Joan Ramon Resina
Si el gobierno pensara, habría que sospechar que teme a las superioridades reales, que, una vez desveladas, pondrían la sociedad bajo el yugo de un poder inteligente. Las naciones irían demasiado lejos demasiado pronto. Por eso los profesores reciben el encargo de hacer bobos. ¿Cómo podemos explicar de alguna otra manera un profesorado sin método, sin ninguna idea del futuro? La universidad pudo ser el gran gobierno del mundo moral e intelectual; pero recientemente se ha desintegrado en reinos de taifas separados.
Si algo demuestra la gestión del ‘Catalangate’ es que el gobierno español no piensa ni sabe lo que es el pensamiento. Esta actividad la ha delegado a las cloacas, que por este motivo se llaman Centro Nacional de Inteligencia. Pero si por lo general el nombre no hace la cosa, en este caso resulta impertinente por completo. De inteligencia, más bien poca, pero lo de “centro nacional” proclama, como tantas otras cosas de la Villa y Corte, la pasión centralizadora del Estado español. En la lógica egocentrípeta del nacionalismo castellano, es natural acumular la inteligencia en la capital, que para algo es la cabeza del cuerpo político. Más insólito –por la diferencia española– es no emplazarla en las altas esferas donde se refleja el país, sino depositarla en el subsuelo, donde proliferan, se mueven y tienen el ser el conjunto de alimañas que rehuyen la luz. El Estado decidió almacenar el pensamiento en una cava subterránea, como el oro en la cámara del banco de España. Desde las profundidades del CNI, el Gran Hermano escucha los rumores cerebrales del país preparado para ahogar cualquier brote de idea.
Y bien que hace, porque un país gobernado por la inteligencia, como soñaba Platón y creía posible el positivismo, fácilmente podría degenerar en tiranía: conservadora en el paradigma platónico, progresista en el cientista de Auguste Comte. Difícil saber cuál encierra más potencial de horror, si la regimentación de la sociedad de acuerdo con un esquema inalterable o la adaptación obligada al materialismo que desde la era revolucionaria rige la vida de las multitudes. Pero la alternativa a la dictadura de los mandarines –como Chomsky definió a los intelectuales orgánicos– y de los integrados –como los llamó Umberto Eco–, no es el desenfreno que temía Platón, sino la dictadura de los mediocres. Hoy en muchos países la estupidez causa auténticos estragos, pero en España –y también, cada vez más, en Cataluña– la necedad es un patrimonio perfectamente regulado.
Durante dos siglos, la aceleración tecnológica ha preparado las catástrofes que nos caen encima, pero la insensatez las ha sobredimensionado. La industrialización de la agricultura ha llevado a la superpoblación mundial y las políticas de desarrollo a la sobreexplotación de los recursos naturales. La tecnificación de la sociedad provoca la anomia y con el aislamiento de las personas en un mundo ultraconectado avanza la epidemia de enfermedades mentales, sobre todo en los países más prósperos. Mezclando a los pueblos y culturas sin transiciones ni mediaciones, la globalización exacerba el instinto defensivo (o agresivo) de la identidad. El despliegue de arsenales “inteligentes” aleja aún más al viejo “teatro de la guerra”, que es sustituido por la guerra total de extensión planetaria. El aniquilamiento de ciudades, la destrucción de las estructuras necesarias en la vida, el asesinato de la población civil, no son daños colaterales –en la cínica expresión acuñada durante la guerra de Irak–, sino objetivos principales, como pone de manifiesto la invasión rusa de Ucrania.
Una sociedad inteligente es más refractaria a la propaganda y más impermeable a las teorías de conspiración que una sociedad intelectualmente deficitaria. Por eso la escuela no aspira a desarrollar todo el potencial de los jóvenes sino a sumergirlos en el conformismo con el dogma o corrección política reinante. Se trata de producir personas cortadas por el mismo patrón, orgullosas con la supuesta virtud del igualitarismo, consistente en descabezar las cabezas más elevadas. Por esta razón, los gobiernos, sobre todo los más progresistas, confunden igualdad de oportunidades con igualdad de resultados. Que suelen ser devastadores. Durante la época dorada de la educación, a principios de los años setenta, Ivan Illich propuso desescolarizar la sociedad, argumentando que la tontería de una persona era directamente proporcional al tiempo que permanecía en el sistema escolar.
En ‘El conflicto de las facultades’, Kant puso los cimientos de la libertad académica defendiendo la autonomía de la Facultad de Filosofía, que en la universidad prusiana del siglo XVIII comprendía a las humanidades. Aquella concepción unitaria de las cosas humanas dispuso de un último cobijo en la idea de las ‘Geisteswissenschaften’ de Dilthey, pero durante el siglo XX las «ciencias del espíritu» se atomizaron en facultades, departamentos y programas muy diversos, cada uno con una agenda a menudo desconectada de las demás. Y, a pesar del intento de revertirlo con la interdisciplinariedad en este siglo, la universidad es hoy una emulsión de proyectos personales o grupales que ni encajan ni casi dialogan unos con otros. El ideal del conocimiento, fundamento de la idea de universidad, se derrumba bajo una impedimenta de curiosidades sin articulación visible, hasta que del antiguo ideal no queda más que la carcasa.
He empezado el artículo con un párrafo que no es mío, sino una cita que he escondido hasta ahora para mostrar que algunas cosas no han cambiado y que los clásicos pueden iluminar el presente tanto como los astros que lucen milenios después de extinguirse. Así como el tiempo que tarda en llegar la luz de una estrella apagada nos informa de la profundidad del espacio, la intelección del pasado aporta la perspectiva necesaria para situar el presente.
La cita es de ‘Louis Lambert’, uno de los “estudios filosóficos” de Balzac. Es la historia de un joven superdotado que termina en un estado de catatonía y de alienación aún más extrema que la de Monsieur Teste. La capacidad de abstracción aísla a Louis de la vida material y le permite captar el futuro ‘in statu nascendi’. En el párrafo sólo he cambiado «Institut» por «universidad» y he sustituido «academias separadas» por «reinos de taifas». Balzac se refería al Instituto de France, creado por Napoleón en 1803 y dividido más adelante en cinco academias, una de las cuales, la Académie Française, ya existía desde el siglo XVII a pesar de haber sido clausurada durante la revolución.
Si no hay ninguna idea acreditada de inteligencia y se abusa de ella hasta confundirla con el espionaje más grosero; si no existe compromiso alguno de promoverla en tanto que bien social de primera necesidad, ¿cómo se le puede pedir a los políticos? ¿Con qué criterio y sobre todo con qué credibilidad se la exigiríamos a personajes cada vez más grises, más vanidosos, más viscerales y más irresponsables, que sin embargo han recibido el encargo de pensar por todos nosotros?
Mayo del 68 instauró la consigna «la imaginación en el poder». Era un lema difícil de hacer efectivo incluso peligroso. La imaginación, necesaria en el arte, no debería experimentar mucho con el poder. No hay más que pensar qué hubiera podido hacer el imaginativo Marqués de Sade si, en vez de estar en una mazmorra, hubiera estado en el lugar de Robespierre, hombre de escasísima imaginación. El problema de los políticos no es que les falte fantasía, sino que no tengan sustancia pensante. Desde el momento que representan el mínimo denominador común del electorado, se convierten en una caricatura de los lugares comunes dominantes. Por eso estas cáscaras vacías comparten la superstición de los másteres y otros certificados de inteligencia absolutamente inútiles, hasta el punto de falsificarlos o hacérselos a medida. La clave de la incapacidad española (y catalana) para concebir alguna idea genuina de futuro bien podría encontrarse en la corrupción del sistema universitario, con la consecuencia, ya advertida por Illich, que cuanto más masters y más garambainas académicas, más mediocridad.
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