Vi y escuché, hace pocos días, al cardenal Rouco de España haciendo un discurso en Madrid ante la multitud devota de “familias cristianas”, me provocaba, para decirlo con caridad evangélica, unos escalofríos de repugnancia estética. El cardenal Rouco vive en un mundo de terrores dogmáticos y de pesimismo moral insalvable. El resultado, para la sociedad global que representa (se supone que habla en nombre de la iglesia universal), es el retorno a la secta, secta masiva pero secta, puesto que no pueden volver al franquismo o al tiempo de Felipe II. Hay otro tipo de cardenales, sin embargo, que viven en un optimismo histórico o teológico admirable, y uno cuantos son italianos, mira por dónde. Precisamente allí donde tienen como jefe de gobierno, votado con mayorías absolutas y entusiastas, a un señor que no es precisamente un modelo de padre cristiano de familia, o padre de familia cristiana: divorciado, vuelto a casar, en proceso de segundo divorcio escandaloso, y con las historietas escasamente ejemplares que todo el mundo conoce. Incluso los cardenales en activo, altos cargos del Vaticano, y responsables de la prensa católica oficial, se manifiestan un tanto nerviosos, no por el estado de la familia en general, sino por las derivaciones de una familia en particular, la del primer ministro. Que no es tan modélica como, por ejemplo, la del presidente Zapatero. De los cardenales jubilados, Carlo Maria Martini, que fue arzobispo de Milán, es seguramente el más visible de los optimistas, a pesar del parkinson que le afecta desde ya hace algunos años. Regularmente, escribe una respuesta a los lectores que le envían mensajes al diario Il Corriere della Sera, que pueden ser tan jugosas como sus largas entrevistas con filósofos o intelectuales no religiosos. El mismo día que Rouco ponía cara de vinagre y pronunciaba palabras aun más vinagreras en Madrid, Martini, en Milàn, se declaraba optimista sobre el presente y el futuro de la iglesia. “¿La iglesia en decadencia? Nunca ha sido tan floreciente”, que quiere decir lozana, florecimiente y vital. No será por los Roucovarelas que corren por el mundo. Los lectores, pesimistas, le escriben que la iglesia va mal, que no escucha a nadie, que se ha quedado fuera del mundo presente, que está muriéndose, y le dicen “cardenal, haga usted algo, que todo va muy mal”. Y el «gentile cardinale», como le llama un corresponsal, empieza contestando que no, que su opinión es que la historia muestra que la iglesia, en su conjunto, nunca ha sido tan floreciente como ahora. Que por primera vez tiene una difusión global, con fieles de todas las lenguas y culturas, que puede exhibir una serie de papas de altísimo nivel, un florecimiento de teólogos de gran valor y de gran densidad cultural. Y que, a pesar de algunas tensiones inevitables, la iglesia se presenta ahora unida y compacta como nunca lo había estado en su historia.
Formidable, el cardenal, y a primera vista parece que su optimismo es tan grande, tan inspirado y visionario, que le hace ignorar la realidad. Con un poco de calma, pero, con un poco de perspectiva, resulta que la realidad se acerca más a la visión histórica de Martini que a las crónicas circunstanciales de la prensa. No recordamos ya las luchas feroces entre “ortodoxos” y herejes, no recordamos los cismas violentos, las guerras de religión intracristianas, el horror de las hogueras inquisitoriales, la ignorancia brutal de los fieles y del clero (y de los obispos y compañía) a lo largo de la historia, ni las cruzadas, ni tantos horrores y tantas barbaridades. No recordamos que a lo largo de más de quince siglos la iglesia (y todo el mundo cristiano) se extendía sólo por un rincón del planeta, de nombre Europa (justamente donde ahora ya no se extiende sino que se contrae), o que la expansión del Islam cubrió media cristiandad. El cardenal, que sabe historia y conoce cómo va el mundo, recuerda que muchas críticas pesimistas “nacen de la consideración de nuestro mundo occidental”. Y que “no tienen en cuenta la vivacidad y la joya que se encuentra en las iglesias de África, de Asia y de América Latina”. Yo, que soy un agnóstico de tradición cristiana occidental, un no-creyente de cultura latina y católica, y algunas cosas más que ahora no es cuestión de explicar, creo que el cardenal optimista tiene razón, y me alegro. Su religión y su iglesia son también las mías, y se supone que todavía transmiten imágenes, palabras y actitudes éticas que son igualmente mías. No la de Rouco Varela y la de la mayor parte de obispos españoles, que forman más una secta amarga que una alegre iglesia universal. Amén. Ah, Martini era un candidato importante en el último cónclave: no ganó, ganaron los pesimistas.