En un mundo en el que la situación intelectual resulta desoladora (U. Beck), nuestro pueblo no se libra de tan pesada losa. Pero es que, además, nuestros intelectuales (?) se acomodan, salvo excepciones a las que nos referiremos más adelante, a las ideas y prácticas de los nacionalismos español y francés, para dedicarse a falsificar la historia y a apagar las memorias. Para ello se sirven de los abundantes medios a su disposición, utilizándolos para devaluar y, si es posible, anular al sometido. Olvidan la función principal del intelectual: la función crítica, el rechazo total del compromiso con los dominadores y pasan a engrosar el poderosísimo aparato de represión junto con los tradicionalmente llamados poderes fácticos de ocupación, acostumbrados a que les corresponda tanto el botín como la versión de los hechos. Tratan de hacerse ver como heroicos y grandes, oponiendo irremediablemente las dos figuras: la propia, gloriosa, y la del sometido, despreciable. Pretenden ocultar vejaciones, detenciones, inhabilitaciones, castigos, torturas, mecanismos de represión… Y cuando no lo consiguen, los justifican. Siempre absolviéndose. No les basta con mantener al pueblo ocupado bajo su dominio y vaciar sus cerebros de toda forma y contenido; además, por una especie de lógica perversa, se vuelven hacia el pasado, lo distorsionan, lo desfiguran y lo destruyen. En este proceso utilizan lo narrativo para disolver recuerdos que les resultan incómodos o para ocultar la violencia (¡Qué pocas veces se lee en los periódicos que la ocupación es la causa mayor de la violencia!). Crean una especie de amalgama de artes de la narración de la que nos resulta dificilísimo escapar. Deslegitiman toda acción, incluso las no violentas, que intente consumar el derecho de nuestro pueblo a recuperar nuestras libertades, nuestra soberanía, en definitiva, nuestro Estado -violentamente arrebatado- y las califican de terroristas, no teniendo reparos en incumplir y conculcar el contenido de la Declaración Universal de los DD HH (Art. 2.2), la Carta de las Naciones Unidas (Art. 1.2) y diversas resoluciones de la Asamblea General, como las adoptadas en la sesión del 16 de Diciembre de 1966 (Art. 1.1) o de Diciembre de 1987, todas ellas referidas a los derechos y libertades de los pueblos y se permiten aplicar una legislación antidemocrática e injusta, cuestionada también en las mas altas instancias internacionales. A este panorama se contraponen quienes al principio considerábamos excepciones en el mundo intelectual. Se han empeñado, con una escasez de medios manifiesta, en una lucha desigual, tratando de hacerse oír en una sociedad acostumbrada a la imagen del suceso más que a la lectura reflexiva de la noticia. Con rigor y tenacidad, nos ayudan a conocer la verdad (¿para qué, si no, sirve la inteligencia?), superando toda clase de dificultades con escasísimos recursos materiales. Hasta ahora habían sido individualidades, de las que, afortunadamente, el país no carece (la obra de Arturo Campión, el pensamiento de Oteiza, el trabajo incansable de Jimeno Jurío o la clarividencia de Tomás Urzainqui, por citar algunos). Ahora, en un paso hacia adelante, nos encontramos con NABARRALDE. Con un esfuerzo titánico, las personas que colaboran y se han responsabilizado de su andadura son un ejemplo de actitud comprometida y decidida en la divulgación de la historia, la cultura, la complicada vida de nuestro pueblo, siempre defendiéndose de las agresiones externas que, a lo largo de los siglos, no le han permitido épocas de sosiego, en una lucha permanente por conquistar el lugar que nos corresponde en ese conjunto de pueblos y naciones que hemos dado en llamar «Humanidad». Con respeto y amplitud de miras, dan cabida a toda clase de sensibilidades Encajan, sin lugar a dudas, en la función que, de alguna manera, Edward W. Said dejó encomendada a los intelectuales, a quienes incumbe, dice, «la tarea de universalizar explícitamente la crisis, de darle un alcance humano más amplio a los sufrimientos que haya podido experimentar una nación o raza particular, de asociar esa experiencia con los sufrimientos de otros». Como conclusión, tomaremos prestada la reflexión de R. Kapuscinsky en su admirable libro «El Imperio»: «Existe una contradicción insalvable entre la rígida y apocalíptica naturaleza del imperio y la clásica y tolerante de la democracia. Las minorías étnicas que habitan en el Imperio aprovecharán la más breve brisa de la democracia para separarse, para independizarse, para autogobernarse. Para ellas, ante el lema democracia existe una sola respuesta: libertad. Una libertad entendida como separación, lo que, evidentemente, despierta la oposición del pueblo en el poder, el cual, para mantener su privilegiada posición, está dispuesto a usar la fuerza, a solucionar los problemas por la vía del autoritarismo». Pues eso. Nota.- La utilización del género en la primera parte, es intencionada. |