¿El cincuenta por ciento?

La sorprendente afirmación de Oriol Junqueras de que nunca ningún país se ha independizado con el 50% de la población a favor recibió dos respuestas concluyentes. La primera, del director de este diario y la otra del historiador Agustí Colomines, colaborador de El Nacional.cat. Como recordaba Colomines, Junqueras es un historiador bien dotado de memoria y no podía desconocer que algunos pueblos se han independizado o han estado muy cerca de conseguirlo con un apoyo que rondaba la cifra aludida. Previsiblemente, alguien saldrá a defender la inexactitud del secretario general de ERC con el argumento de que las situaciones eran muy diferentes, los conflictos de otra naturaleza y los intereses internacionales dibujaban una constelación más favorable. En definitiva, que la historia es un cúmulo de incidentes sin fisonomía y no es lícito reflejarse en ningún precedente. Según esta opinión, Cataluña sería un caso único de determinismo y un ejemplo de naufragio histórico desde 1714, 1412 o 1213 -la fecha va a gusto del consumidor-. Da igual, la derrota fue definitiva y los catalanes nunca más levantarán la cabeza.

Aunque lo formule un independentista, este es el discurso del unionismo, que imponiendo el relato ya tiene media guerra ganada. La táctica consiste en agotar todo paralelismo con cualquier modelo de éxito, hasta comprometer, si es necesario, la política exterior española. Con los ojos vueltos hacia Cataluña, España se negará, por ejemplo, a reconocer la independencia de Kossove o se aliará con Turquía sin importarle la represión del Kurdistán ni la limpieza étnica practicada en Nagorno-Karabaj por un cliente del Estado turco. En cambio, cuando le conviene invocar un modelo desprestigiado, el unionismo no tiene inconveniente en forzar las comparaciones más inverosímiles. Por ejemplo, las guerras de los Balcanes con las pacíficas reivindicaciones catalanas o, sin ir tan lejos, la candidatura del PSC con el tándem ganador de las elecciones americanas, de donde se infiere, por supuesto, que el gobierno independentista es una expresión del trumpismo universal.

Si hiciéramos caso de quienes desarrollan una casuística histórica para negar todo paralelismo en los hechos, deberíamos concluir que la historia sólo puede ser una disciplina contemplativa. De esta reducción al puro inventario resultaría una humanidad amnésica. La conciencia, y la historia es su modalidad colectiva, es una facultad al servicio de la supervivencia y lo que no es útil para la tarea inmediata desaparece en el inconsciente.

Hay dos clases de personas: las que hacen hincapié en las semejanzas y las que lo ponen en las diferencias. Para decirlo con la terminología de Kant: unos priorizan el principio de homogeneidad y otros el principio de especificación. Los primeros tienden a reducir los fenómenos más diversos a un denominador común, mientras que los segundos insisten en la desemejanza. En realidad, ambas actitudes son necesarias según Kant, porque no representan ninguna oposición en el objeto, en la cosa en sí, sino una duplicidad en la intencionalidad de la mente. El conocimiento necesita ambos principios. Si no pudiéramos comparar y asimilar unos fenómenos a otros, viviríamos en un caos permanente. Cada momento y cada percepción serían absolutamente nuevos, el universo nacería a cada instante y nos dominaría el miedo de una naturaleza completamente desconocida. Pero si todo fuera idéntico, seríamos prisioneros de una realidad inmutable, incapaces de captar la evolución del mundo y las variaciones del medio o incluso de reconocer nuestra subjetividad. Literalmente, nos mataría el aburrimiento. Tanto en un caso como en el otro, el ser humano no sobreviviría como tal.

Si los antiguos consideraban la historia ‘vitae magistra’, maestra de la vida, es porque veían modelos de acción superiores al ritual, que organizaba las sociedades primitivas mediante la reiteración normativa de la conducta. La historia no se repite punto por punto, sino que presenta analogías. Todo el sentido y utilidad del análisis histórico se resume en reconocerlas y sustanciarlas racionalmente. Exagerando, se podría decir que la historia es un ejercicio de retrospección analógica. El historiador no recupera el pasado, de acuerdo con el lema de Ranke, tal como fue («wie es eigentlich gewesen»), sino tal como se presenta a la luz de los intereses que llevan a explorarlo.

Fue con la ruptura revolucionaria como se convirtió en problemática la idea de que determinados acontecimientos repetían otros del pasado. Todo el mundo recuerda la frase de Marx en ‘El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte’, donde dice que los hechos y los personajes histórico-mundiales aparecen dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Sería fácil de aplicar esta máxima al actual líder de ERC, o al independentismo en conjunto, considerando que Cataluña ha vivido episodios infinitamente más trágicos que los del proceso y que desde hace un tiempo la impresión de farsa se ha instalado en muchos observadores. Pero ni sería justo ni ajustado a los hechos.

A los que critican las comparaciones con otros países que se han independizado con mayorías muy justas se les ha de conceder que la historia nunca se repite de modo detallado. Tampoco es cierto que la memoria sea garantía alguna de que no se repita. Se recuerden o no, los conflictos no resueltos siempre acaban volviendo y en España hay un ‘dejà vu’, un olor a cerrado de un pasado que no acaba de pasar, que no quiere pasar, como decía el historiador alemán Ernst Nolte. Si esto no se entiende es porque hay demasiada presunción de racionalidad, demasiado imperio de la conciencia, demasiada confianza en las representaciones y demasiada poca atención a las pasiones.

Durante décadas la izquierda española ha predicado las virtudes de la memoria histórica como un talismán contra el regreso del franquismo. Pero he aquí que en plena palingénesia (1) del franquismo, la misma izquierda se revuelve porque el vicepresidente del gobierno comete la obviedad de comparar los exiliados catalanes de 2017 con los de 1939. Todavía habría que añadir, aunque a Iglesias no se le pueda pedir ‘tanta’ memoria histórica, los frecuentados exilios anteriores, empezando por los austracistas al inicio de la dinastía que los ha originados casi todos. O recordar que hay una secuencia de presidents perseguidos, encarcelados, asesinados y depuestos, que no encontraríamos en ningún otro Estado del entorno respecto de otra minoría nacional. Es por ello también que comparar España con una democracia moderna es una hipérbole insensata.

Los comunes hace tiempo que se encuentran en la necesidad de elegir entre una Cataluña independiente y una sometida. Incapaces de encontrar un centro que ya no existe, porque España lo demolió cuando derogó el estatuto, se han visto abocados a decidir de qué lado de la historia querían caer. La elección la ha aclarado diáfanamente Joan Coscubiela vinculando «emocionalmente» a su gente con los partidos del 155. El concurso de las otras cabezas visibles -Colau, Mena, Albiach- se desprende del silencio con que han destacado la réplica de Coscubiela a la comparación de Iglesias, sin la ascendencia del líder madrileño en la gente de comunes-Podemos.

A veces tiene que intervenir una catástrofe para que nos hagamos cargo del alcance de una decisión tomada sin reparar en lo que se ya estaba en condiciones de saber. Ya que los comunes denunciaron a las futuras víctimas de la represión haciendo público su voto el 27 de octubre de 2017, ahora no pueden tratarlas «emocionalmente» de víctimas sin reconocerse en el papel de delatores.

Si se tiene en cuenta que es con los comunes con los que ERC espera aliarse en un futuro gobierno, se entiende mejor la declaración de Junqueras. A pesar de la fórmula empleada, no parece que se trate de una cuestión de cifras, porque ningún porcentaje superior alteraría la respuesta del Estado español. Dejando a un lado, pues, la cuestión de qué cifra legitima una mayoría democrática, lo que Junqueras transmite meridianamente es que su partido no tiene la independencia en la agenda. Y es desde esta premisa revelada con medias tintas y sobre todo de una política de pactos inconsistente con la finalidad pretendida donde toma sentido el silogismo: ERC no quiere abordar la independencia, el independentismo dispone de un 50% de votos favorables por tanto la independencia es imposible con este porcentaje. Pero si es imposible para Cataluña, también lo debe ser para cualquier otro país a fin de que la profecía se autoacumpla con buena conciencia. Y así es como un historiador violenta la historia.

Para un político que sea esencial y constitutivamente político sólo cuenta la conquista del poder. Y conquistar el poder en el redil autonómico es mucho más fácil que buscarlo en la lucha para liberarse de una tiranía. Cierto, la autonomía es un pseudo-poder, pero en resumidas cuentas vale más un gorrión en la mano que una perdiz en el aire («Más vale pájaro en mano que ciento volando»). Y de este pragmatismo casero sale todo lo acontecido desde el 30 de enero de 2018. Objetivamente, Junqueras tiene razón cuando afirma que con el 50% a favor no se puede alcanzar la independencia. Tiene razón porque de ese 50% la mitad le acepta la consigna y amplía la base de los contrarios a la declaración del 27 de octubre. Con lógica implacable, de un independentismo dividido acontece automáticamente un unionismo más fuerte.

Tomadas como métodos antagónicos, las comparaciones y las diferenciaciones son epistemológicamente inservibles. Para entender algo hay que saberlas combinar. Muchas situaciones presentan bastante afinidades para reducirlas a un concepto. El independentismo es uno, pero no todos los independentistas son iguales. No lo son en el compromiso con el mandato del Primero de Octubre. Sin embargo, las elecciones, cuando se hagan, tampoco cambiarán nada significativo, pues el desmantelamiento del autogobierno es irrevocable. Pero al menos servirán para averiguar si la independencia sigue siendo el horizonte de la lucha política o se ha convertido en letra muerta en el ideario del electoralismo más crudo. Esto último, de confirmarse, sí que tendría graves consecuencias históricas, de las que serían responsables todos los que votaran haciendo ver que ignoran lo que están en condiciones de saber.

(1) https://dle.rae.es/palingenesia

VILAWEB