El despertar del sueño autonomista

El editorial de esta semana del presidente Jordi Pujol en el boletín del Centro de Estudios que lleva su nombre representa un paso de gigante en el camino de Cataluña hacia la independencia. Y lo es no tanto porque Pujol nos descubra nada nuevo, sino porque lo que más necesita el proceso iniciado hace cuatro de años es ganar plausibilidad. Quiero decir que, en general, los catalanes bien informados ya saben que la independencia es necesaria y deseable. Pero el principal obstáculo que tiene para convertirse en el objetivo de la gran mayoría de catalanes es que sea vista como alcanzable.

Jordi Pujol, pues, quizás no dice nada que no sepamos, nada que no sea de una obviedad que sólo una mentalidad miedosa podría ignorar. Pero, atención, lo ha dicho el presidente Pujol.

A menudo, en mis intervenciones públicas, había sostenido que el día que el presidente Pujol diera este paso se abrirían puertas que hasta ahora eran recelosas para seguir adelante. Solía decir que ya me conformaba si, como mínimo, no ponía obstáculos, como había hecho hasta hace bien poco. Ahora, para los catalanes que aún le tienen una confianza casi somática, su clara toma de posición representará la liberación del apremio mental que les impedía dar el paso a la libre manifestación del sentimiento y de la razón en favor de la independencia.

Ciertamente, podríamos reprochar al presidente su tardanza. Pero me parecería injusto. Jordi Pujol nunca ocultó que no era independentista. Su programa político buscó de manera clara, diáfana y leal el encaje de Cataluña en el estado de las autonomías, siguiendo un ideario que últimamente Pujol había asociado a los nombres de Espriu y Vicens Vives. Esta asociación relativamente tardía siempre me ha parecido un exceso de generosidad que atribuía de manera anacrónica la inspiración del proyecto pujoliano a dos personajes que nunca podían haber imaginado, ni remotamente, el tipo de transición a la democracia que nos esperaba. Eso, o quizás era una forma de justificar el fracaso del proyecto amparándose en los mejores cómplices posibles.

Sin embargo, desde la (mala) resolución del proceso de revisión del Estatuto aprobado en 2006, me ha parecido que el presidente Pujol, poco a poco, iba manifestando el duelo necesario para enterrar definitivamente su proyecto de Estado plurinacional, nunca aceptado en España.

Jordi Pujol no podía ser independentista -y tal vez aún no lo es del todo- de la noche a la mañana sin aparecer como un hombre frívolo, calidad en las antípodas de su genio político. Era una cuestión de seriedad, de lealtad con un proyecto en el que, ni aunque haya fracasado, había embarcado a medio país durante casi veinte y cinco años. Pujol, a lo sumo, había aceptado ser un Moisés involuntario pero que, en ningún caso, nos podría llevar hasta la Tierra Prometida. El presidente ha tardado cuatro años en hacer el duelo. Pero esta semana ha guardado en el cajón el brazalete negro que se había cosido a la manga, y nos lo ha hecho saber.

La sociedad catalana más atrevida, esta que los emprendedores no se cansan de invocar, sabe de todas todas que se han cerrado definitivamente todos los caminos hacia una España federal o plurinacional. En España no quieren oír hablar, en Cataluña no cree nadie, y me temo que sólo Duran i Lleida, por razón del cargo, hace ver que aún es posible. Y, cerrada esta posibilidad, seguir como hasta ahora es «el final de Cataluña como nación, lengua cultura y conciencia colectiva», dice Pujol. Es lo del «ir tirando» tan típico de los catalanes, resignados a la fatalidad de una dependencia letal. Y si no nos resignamos a la desaparición, sólo nos queda la independencia. Una independencia, no hace falta decirlo, que debería estar a la altura del siglo XXI, abierta, cosmopolita, respetuosa con la diversidad, pero garantía de un futuro nacional tan osado, como mínimo, como el de las naciones más avanzadas, prósperas y justas.

Esta semana pasada, comentando el editorial del presidente Pujol en la tertulia de Catalunya Ràdio con Manel Fuentes, el amigo Joan Majó, resistiéndose todavía a la evidencia de los hechos, insistía en que él, a pesar de todo, prefería ser Baviera que Letonia. Es decir, prefería un modelo federal que una independencia raquítica. La rapidez de respuesta que yo no tuve la proporcionó la inteligente llamada posterior de un oyente del programa. Efectivamente, cuando se entra en Baviera, se pueden leer en los letreros de bienvenida de que se trata de un «estado libre asociado», que si nunca se sentía maltratado por Alemania, podría marcharse sin ni pedir permiso

Y, en cuanto a Letonia, si alguna vez Cataluña fuera independiente, por población, por potencia económica, por capacidad cultural, más bien seríamos Holanda o Austria.

En definitiva, se puede soñar castillos en el aire e imaginar que España un día puede ser Alemania, Canadá o Suiza. Pero ha llegado un punto en que los que tocamos con los pies en el suelo sabemos que, a pesar de las dificultades, el único futuro posible y nacionalmente digno es la independencia.

 

ARA