El diálogo como excusa

La nueva ministra española de Política Territorial se ha estrenado demostrando que se puede ser el responsable de organizar un territorio sin ni conocerlo ni entenderlo.  Siguiendo la tonada de su presidente -que los catalanes estamos emocionalmente fracturados-, en su primera comparecencia como portavoz del Gobierno, lo que ha sabido decir de Cataluña ha sido lo de la convivencia, además de que «los catalanes hacen coches».  Literalmente, dice que quiere «poner fin a una situación muy dura desde el punto de vista de la convivencia social en Cataluña, y dar tranquilidad a la sociedad catalana».

Más que irritar, el sermón de la supuesta mala convivencia en Cataluña cansa.  Primero, porque no hay evidencia alguna de esta mala convivencia.  Estudios como ‘Convivencia y polarización en Cataluña’, del Instituto Catalán Internacional para la Paz (ICIP) de finales de 2020, señalan todo lo contrario.  Según la encuesta del ICIP, la convivencia en Cataluña es buena.  La confianza entre la ciudadanía es más elevada que la del conjunto de España o la de la media europea.  Y no hay fractura social, y las discrepancias sobre los grandes temas de debate, dice el estudio, no se corresponden con las posiciones sobre el debate territorial.  Es decir, como concluía el ‘Informe sobre la cohesión social en la Cataluña del siglo XXI’, del IEC, y también de 2020, la cuestión territorial no ha contaminado el resto de debates propios de una sociedad plural, avanzada y crítica como la nuestra.  Y, en este sentido, cabe destacar el fracaso de quienes han intentado provocar enfrentamientos para, efectivamente, fracturarnos.  Nada: cosquillas.

En segundo lugar, el empeño de vernos divididos es ridículo, porque quien muestra unos niveles de confrontación francamente elevados es España.  No diré que la suya sea una sociedad fracturada, porque sería caer en el mismo abuso.  Para bien y para mal, los mecanismos para crear vínculos sociales, a pesar de los conflictos, siguen fuertes en todas partes.  De modo que las confrontaciones políticas y sociales en España no tienen nada que envidiar a las de cualquier sociedad similar.  Insistir en la mala convivencia en Cataluña no es otra cosa que una estrategia retórica para despistar sobre el problema político real y crear confusión entre los españoles.  Aquí, fracasan.

En todo caso, la única fractura que hay es la de buena parte de Cataluña con la España política.  Y aquí es donde está la verdadera polarización -bien descrita con el «a por ellos» y afianzada por la sistemática actuación represiva del sistema judicial español- que, lógicamente, genera respuestas críticas y menudo irascibles.  Esta es la fractura que realmente debería preocuparnos y que intentan ignorar desesperadamente, ocultándola a la opinión pública con la argucia de una supuesta mala convivencia en Cataluña.

A la señora ministra, pues, no le debe preocupar querer «tranquilizar» a la sociedad catalana, porque ya estamos tranquilos.  Quizás demasiado.  Y, en cualquier caso, las discrepancias políticas entre independentistas y unionistas las resolvemos de manera democrática, con un referéndum, que es la única manera de hacerlo en las sociedades plurales para asegurar su cohesión.  En cambio, pretender resolver autoritariamente la fractura real con España recurriendo a un marco de represión generalizado, tal vez puede enmascararla un tiempo, pero a la larga profundizará en la división.  Ya se lo encontrarán.

Sin embargo, es comprensible que la ministra y el conjunto del ‘establishment’ español deban autoengañarse a ellos mismos y necesiten embaucar a los demás.  Admitir dónde radica el verdadero conflicto les obligaría a imaginar su nación de una manera radicalmente diferente y dejar de pensar que, como suelen decir, una «España sin Cataluña, no sería España».  Mientras no asuman que no son lo que se piensan, cualquier propuesta de solución verdadera al conflicto los hace ver como unos traidores a la patria.

Es por ello que algunos pensamos que el diálogo sólo es para ganar tiempo.  Los independentistas sí que nos podemos imaginar una Cataluña española, diferente a la que queremos, si un referéndum lo decidiera así.  En cambio, sabemos que al ‘establishment’ español le es intelectualmente imposible -tampoco materialmente, claro- pensarse de otro modo.  Y en estas condiciones, todo diálogo es inútil.

LA REPUBLICA. CAT