el escándalo ya era monumental. Esto ponía de relieve no sólo la diferente vara de medir una posible culpabilidad -un afroamericano siempre es sospechoso, por el hecho de serlo-, sino también la diferente vara de medir en cuanto a la reacción a un hecho indiscutible, pues el asesinato está más que documentado en vídeo.
La reacción en Estados Unidos es, por un lado, de desesperación de una población, la afroamericana, que ve que no hay cambio sustancial alguno ni habiendo pasado uno de los suyos por la Casa Blanca. Pero, por otro lado, también hay una reacción muy importante y muy visible de ciudadanos de cualquier origen, incluidos policías, que reclaman medidas para encarar y resolver finalmente este ‘pecado original’, gente que no se siente cómoda ni se siente digna viviendo en un país donde, como dice el famoso eslogan de protesta, no se ha demostrado que la vida de una persona tenga el mismo valor que la de otra.
Y esta desesperación de una parte de la sociedad americana sugiere un gran tema, que también tiene interés en nuestro caso particular. ¿Cómo puede ser que en un sistema democrático, con instituciones que funcionan con normalidad como instituciones democráticas, pueda haber comportamientos de este estilo, que hacen sentir a una parte de la población que no vive en democracia? ¿Qué explicación tiene esto que ocurre en Estados Unidos o, también, en el Estado español?
La explicación, al menos el marco teórico que puede dar respuesta a esta aparente contradicción, tiene que ver con el concepto muy interesante, pero poco desarrollado, de ‘democracia étnica’. Concepto que curiosamente fue un español, Juan Linz, el primero en formular, aunque es el sociólogo israelí Sammy Smooha (1) quien ha trabajado más para popularizarlo y entenderlo.
Por ‘democracia étnica’ se entiende aquella situación en la que un mismo sistema político combina una estructura de dominación y represión étnica con el reconocimiento de los derechos democráticos, políticos y civiles para toda la población, incluidas las minorías. De acuerdo con este esquema, no son perseguidos necesariamente y en todo momento todos los ciudadanos que pertenecen a un grupo nacional (no es por tanto una ‘democracia Herrenvolk’, como se definía el ‘apartheid’ sudafricano), pero en cambio todos los miembros de una minoría nacional saben que son sospechosos de una manera especial y que serán tratados de manera discriminatoria en el caso de que les pase algo, precisamente debido a que no pertenecen a la ‘nación central’, que monopoliza el control del Estado. De modo que la misma pelea de bar te envía a la cárcel durante muchos años si pasa a Altsasu y eres vasco o ni siquiera interviene la policía si pasa en Madrid y los participantes son españoles. Y la misma policía te pega violentamente si intentas votar la autodeterminación en Cataluña aunque sea legal pero no te pega y te deja hacer si eres un nacionalista español, aunque te manifiestas violando el estado de alarma y las medidas estrictas de confinamiento decretadas por el mismo gobierno. O, volviendo a los Estados Unidos, sabes que si eres afroamericano, como ha vuelto a demostrar el caso Lloyd, tienes muchas más posibilidades de ser detenido que si no lo eres. En un caso y en otro el comportamiento del Estado, y aún más del Estado profundo, es diferente no por los hechos que ocurren sino por la condición nacional, étnica, de grupo, de los individuos implicados.
El concepto de ‘democracia étnica’ es, por tanto, muy interesante para explicar la aparente contradicción entre la existencia de un Estado democrático y la evidencia de una discriminación constatable. Porque a partir de este concepto se puede construir una crítica radical y fundamentada del sistema, sin estridencias innecesarias ni conceptos muy difíciles de aceptar. Pero al mismo tiempo hay que decir que avisa de dos cosas que me parece que el independentismo tiene que hacer suyas urgentemente.
La primera es volvernos a recordar que sin la expiación del pecado original, por mantener la terminología religiosa, el Estado que es una democracia étnica siempre queda inestable y al final imposible. Incluso cuando parece que gana, pierde. Ni el paso de Obama por la Casa Blanca, por ejemplo, ha servido para estabilizar las consecuencias del racismo. Hasta que no se acabe la causa que crea la discriminación la ‘nación central’ nunca tendrá la oportunidad de volver a pensar en libertad -y el ejemplo más evidente es el caso de Serbia, de la que han tenido que separarse seis estados que dominaba previamente para que ahora, sola, pueda comenzar a imaginarse como una nación normal.
Y la segunda es volver a recordarnos que hay que asumir urgentemente y con todas las consecuencias la condición de minoría nacional de los catalanes en España y Francia. Históricamente, este lenguaje y esta idea no nos ha gustado, pero éste es el camino más sensato y serio para que resulte comprensible la cuestión nacional en el marco de la Unión Europea. Comprensible y asumible tanto la reivindicación en positivo como la explicación, mediante el concepto de ‘democracia étnica’, del formato de dominación que nos ha sido impuesto y del que queremos liberarnos.
PS1. Una gran diferencia, radical, entre lo que ocurre en Estados Unidos estos días y lo que hemos vivido estos últimos años en el Estado español es que una parte, parece que sustancial, de la población norteamericana, no afroamericana, no sólo entiende y acepta perfectamente la legitimidad y la razón de la queja de sus conciudadanos afroamericanos, sino que exige en la calle que se acabe la discriminación: como una reparación histórica absolutamente necesaria y también como única manera de sentirse digna ella misma.
(1) https://sites.google.com/hevra.haifa.ac.il/sammy-smooha
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