Solo tiene dieciséis años y ha ganado cinco medallas de oro en las competiciones internacionales del zurkaneh, antigua lucha de remoto origen persa, impregnada de invocaciones religiosas. Jaber Sabri Abdulemir, de pobre familia, vive en Kadimiya, el populoso barrio chií a la orilla del Tigris, alrededor de la gran mezquita con sus dos cúpulas y sus cuatro minaretes dorados, lugar santo de abigarrados zocos.
Jaber había jugado al futbol, gran pasión del Iraq, había practicado el boxeo y la lucha libre. Hace cuatro años Wasim que regenta este humilde local de zurkaneh cerca del espléndido santuario de la devoción de los chiis, con una suerte de pista circular en la que también se postran para las oraciones, decorada con las imágenes de los imanes Ali y Hussein, con ajadas fotografías de antiguos campeones, fue su entrenador y empezó a enseñarle los rudimentos de este deporte secular.
Alrededor de la desvencijada sala, apoyados contra sus paredes, hay los elementos imprescindibles de este hermoso ejercicio de fuerza, como las grandes porras de madera o Miles, los escudos, los arcos de hierro o Kbada. Muchas veces en Teherán traté de presenciar, por la tarde, a esta lucha casi sagrada, de rígidas normas, que se inicia con el tañer de una campana, y de grandes timbales, y con las invocaciones al iman Ali para estimular y fortalecer a los atletas. Pero curiosamente y por azar, pude al fin asistir a una sesión de zurkaneh en Bagdad donde había estado prohibido por el régimen anterior durante décadas al ser una manifestación deportiva teñida de sentimientos religiosas chiíes.
El zurkaneh es mucho más que un combate que evoca la lucha romana. Es un ejercicio gimnástico, una escenografía en la que los cuerpos de los atletas exhiben su agilidad, girando sobre si mismos como si fuesen derviches, ejecutando rítmicos movimientos de danza, revolcándose con gracia en círculo, por el suelo, mostrando su destreza con el arco, con los dos grandes escudos de madera y, sobre todo, con las pesadas porras que hacen dar vueltas como si de acróbatas circenses se tratasen, al son acompasado de los timbales y de las plegarias.
Jaber, el magnifico campeón, ocupa el centro del circulo de estos jóvenes deportistas que van dando vueltas por la pobre pista, con los pies descalzos, apretados pantalones hasta la rodilla, camisetas negras, amarillas y violetas. Enarbolando las grandes porras de madera de dieciséis kilos en cada una de sus manos, se las coloca una y otra vez sobre sus hombros, las mueve de arriba a abajo, como si fuese un simple juego. De vez en cuando invoca en alta voz a Ali, para que fortalezca a este puñado de humildes atletas de Kademia. Al concluir estos variados ejercicios amalgama de devoción religiosa, artes marciales tradicionales y acrobacia, dos luchadores traban rápido combate, colofón del zurkaneh.
Es lógico que este tan completo deporte, de una espectacular plasticidad, vaya extendiéndose por el mundo. Jaber que consiguió sus medallas en las competiciones de Baku, de Teherán, de Katmandú, sueña con el próximo encuentro de Seúl. Hay una federación internacional del zurkaneh, en la que participan países europeos como Alemania.
A Jaber le gustaría convertirse en profesional pero sabe que en Oriente Medio será muy difícil conseguirlo. Muy cerca, como encargado de una sórdida sala de billares, trabaja Hussein Abdul Rasul, que obtuvo 48 medallas de lucha romana, una de ellas en 1982 en España. Jaber, pese a su éxito juvenil, vive como un modesto empleado del santuario bajo la protección del influyente jeque Hussein Al Sadr. «Me siento campeón -escama- pero ¿qué voy a hacer a los veinte años?». La sociedad de consumo va desacralizando este magnifico deporte que, según algunos historiadores, es preislámico y milenario, procedente del Lejano Oriente.