El actual y grave atentado a la soberanía del Parlament de Cataluña forma parte, en primer lugar, de la voluntad del Estado español de ganar la batalla al independentismo a través de todo un rosario de agresiones, principalmente judiciales, a las instituciones de autogobierno. Se les responsabiliza de haber alimentado el soberanismo, y ahora quieren revertirse sus efectos reduciéndolas a ser un artefacto inofensivo, humillándolas día sí día también, hasta convertirlas en un instrumento de españolización, como lo que Wert quería que fueran las escuelas catalanas.
Ahora bien, ese envalentonamiento del Estado para volver la autonomía catalana contra los catalanes tiene su raíz en un primer error, digamos un gesto de desconcierto, de nuestras propias instituciones. Me refiero a la dócil aceptación de la aplicación del artículo 155, con dos decisiones que -sí, vuelvan a llamarme ‘lirista’ (1)- no me esperaba. Por un lado, imaginaba que, al menos los diputados independentistas, se resistirían a la suspensión de la legislatura encerrándose en el edificio del Parlament hasta que la policía les echara de forma violenta. La imagen de los diputados desfilando esposados hacia las furgonetas policiales se habría añadido eficazmente al descrédito internacional por la represión policial del 1-O.
La otras decisión que no compartí -lo escribí aquel 31 de octubre aquí mismo-, pero que acepté por lealtad a los entonces líderes perseguidos, fue el acatamiento de la convocatoria anticipada de elecciones del 21-D. Su escasa legitimidad democrática, las condiciones adversas con las que se participaba y la convicción de que el Estado y sus aparatos de propaganda abocarían a condicionar el voto, las hacían inaceptables. Es cierto que la mayoría independentista -aunque el partido más votado fuera Cs, enemigo declarado de Cataluña- fue leída como una gran victoria. Pero no lo era.
En primer lugar, no fue una victoria porque las condiciones impuestas autoritariamente a las elecciones de ese infausto 21-D explican el triunfo del partido que más daño ha hecho a Cataluña. Nacido para dividirnos en lo troncal, la lengua, también lo ha hecho en la escuela y en el uso de la libertad de expresión en el espacio público, y ha creado un clima de crispación nunca visto. Que cuatro años después de Cs ya no quede gran cosa, ni es un consuelo ni hace el mal menos grave, porque ha arrastrado -a su derecha y a su izquierda- a estrategias políticas de futuro pensadas para aprovechar el malestar que ha creado.
Pero, en segundo lugar, no fue una victoria porque contribuyó como nunca a una división del independentismo que no ha dejado de crecer. La oposición de ERC a elegir al president legítimo en el exilio, el papel de la CUP impidiendo la elección de Jordi Turull o el abandono de todos juntos del president Quim Torra al capricho de la Junta Electoral Central, hasta los hechos de ahora mismo, todo es resultado de haber aceptado aquella mascarada de elecciones. Se ha bromeado con las capacidades políticas de Rajoy, pero hay una indiscutible. Rajoy sabía controlar los tiempos de la política, generalmente con una aparente inacción esperando a que pasara la tormenta, pero en esta ocasión con una imprevista rapidez que le permitió dar la vuelta al pulso que había perdido el 1-O.
No sabemos qué habría pasado si el 27 de octubre de 2017 una mayoría de diputados hubiera decidido no abandonar el Parlamento. Y tampoco nunca sabremos qué habría pasado si el independentismo no se hubiera presentado a unas elecciones amañadas, ni cómo habría sobrevivido a un hipotético nuevo govern y Parlament conseguido con menos electores que los del referéndum del 1-O. Pero lo que es seguro es que ahora no estaríamos en esa patética situación en la que, se haga lo que se haga, gana el Estado porque es quien determina las reglas de juego del terreno en el que nos hizo entrar. La aceptación de un marco político indigno ha arrastrado al independentismo a la indignidad, y no será fácil salir de ella.
ARA