El Constitucional ya se ha pronunciado

En 1715 el margrave Karl Wilhelm de Baden-Durlach fundó la ciudad de Karlsruhe (Karls en honor a él y ruhe que significa descanso), encargando su diseño al arquitecto-urbanista Friedrich Weinbrenner. De este modo, se creó una de las ciudades más bellas de Alemania, en forma de estrella, puesto que sus 32 calles principales parten radialmente, como rayos solares, del castillo barroco central.

Probablemente fuese una casualidad, aunque también el azar tiene su oculta lógica, porque es en esa ciudad, en 1950, en donde se instaló el prestigioso Tribunal Constitucional alemán. Sus funciones, muy semejantes a las que posee el Tribunal español, comportan que sus sentencias irradien su doctrina, como en el urbanismo de la ciudad en que está ubicado, a todo el derecho alemán y que, especialmente se, resuelva las relaciones conflictivas que puedan surgir entre los Estados miembros o Länder y el Estado central. Esta constitucionalización del derecho viene a señalar que el Tribunal Constitucional alemán goza de un gran prestigio en el país y aunque el nombramiento de sus 16 Magistrados lo llevan a cabo los partidos del Bundesrat y del Bundestag, una vez nombrados no implica que sigan sus directrices, puesto que sólo están sujetos a la Constitución y a la ley.

Cuento todo esto porque en España está ocurriendo todo lo contrario de lo que sucede con el tribunal alemán. Aunque nuestro Tribunal, en su vida de 30 años, ha conocido grandes éxitos y algunos fracasos, constitucionalmente hablando, desde que el nuevo Estatut de Cataluña fue recurrido en el año 2006 está deambulando por un camino que le lleva al Gólgota, donde acabaría siendo crucificado. Las razones de este vía crucis son tres. La primera consiste en que se ha tratado de dividir a sus miembros (de los 12 iniciales uno ha muerto y otro ha sido recusado), denominándoles a unos progresistas y a otros conservadores, en función de si aceptan la política estatutaria que defiende el Gobierno, principal responsable de todo lo que está sucediendo. Sin embargo, esta división ni la aceptan los propios magistrados ni es buena para la democracia constitucional española. Sería mejor distinguir, puestos ya a clasificarlos abruptamente en esta hora, entre constitucionales y estatutarios, siendo los primeros los que dan la primacía a la Constitución y los segundos al Estatut. Así de claro.

La segunda razón es, por utilizar términos taurinos, tan queridos a los nacionalistas catalanes, que les han echado a la plaza un toro que está cojo y no es apto para la lidia. En circunstancias normales, se utilizan los cabestros para devolver el toro cojitranco al corral y sustituirlo por otro en buenas condiciones. Dicho en cristiano, el Estatut, como saben los mismos que lo hicieron, es inconstitucional de la A a la Z, porque rebasa con mucho lo que permite la Constitución y las cosas se hubieran arreglado de haber existido el recurso previo de inconstitucionalidad para los Estatutos, que hubiese hecho las veces de los cabestros en la plaza. Pero como se suprimió de forma irrazonable, aunque estuviese justificado sólo para las leyes orgánicas, ahora nos encontramos con que el Tribunal tiene que sufrir esta carencia. Se pretende así que el Tribunal meta por el ojo de una aguja (la Constitución) un camello (el Estatut), siguiendo la famosa parábola. Imposible misión, incluso aunque le corten algún trozo.

Y la tercera razón es la de haber estado sufriendo en estos años una humillación constante por parte del Gobierno (recuérdese la famosa escena del día del desfile) y presiones y coacciones continuas del Gobierno tripartito y de los nacionalistas catalanes en general, que, aunque se escandalice Pilar Rahola y algunos otros, es algo que está tipificado como delito en el vigente Código Penal. La guinda de esta continua cadena de ataques y presiones la representa esa anomalía periodística de un editorial conjunto de varios diarios catalanes, que se podía leer como un aviso al Tribunal, en el mejor de los casos y como una intolerable amenaza, en el peor.

¿En qué se basan los defensores del Estatut para que no se le toque ni una coma, como ha dicho un padre de la Constitución, Miquel Roca, que ha debido cobrar una suculenta minuta con un dictamen para justificar que se viole la Constitución, suprimiendo las provincias en Cataluña, sustituyéndolas por las veguerías, que ni siguiera gozan del apoyo popular? Pues el argumento que esgrimen, en síntesis, es el siguiente: una docena de jueces no pueden echar abajo lo que ha sido aprobado por el Parlament de Cataluña, por las Cortes Generales y por un 78% de votantes, entre un exiguo 49% del electorado catalán. El problema no es otro que el de ignorar, o al menos lo parece, el hecho de por qué existe desde hace un siglo la jurisdicción constitucional en Europa. Si se ha creado es por la sencilla razón de que fortalece la democracia y el Estado de Derecho. En efecto hay que partir de la pregunta de si la voluntad de los ciudadanos (sujetos de la soberanía nacional) es la misma que la voluntad de los representantes elegidos por ellos. De la respuesta a esta cuestión depende la legitimidad de la justicia constitucional, pues si hubiese una identificación total, sin fisuras, es decir, si el Parlamento fuese la encarnación idéntica del pueblo soberano, el control de la actividad legislativa de los representantes por unos jueces entraría en contradicción con el principio democrático. Esto es, se trataría de saber si la voluntad del pueblo no puede existir fuera de la voluntad expresada por sus representantes. Controlar a éstos sería entonces ir contra la voluntad popular.

Por el contrario, si, como ocurre con mucha frecuencia, hay una clara diferenciación entre la voluntad de los gobernados y la de los gobernantes, el control de la ley votada por los legisladores no es contraria al principio democrático, puesto que lo que se está controlando es la voluntad de los representantes y no la de los representados. Más aún: lo que el Tribunal Constitucional controla es si una ley, llámese Estatuto o no, coincide con la voluntad del pueblo que se halla encarnada en la Constitución, aprobada por el referéndum de toda la nación y no sólo de una parte de ella. Aquí se encuentra por tanto la justificación democrática de nuestro Tribunal Constitucional. Por supuesto, ello no significa ni mucho menos que tanto el conjunto del pueblo soberano, como los propios miembros del Tribunal Constitucional, tengan que votar igual. La democracia se rige, como es sabido, por el principio de las mayorías, que pueden ser simples, absolutas o cualificadas, y, en consecuencia, se entiende que, respetando los derechos de las minorías, las decisiones que tomen las mayorías deben ser aceptadas por todos.

Pues bien, llegados aquí es como hay que interpretar lo que ha sucedido en el Tribunal Constitucional el viernes pasado. Después de casi cuatro años desde que entró en el Tribunal Constitucional, el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut, y dejando aparte el tema de las recusaciones, el de la no renovación de varios magistrados y el de la inconstitucional reforma de la Ley Orgánica del Tribunal, se habían celebrado cuatro debates sobre sendos borradores de dictámenes de la ponente Elisa Pérez Vera, que no lograron un mínimo consenso entre los magistrados. El viernes pasado la presidenta reunió, tras unos encuentros anteriores, al pleno del Tribunal, que en estos momentos son 10, cumpliendo así con el artículo 14 de la LOTC, en donde se establece que para tomar acuerdos deberán estar presentes al menos dos tercios de los que lo compongan en cada momento, en este caso más de los requeridos. Tras los debates y la exposición de cada magistrado se pasó, por primera vez, a la votación sobre el quinto dictamen de la magistrada Pérez Vera y el resultado fue el de seis a cuatro a favor de los constitucionales, en contra del dictamen que, según se desprende, no es lo suficientemente amplio para ellos en la exposición de la inconstitucionalidad del Estatut. De acuerdo con el artículo 90 de la citada ley, el acuerdo se adoptó por mayoría de los presentes, en este caso por mayoría absoluta. Por tanto, la cuestión está ya zanjada: el Estatut es inconstitucional, al menos parcialmente. Se deben acabar así las presiones del presidente del Gobierno, del ministro de Justicia, del presidente de la Generalitat y de demás corifeos. Es más: si la presidenta ha decidido hacer público el resultado de la votación, en contra de lo que dice el artículo 233 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que es norma supletoria para el Tribunal, señalando que «las deliberaciones de los Tribunales son secretas y que también lo será el resultado de las votaciones», quiere decirse que nos hallamos ya ante una sentencia definitiva, aunque provisional, valga la paradoja. Porque el Estatut, con el dictamen más favorable posible a su legalidad, ya ha sido calificado por la mayoría absoluta del Tribunal como inconstitucional, y, por tanto, esto va a misa. Porque se podrá cambiar el dictamen, perfilando esto y lo otro, pero el Estatut ya no puede cambiarse y eso significa que sólo basta saber en cuántos artículos es inconstitucional, lo que puede dejarle completamente incapacitado, como la famosa LOAPA, para su vigencia. Queda la prórroga del partido, pero un resultado de seis a cuatro parece ya inamovible, porque además el árbitro juega a favor de los ganadores. Un gran día para la unidad de España

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

Publicado por El Mundo-k argitaratua