El cambio español

El ritmo de los acontecimientos es cada vez más acelerado, con respecto al proceso que debe llevar Cataluña para comenzar una nueva etapa en su historia contemporánea. En los últimos años ha habido un cambio en profundidad en las mentalidades de la mayoría de ciudadanos del Principado y lo que antes era minoritario, o podía aparecer incluso como marginal o meramente testimonial, hoy ocupa ya, plenamente, la centralidad de la política catalana y su influencia se extiende hacia el resto de Países Catalanes. Guste o no, este es el «tema» de conversación por encima de cualquier otro. Con el paso de los años se ha ido produciendo este cambio, de modo que, como una lluvia fina, imperceptible, al final te das cuenta de que llevas el cuerpo empapado, de argumentos para la soberanía, en este caso. La nueva mayoría social por la independencia es de una diversidad extraordinaria y no podía ser de otra manera, ya que la misma composición demográfica de la sociedad catalana, tiene como rasgo fundamental, justamente, su pluralidad interna. Son varios los orígenes geográficos, las ideologías políticas, las lenguas familiares, las confesiones religiosas, el estatus social, los modelos económicos, las preferencias deportivas, el lugar de residencia… Lo común es el deseo mayoritario de asumir, sobre las propias espaldas, la responsabilidad de administrar nuestro futuro, sin dependencias de ningún otro país, en el gesto máximo de madurez civil.

Da la impresión de que, en España, ni con un plan preparado para este cometido, podrían hacerlo peor. La lengua catalana, a pesar de su oficialidad, es escandalosamente minoritaria en la administración de justicia, ausente de las instituciones pretendidamente «comunes» del Estado y de la UE, perseguida por utilizarla ante la Guardia Civil con pena de prisión por haberlo hecho, en Valencia, arrinconada en las aulas en Baleares, cambiado su nombre en Aragón y, permanentemente, siempre con el alma en vilo, sufriendo por ver cuál será la próxima agresión. Asimismo, estrangulados con un déficit fiscal insoportable y unas inversiones estatales ínfimas en infraestructuras o pendientes de realizar, mientras en España reina la alegría administrativa, la calidad de vida de la gente ya se resiente directamente, de forma muy negativa. España no nos sirve como Estado, ni para asegurarnos un estatus de bienestar básico, ni para garantizarnos la expresión nacional de la cultura. España, pues, no nos sirve. Y no cambiará con nosotros, porque lo lleva en su ADN constitutivo como Estado: la alergia absoluta a la diversidad interna, expresada sobre todo en forma de catalonofobia.

Pero, sin Cataluña, España seguirá teniendo un problema, y grande. Si quiere continuar reteniendo territorio y que nadie más le toque la moral, deberá hacer cambios en profundidad, de lo contrario, con los hábitos de siempre, al final no querrán formar parte de ella ni en Quintanilla de Onésimo (Redondo, para más detalles). España conoce hoy uno de los momentos peores de su historia. Tiene una imagen internacional pésima, con una casa real devaluada por problemas económicofaldilleros, un gobierno desprestigiado con un partido con sus dirigentes sospechosos de corrupción, unos líderes políticos monolingües, un sistema judicial retrógrado y con ínfima cultura democrática, un sistema bancario conectado con las élites políticas, una cultura del fraude, de la mano en la caja y de «viva la virgen» y unas clases populares y medias sobre las que recae todo el peso de una manera de hacer pija, predemocrática y aprovechada. Si España quiere continuar existiendo de una forma u otra en el futuro, tendrá que hacer un cambio histórico y tratar de modo muy diferente la pluralidad nacional y lingüística que aún le quede, sin hegemonías castellanomadrileñas, ni imposiciones lingüísticas, y, sobre todo, deberá elevar a los españoles a la categoría de ciudadanos de pleno derecho. Sólo así, en el futuro, puede tener alguna posibilidad de enderezar su situación y adquirir un cierto grado de autoestima. En otro caso, el último que apague la luz.

Josep Lluís Carod-Rovira
EL PUNT – AVUI