La asertividad es un término utilizado en psicología para definir el comportamiento afirmativo. Una persona asertiva es aquella que no teme expresar su opinión o sus deseos en cualquier circunstancia y que ofrece una gran resistencia a la presión social. La persona no asertiva, en cambio, se caracteriza por hacer todo lo contrario. Aunque no desee hacer lo que le piden siempre termina cediendo para no importunar a su interlocutor. Este comportamiento también es extensible a las colectividades, especialmente aquellas cuya voluntad se encuentra subordinada a la voluntad de otra colectividad. Cataluña ha ofrecido recientemente un magnífico ejemplo de ello a raíz de la negociación del Estatut. Lo que han hecho sus dirigentes, negociando por separado el texto que la sociedad les pidió que defendieran juntos, ha sido un espectáculo plagado de situaciones de un infantilismo ridículo, más propias de envidias y jactancias de colegiales que de miembros de un Parlamento. Y es que toda la simpatía que sentimos cuando observamos a los niños jugando a ser adultos se transforma en vergüenza ajena cuando los observados son adultos comportándose como niños. El problema es grave porque mientras la madurez en los primeros es cuestión de tiempo, en los segundos denota regresión.
Por eso provoca hilaridad que los tres partidos claudicantes, PSC, ICV y CiU, hablen de «negociación» al referirse a sus conversaciones con el gobierno español. ¿Negociación? ¿Cómo ha podido haberla si el partido que gobierna Cataluña, además de ser el mismo que gobierna España, está a las ordenes de Zapatero y no tiene otra función que defender los intereses españoles en el Principado? ¿De que índole ha podido ser la negociación si, como sabemos, ICV está a las ordenes del PSC, es decir, de Zapatero, y no tiene otra misión que legitimarles a ambos desde la izquierda? Y en cuanto a CiU, ¿qué clase de negociación podía esperarse de una fuerza política que durante 23 años ha sido el aliado más sumiso y disciplinado de Felipe González y José María Aznar? CiU es la viva imagen de Tarradellas: afán desmedido de poder y desprecio absoluto por el futuro nacional de Cataluña.
El pacto Mas-Zapatero está en esa línea. Expulsión de Esquerra del gobierno, jubilación inmediata de Pasqual Maragall y presentación de un candidato nuevo y débil por parte del PSC. A partir de ahí la presidencia sería para Artur Mas, la conselleria primera para el sparring socialista y entre ambos intentarían reproducir la gran obra de Pujol: anestesiar Cataluña durante un nuevo cuarto de siglo. De modo que quien ahora está cumpliendo las ordenes de Zapatero no es Maragall sino Mas. Él es el encargado de persuadir a los catalanes que ese esperpento de Estatut es la maravilla del milenio. Una maravilla gracias a la cual persistirán el expolio fiscal, el rechazo del catalán como lengua de pleno derecho de la Unión Europea, la falta de reconocimiento de Cataluña como nación, la falta de garantías en cuanto a inversiones del Estado, la incapacidad de control y gestión de los recursos e infraestructuras propias, la limitación drástica de las competencias en materia de Instituciones y Poder Judicial, la imposibilidad de tener selecciones nacionales y la negación del derecho de autodeterminación. Eso es lo que los catalanes deberán tragarse hasta el año 2030, por lo menos, si gana el sí: un lampedusiano ejercicio de prestidigitación. Es decir, una trampa, la trampa más escandalosa de la historia reciente de Cataluña.
En este sentido, tiene razón la diputada de Aralar, Aintzane Ezenarro, cuando dice que dicha trampa es «una de las cosas más miserables que ha visto hacer en política». Ello es así porque los poderes fácticos -¿o hay que decir familias?- de la Cataluña actual son exactamente los mismos que los de la Cataluña franquista. Su problema es que están aterrorizados ante el auge del independentismo entre la gente joven. Están tan nerviosos que han cometido un error: criminalizando el «no» de Esquerra han demostrado hasta que punto carece de fundamento su «sí». De ahí que, faltos de argumentos para defenderlo, hayan tenido que recurrir al fantasma del miedo. «¿No te sentirás un poco raro votando lo mismo que el PP?», me dijo un dirigente socialista, creyendo coaccionarme. «No, en absoluto -le contesté-, lo que me pregunto es si no se sentirá un poco raro el PP votando lo mismo que yo».
La verdad es que si lo que se dirime no fuera tan serio sería para morirse de risa. No es extraño que con semejante bagaje intelectual los negociadores catalanes hayan vuelto de España con las manos vacías. En realidad las cosas son justo al revés: el «no» soberanista jamás puede confundirse con el «no» españolista por la sencilla razón que ese no, el no del Partido Popular, es el aliado oculto del sí. Su rechazo del Estatut, con el fin de desgastar a Zapatero, no tiene otro objetivo que presentar como un gran avance lo que no es más que un fraude. Porque eso es lo que es en realidad el gran proyecto del grupo claudicante: un fraude. El claudicante, ya lo hemos dicho antes, siempre dice sí, aunque ese sí constituya una indignidad contra sí mismo y conlleve su propia decadencia. El claudicante siempre se siente más a gusto ejerciendo la sumisión que la rebelión, pero para no ser descubierto necesita sumar el mayor número de claudicantes a su causa. Así, cuantos más son, más normal parece su claudicación.
Por todo ello, la sociedad catalana debe saber que el Estatut que se someterá a referéndum el próximo 18 de junio es una burda escenificación de cambio para que nada cambie. El no, por lo tanto, es una cuestión de dignidad. Y si alguien se pregunta de qué sirve la dignidad es que desconoce lo que significa sentir respeto de sí mismo.
Berria, 1/junio/2006