El castellano, para las cosas importantes

La semana pasada, la alcaldesa de Vic, Anna Erra, sacudió a la opinión pública con una intervención en el Parlamento donde afirmaba que hay catalanohablantes que cambian al castellano cuando perciben que su interlocutor es de fuera, y pedía acabar con esta costumbre . Esto, que es tan evidente, indignó incluso a una parte del independentismo, que en los últimos años se ha construido al abrigo de los prejuicios tradicionalmente españolistas y dentro de los marcos que el españolismo iba imponiendo.

Efectivamente, hay muchos catalanohablantes que se pasan al castellano enseguida que creen que su interlocutor, por su aspecto físico, no entenderá el catalán. Con la expresión «aspecto físico» no hay que hacer muchos aspavientos: vale para las personas que ahora llamaríamos racializadas, pero también para los rubios de ojos azules. Estos catalanohablantes también creen que no pasarse al castellano es de mala educación, pero este es otro tema.

En Cataluña, los marcos están tan girados que los discursos integradores que afirman que no se puede discriminar lingüísticamente a nadie pasan por racistas, porque hablar de discriminación -aunque sea para intentar erradicarla- ya es racismo. Jéssica Albiach, portavoz de En Común Podemos, lo pió sin despeinarse: «Abrir el debate de quien parece o no catalán es desconocer que Cataluña es diversa y mestiza. Es un discurso racista del que todos debería desmarcarse. »

Siguiendo este razonamiento, todas las políticas antirracistas serían profundamente racistas porque parten de la base de que hay personas con diversos aspectos físicos. Que estos aspectos físicos sean causa de discriminaciones sería pues secundario: el problema es la existencia de la diferencia, no lo que se deriva.

Racismo es, precisamente, tratar a alguien diferente por su origen, hablándole una lengua que no le hablarías si pensaras que es nacido en Cataluña. Haciendo esto también se asumen los postulados supremacistas españolistas, según los cuales el catalán sólo es bueno para ser hablado en la intimidad, dentro de la tribu. Hay, pues, un doble racismo.

El problema de fondo, como siempre, es que el catalán se nos muere porque cada vez es más ajeno a los ámbitos de poder. Porque una lengua es fuerte en la medida que proyecta una manera genuina de ver el mundo que la hace económicamente potente y prestigiosa.

La polémica me ha hecho recordar un debate electoral sobre ciencia e innovación donde participé como candidata de Barcelona es Capital en las elecciones municipales. Los hoy concejales Gemma Senda y Ferran Mascarell (ERC y JxCat) hicieron todas sus intervenciones en castellano, y cuando se lo reproché respondieron que «así nos entendemos todos» al más puro estilo del españolismo clásico. Este es el verdadero provincianismo: para ellos, el catalán sólo es bueno para el folclore. El castellano es para las cosas importantes.

No es sólo que el catalán pierda fuerza cuando el país pierde fuerza, es que el país será cada vez más residual a medida que el catalán vaya quedando arrinconado en los espacios íntimos de la tribu.

 

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