Diez años y el mundo sigue su rumbo
Txente Rekondo
Nabarralde – GAIN
Se cumple ahora el décimo aniversario del fatídico 11-s, que dio pie a múltiples interpretaciones sobre el rumbo que podía tomar el mundo a partir de los brutales atentados en suelo norteamericano, alguno llegaron a hablar de la “tercera guerra mundial”.
Desde entonces han acontecido muchas cosas y evidentemente la realidad mundial ha variado ostensiblemente, aunque tal vez no lo haya hecho en el sentido que alguno agoreros lo habían realizado. La guerra que enfrentaba a una organización como al Qaeda con EEUU y sus aliados occidentales ha mostrado durante todo este tiempo un sin fin de consecuencias que han acabado afectando a la mayor parte del planeta.
Los gobernantes occidentales aprovecharon la coyuntura para desarrollar una agenda “protegida” bajo el paraguas de la llamada “guerra contra el terror” que ha significado un importante retroceso en las libertades y derechos de la población que supuestamente debía “ser defendida”.
En estos diez años, hemos asistido a un sinfín número de ataques reivindicados por al Qaeda o por alguna de sus franquicias, pero al mismo tiempo desde Occidente se han puesto en marcha todo un abanico de medidas que difícilmente pueden catalogarse como medidas democráticas. En el corazón del llamado “mundo libre”hemos asistido a la institucionalización de una especie de estado de excepción, donde las detenciones preventivas, prisiones de exterminio como Guantanamo (que Obama prometió cerrar y que a punto de acabar su mandato sigue vigente), las detenciones preventivas y no comunicadas o la aprobación del uso de la tortura “como política oficial para interrogar sospechosos tras el 11-s” se han convertido en las señas de identidad de esa nueva política.
Paralelamente hemos visto la repetición de términos como “víctimas colaterales, ataques preventivos, periodistas empotrados, listas negras”, al mismo tiempo que la mayor parte de los gobiernos occidentales hacían suya esta política estadounidense, como los hacían también los aliados en otras partes del mundo. En palabras de un analista occidental estamos asistiendo al “estado de excepción como paradigma de gobierno”, donde la llamada “guerra contra el terror, convertida en un negocio, es al mismo tiempo utilizado como paraguas ideológico por otros actores.
Pero estos diez años han visto otra serie de acontecimientos que también han condicionado el rumbo mundial. Las ocupaciones e invasiones de Iraq y Afganistán (y más recientemente la de Libia); el pulso en Asia entre los gigantes chino e indio que anticipa un nuevo balance de fuerzas en la región; la crisis financiera mundial que desde EEUU se propagó por Occidente, y que a día de hoy no tiene visos de resolverse; la revolución de las telecomunicaciones y las llamadas redes sociales, que están influyendo en cualquier punto del planeta, o el imparable auge de las llamadas potencias emergentes, sobre todo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) que muestran un nuevo diseño del futuro orden mundial, y estos últimos meses la llamada “primavera árabe”, cuyo desenlace final nadie es capaz de anticipar.
Durante estos años el protagonismo de al Qaeda ha quedado patente a través de múltiples atentados (Madrid, Londres, Bali, Mumbay…), sin embargo, aquellos que auguraron un ataque nuclear, envenenamientos de depósitos de agua, de momento no han acertado. En cambio hemos asistido a una importante transformación de esa organización, que ha debido superar la perdida de importantes cuadros dirigentes y más recientemente la de Osama bin Laden. Muchos analistas se han venido preguntando si habrá otro 11-s (incluso señalan este décimo aniversario como una fecha referencial), pero lo que parece evidente es que los operativos de al Qaeda difícilmente pueden llevarse a cabo en las mismas condiciones que hace diez años.
Evidentemente intentarlo entra dentro de su agenda, pero otra cosa bien distinta es la capacidad de llevar a cabo acciones de esa envergadura. el mayor control a los movimientos de personas y de capital financiero dificultan una coyuntura como la de hace diez años, aunque no hay que olvidar la posibilidad de que se activen algunas “células dormidas” o que militantes solitarios o “nuevos conversos” lleven a cabo un brutal atentado.
Tampoco hay que perder de vista el próximo año, ya que en el 2012 tendrán lugar las elecciones norteamericanas, y Obama, que aspira a ser reelegido está dispuesto a reducir la pre4sencia militar en Iraq y Afganistán.
No obstante, la atención tal vez la tengamos que dirigir hacia las llamadas “franquicias de al Qaeda”, todo ese abanico de organizaciones, muchas de ellas con agendas propias, pero que se adhieren a la ideología central que promueven los dirigentes de al Qaeda. En este sentido los recientes ataques sectarios y coordinados en Iraq, en Argelia contra militares, en Egipto, Nigeria o más recientemente en India, muestran una nueva realidad de ese mundo jihadista transnacional.
Las alianzas de diferentes grupos regionales en la Península Arábiga o en Norte de África, o la cada vez mayor expansión e influencia de la organización somalí Al-Sabah indican que la inestabilidad puede adueñarse de otros escenarios, sin olvidar tampoco las consecuencias que pueden tener la intervención en Libia o un futuro ataque sobre Siria.
Tal vez dos de los focos regionales más importantes ,Somalia y Nigeria pueden acaparar la atención por las consecuencias futuras más allá del continente africano, sin olvidar la actividad armada de grupos jihadistas del subcontinente indio que aumentarán la delicada situación regional.
En Nigeria los recientes ataques de Boko Haram han mostrado indicios de un aumento del reclutamiento y una extensión de su área de operaciones (desde el norte del país hasta la misma capital), La respuesta gubernamental, como en pasado, pasa por el uso de la violencia, lo que a su vez genera un mayor rechazo a la política centralista de los gobernantes nigerianos, incapaces de afrontar las verdaderas raíces del problema. Un peligroso cóctel de pobreza, desempleo, gobierno fallido en algunas zonas, corrupción e injusticia social son las bases que promueven este tipo de movimientos, que a su vez son capaces de utilziar las nuevas tecnologías y lograr una mayor coordinación, sobre todo ideológica, con otros grupos ajenos a la realidad nigeriana.
Otro foco de atención se situará en torno a al-Shabaad, que desde Somalia ha comenzado a coordinar se con otros grupos, hasta el momento en clave ideológica, pero no puede descartarse que en el futuro lo haga de forma militar también. Los lazos de esta organización con al Qaeda añaden un plus de incertidumbre al desarrollo de los acontecimientos. de momento ha logrado crear redes de seguidores en la capital de Kenya (Nairobi), y también parece4 contra con seguidores entre la diáspora de EEUU y Europa.
El control de facto que tiene sobre buena parte de Somalia, su capacidad para desarrollar un gobierno y unas infraestructuras de poder aceleran el protagonismo de dicha organización más allá de la región del Cuerno de África.
El tablero mundial ha estado sujeto en estos diez últimos años a un pulso determinado, acompañado además de un sinfín de cambios y nuevos protagonistas. La capacidad de organizaciones como al Qaeda de condicionar la agenda mundial sigue planeando, y como señaló en 2005 el entonces secretario de Seguridad Nacional de EEUU, Tom Ridge, “cada día debemos operar sabiendo que nuestros enemigos están cambiando en base a cómo cambiamos nosotros”, una afirmación nada optimista desde el corazón de Washington, que prefiere seguir desarrollando la guerra contra el terror, con invasiones, ataques no tripulados, y sobre todo con el aumento de víctimas civiles, o como cínicamente definen algunos, “víctimas colaterales”.
TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)
El 11 de septiembre
Pascal Boniface
Según una convicción ampliamente extendida, el mundo habría cambiado profundamente después de los atentados del 11 de septiembre del 2001. Estos acontecimientos habrían modificado de manera importante las propias estructuras del poder mundial. Ya nada sería como antes. Es una idea muy extendida pero la realidad es distinta.
Es lo que produce confundir el shock causado por estos atentados y su impacto real sobre los equilibrios estratégicos.
Seguramente hoy en día todo el mundo recuerda con toda precisión en qué momento, en qué circunstancias, en qué lugar tuvo conocimiento de la terrible noticia. Para cada uno la emoción fue inmensa. Este acontecimiento fue mostrado en directo por todas las televisiones del mundo. El efecto sorpresa fue total, los mejores guionistas de Hollywood no hubieran podido imaginar jamás una utilización semejante de aviones civiles. La hiperpotencia americana parecía invencible y al abrigo de cualquier amenaza. Las Torres Gemelas eran conocidas por todo el mundo y representaban el símbolo del poderío económico y comercial estadounidense. A todo ello cabe añadir el horror que supone la muerte de tres mil inocentes en circunstancias atroces.
Por tanto parecían darse todos los elementos necesarios para que estos atentados se convirtieran en un acontecimiento sin comparación.
Pero deducir de ellos que se ha evolucionado hasta la creación de un mundo nuevo es confundir impacto psicológico y consecuencias estructurales. El 11 de septiembre del 2001 permanecerá para siempre en nuestras memorias por tratarse sin duda de un acontecimiento histórico, pero pese a ello no ha modificado profundamente las relaciones de fuerza internacionales y el estado del planeta. Ciertamente el mundo no es el mismo que hace diez años, pero la mayor parte de los cambios que se han producido no provienen del 11 de septiembre sino de otros factores. Estados Unidos fue golpeado como nunca antes lo había sido por un ataque exterior a su territorio. Se habló en aquel momento de un Pearl Harbor terrorista. Pero esta comparación estaba fuera de la realidad puesto que Pearl Harbor no se encuentra en territorio continental estadounidense y el ataque que sufrió no fue difundido en directo. Hubiera sido necesario remontarse a 1812, cuando los británicos quisieron quemar la Casa Blanca, para hallar una posible comparación, pero es evidente que en aquella época Estados Unidos no tenía el mismo poder que ostentar en el 2001.
¿Ha quedado EE.UU. debilitado? No. Sigue siendo la primera potencia mundial, muy por delante de las demás. El lugar que ocupan China, Rusia, Europa, Brasil e India en el tablero internacional es obvio que ha evolucionado desde el 11 de septiembre del 2001, pero por razones que no tienen nada que ver con esos atentados. La emergencia de China, de Brasil o de India no guarda relación alguna con el 11 de septiembre. Los grandes desafíos mundiales, ya se trate de luchar contra el calentamiento climático, reducir el subdesarrollo, mejorar el estado sanitario del mundo, no se han visto influenciados en nada por el 11 de septiembre.
La guerra de Iraq fue el resultado de esos atentados pero los estadounidenses hubieran podido –y muchos ciudadanos siempre lo han creído así, especialmente Barack Obama– elegir otra respuesta al 11 de septiembre que no fuera la guerra contra Sadam. Por otra parte, los neocon venían preconizando esta guerra desde el año 1998. El 11 de septiembre no fue la causa de la guerra de Iraq sino su pretexto. Esta guerra –y la política unilateral de George W. Bush– contribuyó al relativo declive de Estados Unidos. Pero este declive relativo se vio acentuado por la política de George W. Bush. Y tiene su origen principal en causas estructurales más importantes que guardan relación con la emergencia de otras grandes naciones (China, Brasil, India…).
La última revolución estratégica que ha modificado el orden mundial no se encuentra en el 11/9 sino en el 9/11 (el 9 de noviembre de 1989) cuando cayó el Muro de Berlín. En ese momento, se acabó el mundo bipolar que había estructurado las relaciones internacionales desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Desde entonces, un nuevo orden se debate sobre las tendencias a largo plazo. Hay dos principales. El final del monopolio detentado desde hace cinco siglos por el mundo occidental y el nuevo poder de las opiniones públicas y de los pueblos en la decisión internacional.
El precio del 11 de septiembre
Joseph Stiglitz
Los ataques terroristas perpetrados por Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 tenían la intención de hacer daño a Estados Unidos, y lo consiguieron, pero en formas que Osama bin Laden probablemente nunca imaginó. La respuesta del presidente George W. Bush a los atentados puso en riesgo los principios básicos de Estados Unidos, socavando su economía y debilitando su seguridad.
El ataque a Afganistán posterior a los ataques del 11 de septiembre fue comprensible, pero la posterior invasión de Irak fue totalmente ajena a Al Qaeda, a pesar de que Bush trató de establecer un vínculo. Aquella guerra que se eligió librar se convirtió rápidamente en una guerra muy costosa, y alcanzó magnitudes que fueron más allá de los 60.000 millones de dólares que se dijeron al principio, ya que a una colosal incompetencia se sumaron tergiversaciones deshonestas.
De hecho, cuando Linda Bilmes y yo calculamos los costes de la guerra para Estados Unidos hace tres años, la cifra conservadora osciló entre 3 y 5 billones de dólares. Desde aquel entonces, los costes han aumentado todavía más. Debido a que casi el 50% de las tropas que regresan cumplen los requisitos para recibir algún tipo de paga por incapacidad, y hasta el momento más de 600.000 de ellos han sido atendidos en instalaciones médicas para veteranos, ahora calculamos que los pagos por incapacidad y asistencia médica en el futuro alcanzarán en total una cifra que va de 600.000 a 900.000 millones. Sin embargo, los costes sociales, reflejados en los suicidios de veteranos (hasta 18 por día en los últimos años) y las desintegraciones familiares, son incalculables.
Aun en el caso de que Bush fuese perdonado por llevar a Estados Unidos y a gran parte del resto del mundo a la guerra con pretextos falsos y se le perdonara por tergiversar el costo de dicha decisión, no hay excusa para la forma en que eligió financiarla. La suya fue la primera guerra en la historia pagada enteramente a crédito. Mientras que Estados Unidos entraba en batalla, teniendo déficits ya muy elevados por su recorte de impuestos del año 2001, Bush decidió lanzar una nueva ronda de alivio tributario para los ricos.
Hoy en día, Estados Unidos centra su atención en el desempleo y el déficit. El origen de estas dos amenazas al futuro del país se puede remontar, y no en poca medida, a las guerras en Afganistán e Irak. El aumento en los gastos de defensa, junto con los recortes tributarios de Bush, conforman la razón clave por la que Estados Unidos pasó de un superávit fiscal del 2% del PIB cuando Bush fue elegido a su lamentable déficit y situación de deuda de hoy en día. El gasto público directo en dichas guerras, hasta el momento, asciende a aproximadamente dos billones de dólares, lo que significa 17.000 por cada hogar estadounidense, y aún hay facturas pendientes que aumentarán dicha cifra en más del 50%.
Es más, como Bilmes y yo mismo argumentamos en nuestro libro The Three Trillion Dollar War (la guerra de los tres billones de dólares), las guerras han contribuido a la debilidad macroeconómica de Estados Unidos, lo que ha exacerbado su déficit y deuda. Entonces, como ahora, la agitación en Oriente Próximo condujo a precios del petróleo más elevados, lo que obligó a los estadounidenses a gastar en importaciones de petróleo un dinero que de otra manera podría haberse gastado en la compra de bienes producidos en Estados Unidos.
Pero en aquel entonces la Reserva Federal escondió estas debilidades creando una burbuja inmobiliaria que condujo a un boom de consumo. Se necesitarán años para superar el excesivo endeudamiento y la crisis inmobiliaria resultantes.
Irónicamente, las guerras han debilitado la seguridad de Estados Unidos (y del mundo), una vez más en formas que Bin Laden no hubiera podido imaginar. Una guerra impopular hubiera dificultado el reclutamiento militar, pero como Bush trató de engañar a Estados Unidos sobre los costos de la guerra, financió insuficientemente a las tropas, incluso negándose a hacer gastos básicos; por ejemplo, fondos para vehículos blindados y resistentes a las minas que son necesarios para proteger vidas estadounidenses o fondos para la adecuada asistencia médica de los veteranos que regresan. Un tribunal de Estados Unidos dictaminó recientemente que los derechos de los veteranos habían sido violados. (¡Sorprendentemente, el Gobierno de Obama afirma que se debe restringir el derecho de los veteranos a apelar ante los tribunales!).
La extralimitación militar ha provocado el predecible nerviosismo sobre el uso de la fuerza. Otros se han dado cuenta de ello, y eso también ha debilitado la seguridad de Estados Unidos. Pero la verdadera fuerza de Estados Unidos, en vez de encontrarse en su poder militar y económico, se encuentra en su poder blando, en su autoridad moral. Y dicho poder también se debilitó, ya que Estados Unidos violó derechos humanos básicos como el hábeas corpus y el derecho a no ser torturado, lo que puso en duda su compromiso histórico con el respeto al derecho internacional.
En Afganistán e Irak, Estados Unidos y sus aliados sabían que para alcanzar la victoria a largo plazo se necesita ganar corazones y opiniones. Pero los errores cometidos en los primeros años de dichas guerras complicaron la ya difícil batalla. El daño colateral de la guerra ha sido enorme: según algunas versiones, más de un millón de iraquíes han muerto, ya sea de manera directa o indirecta, a causa de la guerra. Según algunos estudios, al menos 137.000 civiles han muerto violentamente en Afganistán e Irak en los últimos diez años; solo entre los iraquíes hay 1,8 millones de refugiados y 1,7 millones de personas desplazadas dentro del mismo país.
No todas las consecuencias fueron desastrosas. Los déficits -a los que las guerras financiadas con deuda han contribuido tan poderosamente- han forzado ahora a Estados Unidos a afrontar la realidad de sus restricciones presupuestarias. El gasto militar de Estados Unidos sigue siendo casi igual al gasto que hace el resto del mundo en su conjunto, dos décadas después del fin de la guerra fría. Algunos de los gastos que se aumentaron fueron destinados a las costosas guerras en Irak y Afganistán y a la más amplia guerra global contra el terrorismo, pero la mayor parte se desperdició en armas que no funcionan contra enemigos que no existen. Ahora, por fin, esos recursos serán reasignados, y Estados Unidos probablemente obtenga mayor seguridad pagando menos.
Al Qaeda, a pesar de no haber sido derrotada, ya no parece ser la amenaza tan importante que surgió con los ataques del 11 de septiembre. Pero el precio pagado para llegar a este punto, en Estados Unidos y en los demás países, ha sido enorme, y en su mayoría evitable. El legado estará con nosotros durante mucho tiempo. Vale la pena pensar antes de actuar.
Joseph Stiglitz es premio Nobel de Economía y profesor de la Universidad de Columbia.
(c) Project Syndicate, 2011.
Traducción de Rocío L. Barrientos.
Epitafio para otro 11 septiembre
Ariel Dorfman *
Aquel 11 de septiembre letal –recuerdo que era un martes– me despertó un sonido de angustia por la mañana, la amenaza de aviones que sobrevolaban nuestro hogar. Y cuando, una hora más tarde, divisé una nube de humo que subía desde el centro de la ciudad, supe que mi vida y la vida de mi país habían cambiado en forma drástica y tajante, por siempre jamás. El año era 1973 y el país era Chile y las fuerzas armadas acababan de bombardear el palacio presidencial en Santiago, estableciendo desde el principio la ferocidad con que responderían a cualquier intento de resistir el golpe contra el gobierno democrático de Salvador Allende. Ese día, que comenzó con la muerte de Allende, terminó convirtiendo en un degolladero la tierra donde habíamos intentado una revolución pacífica. Pasarían casi dos décadas, que viví mayormente en el exilio, antes de que pudiéramos derrotar a la dictadura y recuperar nuestra libertad.
Veintiocho años después de aquel día inexorable en 1973, sobrevino un nuevo once de septiembre, también un martes por la mañana, y ahora les tocó el turno a otros aviones, fue otra ciudad que también era mía la que recibió un ataque, fue un terror diferente que descendió desde el aire, pero de nuevo mi corazón se llenó de angustia, de nuevo confirmé que nunca nada sería igual, ni para mí ni para el mundo. Esta vez el desastre no afectaría únicamente la historia de un país y no sería tan sólo un pueblo el que sufriría las consecuencias del odio y la furia, sino el planeta entero.
Me ha sobrecogido, durante los últimos diez años, esta yuxtaposición de fechas. Es posible que mi obsesión con buscar un sentido oculto detrás de tal coincidencia se deba a que era yo residente de ambos países en el momento preciso en que sobrellevaron la doble embestida, la circunstancia adicional de que estas dos ciudades agredidas constituyen los fundamentos gemelos de mi identidad híbrida. Porque crecí aprendiendo el inglés de niño en Nueva York y pasé mi adolescencia y juventud enamorándome del castellano en Santiago, porque pertenezco tanto a la América del Norte como a la del Sur, no puedo dejar de tomar en forma personal la paralela destrucción de esas vidas inocentes, abrigo la esperanza de que del dolor y la confusión ardiente nazcan algunas lecciones, tal vez algún aprendizaje. Chile y los Estados Unidos ofrecen, en efecto, modelos contrastantes de cómo se puede reaccionar ante un trauma colectivo.
Una nación sometida a una adversidad tan brutal enfrenta ineludiblemente una serie de preguntas básicas que interrogan sus valores esenciales, su necesidad de obtener justicia para los muertos y reparación para los vivos sin fracturar aún más un mundo quebrantado. ¿Es posible restaurar el equilibrio de ese mundo sin entregarnos a la comprensible sed de venganza? ¿No corremos el riesgo de parecernos a nuestros enemigos, de tornarnos en su sombra perversa, no arriesgamos acaso terminar gobernados por nuestra rabia, que suele ser tan mala consejera?
Si el 11 de septiembre del 2001 puede entenderse, entonces, como una prueba en que se sondea la sabiduría de un pueblo, me parece que Estados Unidos, desafortunadamente, salió mal del examen. El miedo generado por una pequeña banda de terroristas condujo a una serie de acciones devastadoras que excedieron en mucho el daño causado por el estrago original: dos guerras innecesarias; un derroche colosal de recursos destinados al exterminio que podrían haber sido invertidos en salvar a nuestro planeta de una hecatombe ecológica y a nuestros hijos de la ignorancia; cientos de miles de seres muertos y mutilados y millones más de desplazados; una erosión de los derechos civiles y el uso de la tortura por parte de los norteamericanos que les dio el visto bueno a otros regímenes para que abusaran aún más de sus poblaciones cautivas. Y, finalmente, el fortalecimiento en todo el mundo de un Estado de Seguridad Nacional que exige y propaga una cultura de espionaje, mendacidad y temor.
El pueblo chileno también pudo haber respondido a la violencia con más violencia. Sobraban razones que justificaban levantarse en armas contra el déspota que traicionó y derrocó a un presidente legítimo. Y, sin embargo, los chilenos democráticos y los líderes de la resistencia –con algunas lamentables excepciones– decidieron desalojar al general Pinochet del poder mediante una activa no-violencia, recuperando, brazo a brazo, una organización tras otra, el país que nos habían robado, hasta vencer al tirano en un plebiscito que tenía todas las de ganar. El resultado no ha sido perfecto. Pero a pesar de que décadas más tarde la dictadura derrotada sigue contaminando a la sociedad chilena, la forma en que libramos nuestra batalla sigue constituyendo un ejemplo, en definitiva, de cómo es posible crear una paz duradera después de tanta pérdida, tanto sufrimiento persistente. Chile ha mostrado una determinación cauta y juiciosa para asegurar que nunca habrá otro 11 de septiembre de muerte y destrucción.
Me parece maravilloso y hasta mágico que cuando tomaron los chilenos la decisión de luchar contra la malevolencia por medios pacíficos se estaban haciendo eco, sin saberlo, de otro 11 de septiembre. En efecto, en ese exacto día en 1906, Mohandas Gandhien en el Empire Theatre de Johannesburgo convenció a miles de sus compatriotas indios de usar la no violencia para impugnar un acopio de injustas leyes discriminatorias que, de hecho, preparaban ya el futuro régimen del apartheid en Sudáfrica. Esta incipiente estrategia de Satyagraha llevaría, con los años, a la independencia de la India y a muchos otros movimientos para conseguir paz y justicia en el mundo, incluyendo el combate de Martin Luther King por la igualdad racial y contra la explotación.
Ciento cinco años después de aquella memorable exigencia del Mahatma a imaginar una manera de salir del delirio y la trampa de la cólera, treinta y ocho años después de que esos aviones me despertaron por la mañana para advertirme que nunca más podría yo escapar del terror, diez años después de que el Nueva York de mi infancia fuera diezmado por el fuego, tengo la esperanza de que los epitafios finales para cada uno y todos los posibles 11 de septiembre sean las palabras suaves e inmortales de Gandhi: “La violencia habrá de prevalecer contra la violencia solamente cuando alguien me pueda probar que el modo de terminar con la oscuridad es con más oscuridad”.
* Su último libro es Entre Sueños y Traidores: un Striptease del Exilio.
El 11-S parecerá un desvío en la historia
Timothy Garton Ash
Entre las numerosas teorías de la conspiración que circulan a propósito del 11-S, una que aún no he visto es que Osama bin Laden era un agente chino. Sin embargo, camaradas (como solían decir los comunistas), se puede decir objetivamente que China ha sido el mayor beneficiario de los 10 años de reacción de Estados Unidos tras las puñaladas islamistas recibidas en su corazón.
En otras palabras: cuando se escriban artículos sobre el aniversario el 11 de septiembre de 2031, ¿hablarán los comentaristas de una guerra de 30 años contra el terrorismo islamista, comparable a la guerra fría, y la considerarán el rasgo fundamental de la política mundial desde 2001? Creo que no. Lo más probable es que digan que lo que define este periodo en su conjunto es el histórico traspaso de poder de Occidente a Oriente, con una China mucho más poderosa, un Estados Unidos menos poderoso, una India más fuerte y una Unión Europea más débil.
Como señala el historiador de Stanford Ian Morris en su interesantísimo libro Why the West rules-for now, este cambio geopolítico se producirá en el contexto de unos avances tecnológicos de una rapidez sin precedentes, por el lado positivo, y una cantidad de retos mundiales también sin precedentes, por el negativo.
Por supuesto, estas no son más que conjeturas basadas en el conocimiento de la Historia. Pero, si la situación avanza más o menos en ese sentido (o en cualquier otra dirección que no tenga que ver con el islam), la década posterior al 11-S en la política exterior estadounidense parecerá un desvío; un desvío muy amplio y lleno de consecuencias, sin duda, pero no la carretera principal. Es más, si la primavera árabe concreta sus promesas modernizadoras, los atentados terroristas en Nueva York, Madrid y Londres serán auténticos restos del pasado: un final y no un principio. Aunque la primavera árabe se convierta en un invierno islamista, y la vecina Europa se vea amenazada, eso no significa que la lucha contra el islamismo autoritario y violento vaya a ser el rasgo fundamental de las próximas décadas. El islamismo violento seguirá siendo un peligro importante, pero, en mi opinión, no el más decisivo; sobre todo para Estados Unidos.
Podemos examinar esta misma idea mediante una hipótesis. En el verano de 2001, la concepción geopolítica del mundo que tenía el Gobierno de George W. Bush, si es que la tenía, consistía sobre todo en la inquietud por la posición de China como nuevo rival estratégico de Estados Unidos. ¿Qué habría ocurrido si no se hubieran producido los atentados del 11-S y Estados Unidos hubiera seguido centrando su atención en esa rivalidad? ¿Y si hubiera sabido ver que la victoria de Occidente al final de la guerra fría y la consiguiente globalización del capitalismo habían desatado en Oriente unas fuerzas económicas que iban a convertirse en su mayor desafío a largo plazo? ¿Y si Washington hubiera llegado a la conclusión de que esa rivalidad exigía, en vez de más poderío militar, inversiones más abundantes e inteligentes en educación, innovación, energía y medio ambiente, además del pleno despliegue del poder blando de Estados Unidos? ¿Y si hubiera comprendido que, ante el renacimiento de Asia, era preciso reequilibrar la relación entre consumo, inversión y ahorro en Estados Unidos? ¿Y si su sistema político y sus dirigentes hubieran sido capaces de actuar basándose en esas conclusiones?
Aun así, China e India estarían en ascenso. Aun así, habría un traspaso de poder de Occidente a Oriente. Aun así, nos enfrentaríamos al calentamiento global, la escasez de agua, las pandemias y todos los demás jinetes del apocalipsis de la era moderna. Pero cuánto mejor preparado estaría Occidente, y en especial Estados Unidos.
Fin de la hipótesis. Se produjeron los atentados; Estados Unidos tenía que responder. Un Gobierno que, hasta entonces, había buscado algo que diera sentido a su mandato lo encontró con creces. Diez años después podemos decir que la amenaza de Al Qaeda ha disminuido enormemente; no ha desaparecido, porque eso nunca ocurre con el terrorismo, pero sí disminuido. Y esa es una victoria; pero a qué precio.
Estados Unidos libró dos guerras, una por necesidad, en Afganistán, y otra por elección, en Irak. La de Afganistán podría haber acabado antes, con menos costes y mejores resultados, si el Gobierno de Bush no se hubiera lanzado a invadir Irak. Estados Unidos ha dañado su propia reputación y ha debilitado su poder blando (la capacidad de atracción) con horrores como los de Abu Ghraib. Mientras tanto, y en parte como consecuencia de lo sucedido durante esta década, Pakistán, un país nuclearizado, es un peligro mayor que hace 10 años. En el mundo musulmán en general, incluidas las comunidades musulmanas de Europa, existen tendencias contradictorias. Podemos ver muestras de modernización y liberalización, tanto en la primavera árabe como entre los musulmanes europeos, pero también -es el caso de Pakistán y Yemen- de mayor radicalización islamista.
Un gran proyecto de investigación llevado a cabo por la Universidad de Brown sobre los costes de la guerra establece que, durante estos 10 años, «han ido a la guerra más de 2,2 millones de estadounidenses y han regresado más de un millón de veteranos». Calcula que el coste económico total que han tenido hasta ahora las guerras en Afganistán, Irak, Pakistán y otros escenarios de actuación antiterrorista asciende a una cantidad entre 3,2 billones y 4 billones de dólares. Según sus previsiones de actividad probable hasta 2020, esa suma podría ser de hasta 4,4 billones de dólares. Los expertos pueden no estar de acuerdo sobre las cifras, pero no hay duda de que son gigantescas. Redondeando, representan aproximadamente la cuarta parte de la enorme deuda nacional de Estados Unidos, que a su vez está empezando a acercarse al 100% del PIB.
Pero eso no incluye, en absoluto, lo que los economistas llaman los costes alternativos o de oportunidad. No se trata solo de todo lo que Estados Unidos habría podido invertir en recursos humanos, puestos de trabajo cualificados, infraestructuras e innovación con 4 billones de dólares, o incluso con la mitad de esa cantidad, si se supone -con generosidad- que había 2 billones que eran realmente necesarios para dedicar medios militares, de seguridad y de inteligencia a reducir la amenaza terrorista contra Estados Unidos.
Se trata, sobre todo, de los costes de oportunidad en atención, energía e imaginación. Para entender un país, conviene preguntarse quiénes son sus héroes. En esta década, Estados Unidos ha tenido dos tipos de héroes. Uno, el de los empresarios e innovadores. Steve Jobs, Bill Gates. Otro, el de los guerreros: el Marine, el SEAL de la Armada, el bombero, todos «nuestros hombres y mujeres de uniforme». El otro día, en CNN (no Fox News) oí a la presentadora hablar de «nuestros guerreros», como si fuera un apelativo neutral y propio del oficio. Y al oír alguna de las historias de valor individual de esos estadounidenses de uniforme, siempre me siento asombrado, inspirado y empequeñecido. Eso tiene que quedar claro en este aniversario. Pero no puedo evitar preguntarme a qué puestos de trabajo van a volver estos valientes. ¿A qué hogares, qué vidas, qué escuelas para sus hijos? Los sondeos de opinión indican que eso es lo que se preguntan también muchos estadounidenses. Sus prioridades están otra vez dentro de sus fronteras.
Lo que dijo el presidente Obama el jueves en su discurso extraordinario ante el Congreso sobre la creación de empleo es más importante para ellos que las palabras que pueda pronunciar, por elocuentes que sean, cuando hable en la catedral Nacional de Washington -con las huellas del reciente terremoto- el domingo, para conmemorar el aniversario del 11 de septiembre. Los guerreros merecen todos los honores, pero los héroes que Estados Unidos necesita hoy son los que sean capaces de crear puestos de trabajo.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Facts are subversive: political writing from a decade without a name. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
¿Había otra alternativa?
Noam Chomsky
TomDispatch.com
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Nos estamos aproximando al décimo aniversario de las horrendas atrocidades acaecidas el 11 de septiembre de 2001, unos hechos que, según se considera a amplios niveles, cambiaron el mundo. El pasado 1 de mayo un equipo de los comandos de elite estadounidenses, los SEAL de la Marina, asesinaron al presunto cerebro del crimen, Osama bin Laden, después de capturarle, desarmado e indefenso, a través de la Operación Jerónimo.
Un grupo de analistas ha observado que aunque finalmente se haya acabado con Bin Laden, éste consiguió, no obstante, algunos éxitos importantes en su guerra contra EEUU. “Afirmó repetidamente que el único camino para sacar a EEUU del mundo musulmán y derrotar a sus sátrapas era involucrar a los estadounidenses en una serie de pequeñas pero onerosas guerras que les llevaran finalmente a la bancarrota”, escribe Eric Margolis. “‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias palabras”. A EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le faltó tiempo para precipitarse en la trampa… Resulta grotesco que los inflados desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el legado más pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”, especialmente en unos momentos en que la extrema derecha está cínicamente explotando el tema de la deuda, con la connivencia del establishment demócrata, para socavar lo que queda de programas sociales, educación pública, sindicatos y, en general, las barreras que aún resisten ante la tiranía de las corporaciones.
Que Washington se inclinó por cumplir los más fervientes deseos de bin Laden fue algo que se puso en evidencia de inmediato. Como expuse en mi libro “9-11”, escrito poco después de que ocurrieran los ataques, nadie con conocimiento sobre la región fue capaz de reconocer “que un ataque masivo contra una población musulmana era la respuesta a las plegarias de bin Laden y sus socios, y que conduciría a EEUU y a sus aliados hacia una ‘trampa diabólica’, como señaló el ministro francés de Asuntos Exteriores”.
El importante analista de la CIA responsable desde 1996 de seguirle el rastro a Osama bin Laden, Michael Scheuer, escribió poco después que “bin Laden le ha precisado muy bien a EEUU las razones por las que está emprendiendo la guerra contra nosotros. [Él] está decidido a cambiar drásticamente las políticas estadounidenses y occidentales hacia el mundo islámico”, y en gran medida lo ha conseguido: “Las fuerzas y políticas de EEUU están completando la radicalización del mundo islámico, algo que Osama bin Laden trató de conseguir con un éxito sustancial aunque incompleto desde los primeros años de la década de 1990. Como consecuencia, pienso que es justo concluir que los EEUU de América siguen siendo el único aliado indispensable de bin Laden”. Y bien podría decirse que así sigue siendo incluso después de su muerte.
El primer 11-S
¿Había alternativa? Hay muchas posibilidades de que el movimiento yihadista, gran parte de él muy crítico hacia bin Laden, se hubiera dividido y debilitado tras el 11-S. “El crimen contra la humanidad”, como fue justamente denominado, podría haberse considerado como tal crimen y haber llevado a cabo una operación internacional para apresar a los posibles sospechosos. Pero aunque en aquel momento se reconoció tal posibilidad, ni siquiera se pasó a considerar la idea de hacerlo así.
En “11-9”, citaba la conclusión de Robert Fisk de que el “horrendo crimen” del 11-S se cometió de forma “perversa y con una crueldad impresionante”, una valoración certera. Es útil tener en mente que los crímenes podrían haber sido incluso peores. Supongamos, por ejemplo, que el ataque hubiera llegado hasta a bombardear la Casa Blanca, matar al presidente, imponer una dictadura militar brutal que asesinara a miles y torturara a decenas de miles mientras establecía un centro internacional de terror para ayudar a imponer estados similares de tortura y terror por todas partes y desarrollar una campaña internacional de asesinatos; y como estímulo adicional, hubieran traído un equipo de economistas –llamémoslos “los chicos de Kandahar”- para hundir velozmente la economía en una de las mayores depresiones de su historia. Eso, francamente, hubiera sido mucho peor que el 11-S.
Lamentablemente, este no es un pensamiento experimental. Sucedió. La única inexactitud en ese breve relato es que las cifras se habrían multiplicado por 25 para producir los equivalentes per capita en la medida apropiada. Desde luego, me estoy refiriendo a lo que en Latinoamérica se llama a menudo “el primer 11-S”, el 11 de septiembre de 1973, cuando EEUU consiguió tras intensos esfuerzos derrocar al democrático gobierno de Salvador Allende en Chile con un golpe militar que colocó en el poder al brutal régimen del general Pinochet. El objetivo, en palabras de la administración Nixon, era matar el “virus” que pudiera animar a todos aquellos “extranjeros dispuestos a putearnos” apropiándose de sus propios recursos y siguiendo de diversas maneras una política intolerable de desarrollo independiente. Al fondo estaba la conclusión del Consejo Nacional de Seguridad de que si EEUU no podía controlar Latinoamérica, no podía esperar “conseguir un orden que le fuera favorable en otros lugares del mundo”.
El primer 11-S, a diferencia del segundo, no cambió el mundo. No se produjo “nada que tuviera muy grandes consecuencias”, como Henry Kissinger aseguraba a su jefe pocos días después.
Estos acontecimientos de consecuencias pequeñas no se limitaron al golpe militar que destruyó la democracia chilena y puso en marcha la historia de horror que le siguió. El primer 11-S fue justo uno de los actos de un drama que empezó en 1962, cuando John F. Kennedy cambió la misión del ejército latinoamericano de “defensa hemisférica” –una anacrónica reliquia de la II Guerra Mundial- por “seguridad interna”, un concepto que implicó una aterradora interpretación en los círculos latinoamericanos bajo dominio estadounidense.
En la recientemente publicada por la Universidad de Cambridge “History of the Cold War”, el erudito latinoamericano John Coatsworth escribe que desde ese momento hasta “el colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura y ejecuciones de disidentes políticos no violentos en Latinoamérica superaron inmensamente a las de la Unión Soviética y sus satélites del Este de Europa”, incluyendo también muchos mártires religiosos y asesinatos masivos, siempre apoyados o iniciados en Washington. El último acto importante de violencia fue el brutal asesinato de seis importantes intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, pocos días antes de la caída del Muro de Berlín. Los autores fueron un batallón de elite salvadoreño, que ya había dejado un estremecedor rastro de sangre, recién salidos del entrenamiento de la JFK School of Special Warfare, que actuaban bajo las órdenes directas del alto mando del estado clientelista de EEUU.
Desde luego, las consecuencias de esta plaga hemisférica siguen aún reverberando.
Del secuestro y la tortura al asesinato
Todo eso, y más cosas aún del mismo cariz, se desechan como algo de escasas consecuencias y se olvidan. Aquellos cuya misión es gobernar el mundo disfrutan de una imagen más confortable, suficientemente bien articulada en el actual número de la prestigiosa (y valiosa) revista del Royal Institute of International Affairs en Londres. El artículo principal aborda “el visionario orden internacional” de la “segunda mitad del siglo XX”, marcada por “la universalización de una visión estadounidense de prosperidad comercial”. Algo hay en ese sentido, pero expresa bien poco de la percepción de quienes se llevan la peor parte.
Lo mismo ocurre respecto al asesinato de Osama bin Laden, que pone fin al menos a una fase de la “guerra contra el terror” vuelta a declarar por el presidente George W. Bush en el segundo 11-S. Permítannos volver a reflexionar sobre ese suceso y su significado.
El 1 de mayo de 2011, Obama bin Laden fue asesinado en un recinto que no contaba prácticamente con protección alguna mediante una misión de asalto de 79 SEAL de la Marina, que entraron en Pakistán en helicóptero. Después de que el gobierno facilitara y retirara muchas historias escabrosas, los informes oficiales dejaron cada vez más claro que la operación fue un asesinato planificado que violó múltiples normas elementales de derecho internacional, empezando por la invasión misma.
Parece que no hubo intento alguno de apresar a la desarmada víctima, lo que presumiblemente podrían haber hecho con facilidad 70 comandos que no enfrentaron oposición alguna, excepto, según informaron, de su mujer, también desarmada, a la que dispararon, en defensa propia, mientras “arremetía” contra ellos, según explicó la Casa Blanca.
El veterano corresponsal en Oriente Medio Yochi Dreazen y sus colegas del Atlantic fueron quienes proporcionaron una reconstrucción verosímil de los hechos. Dreazen, que anteriormente fue corresponsal en temas militares para el Wall Street Journal, es un importante periodista del National Journal Group que cubre asuntos militares y de seguridad nacional. Según su investigación, los planes de la Casa Blanca no parecían haber considerado la opción de capturar a bin Laden vivo: “La administración dejó claro al clandestino Mando Conjunto de Operaciones Especiales que querían a bin Laden muerto, según un alto funcionario estadounidense con conocimiento de las discusiones. Un oficial militar de alto rango informó sobre el asalto diciendo que los SEAL sabían que su misión no era cogerle vivo”.
Los autores añaden: “Para muchos del Pentágono y de la CIA que se habían pasado casi una década tratando de cazar a bin Laden, asesinar al combatiente era un acto necesario y justificado de venganza”. Además, “capturar vivo a bin Laden hubiera también supuesto para la administración todo un conjunto de irritantes desafíos políticos y legales”. Mejor era, pues, asesinarle y tirar su cuerpo al mar sin realizar una autopsia considerada esencial tras un asesinato, un acto que previsiblemente provocó mucha ira y escepticismo en gran parte del mundo musulmán.
Como demuestra la investigación del Atlantic, “la rotunda decisión de asesinar a bin Laden fue la más clara demostración hasta la fecha de un aspecto poco reseñado de la política contraterrorista de la administración Obama. La administración Bush capturaba a miles de sospechosos combatientes y les enviaba a campos de detención en Afganistán, Iraq y la Bahía de Guantánamo. En cambio, la administración Obama se ha centrado en eliminar a terroristas individuales en vez que tratar de cogerlos vivos”. Esta es una de las diferencias importantes entre Bush y Obama. Los autores citan al antiguo canciller de Alemania Occidental Helmut Schmidt, quien “dijo a la televisión alemana que el asalto estadounidense supuso ‘de forma absolutamente clara una violación del derecho internacional’ y que debería haberse detenido y procesado a bin Laden”, a diferencia del Fiscal General de EEUU Eric Holder, quien “defendió la decisión de matar a bin Laden aunque no supusiera una amenaza inmediata para los SEAL de la Marina, diciendo en un panel en el Congreso… que el asalto había sido ‘legal, legítimo y adecuado en todos los aspectos’”.
Los aliados criticaron asimismo el hecho de que se deshicieran el cuerpo sin realizar autopsia. El muy apreciado jurista inglés Geoffrey Robertson, que apoyó la intervención y se opuso en gran medida a la ejecución a partir de motivos pragmáticos, describió sin embargo la afirmación de Obama de que “se había hecho justicia” como un “absurdo” que debería haber resultado obvio para un antiguo profesor de derecho constitucional. La ley pakistaní “exige una investigación colonial en caso de muerte violenta, y las leyes internacionales de los derechos humanos insisten en que ‘el derecho a la vida’ exige una investigación cuando a partir de una acción policial o gubernamental se produce una muerte violenta. EEUU tiene por tanto el deber de realizar una investigación que satisfaga al mundo acerca de las verdaderas circunstancias de ese asesinato”.
Robertson nos recuerda útilmente que “no siempre fue así. Cuando llegó el momento de decidir el destino de hombres mucho más implicados que Osama bin Laden en actos perversos –los líderes nazis-, el gobierno británico quiso colgarles en las seis horas siguientes a su captura. El presidente Truman puso reparos, citando la conclusión del juez Robert Jackson de que ‘la conciencia estadounidense no debería asumir fácilmente, ni nuestros niños deberían recordar con orgullo, una ejecución sumaria… la única vía es determinar la inocencia o culpabilidad de los acusados tras una vista que fuera tan desapasionada como lo permitieran los tiempos y a partir de unos antecedentes que dejen claros nuestras razones y motivos’”.
Eric Margolis comenta que el hecho de que “Washington no haya hecho nunca pública la prueba de su afirmación de que Osama bin Laden estaba tras los ataques del 11-S”, posiblemente sea una de las razones por la que las “encuestas muestran que casi una tercera parte de los encuestados estadounidenses creen que el gobierno de EEUU y/o Israel estaban tras el 11-S”, mientras que en el mundo musulmán el escepticismo es mucho mayor. “Un juicio abierto en EEUU o en La Haya habría expuesto esas afirmaciones a la luz del día”, continúa, una razón práctica por la que Washington debería haberse sometido a la ley.
En sociedades que profesan algún respeto por la ley, se detiene a los sospechosos y se les somete a un juicio justo. Hago hincapié en la palabra “sospechosos”. En junio de 2002, el jefe del FBI Robert Mueller, en lo que el Washington Post describía como “sus más detallados comentarios públicos acerca de los orígenes de los ataques”, pudo tan solo decir que “los investigadores tienen la idea de que los ataques del 11-S contra el World Trade Center y el Pentágono procedían de los dirigentes de Al Qaida en Afganistán, que la conspiración última se preparó en Alemania y que la financiación se produjo a través de los Emiratos Árabes Unidos desde fuentes en Afganistán”.
Lo que el FBI creía y pensaba en junio de 2002 no era lo que sabía ocho meses antes, cuando Washington descartó las ofertas tentativas de los talibanes (si éstas eran serias es algo que ignoramos) de permitir que se juzgara a bin Laden si se les presentaban pruebas de su culpabilidad. Por tanto, no es verdad, como el presidente Obama afirmó en su declaración en la Casa Blanca tras la muerte de bin Laden, que “nosotros supimos rápidamente que era Al Qaida quien había perpetrado los ataques del 11-S”.
No ha habido nunca razón alguna para dudar de lo que el FBI creía a mediados de 2002, pero eso nos aleja de la prueba de culpabilidad exigida en las sociedades civilizadas y, cualquiera que sea esa prueba, no justifica el asesinato de un sospechoso que al parecer podría haber sido fácilmente detenido y llevado a juicio. Y las pruebas aportadas desde entonces confirman en gran media esa apreciación. Así, la Comisión del 11-S proporcionó amplias pruebas circunstanciales del papel de bin Laden en el 11-S basadas fundamentalmente en lo dicho por los prisioneros de Guantánamo en sus confesiones. Dudo mucho que gran parte de todo eso hubiera podido sostenerse ante un tribunal independiente, si consideramos los métodos seguidos para conseguir las confesiones. Pero en cualquier acontecimiento, las conclusiones de una investigación autorizada por el Congreso, aunque convenzan a quienes las consigue, no satisfacen el nivel necesario de una sentencia emitida por un tribunal creíble, que es lo que transforma la categoría del acusado de sospechoso en culpable.
Se cuentan muchas cosas de la “confesión” de bin Laden, pero eso fue un alarde y no una confesión, con tanta credibilidad como si yo “confieso” que gané el maratón de Boston. La jactancia nos dice mucho acerca de su carácter pero nada sobre su responsabilidad en lo que él consideraba como el gran logro del que quería atribuirse el mérito.
Una vez más, todo esto es, claramente, muy independiente de los juicios que uno pueda hacer acerca de su responsabilidad, que de inmediato se estimó clara, incluso antes de la investigación del FBI y así sigue siendo aún.
Crímenes de agresión
Merece la pena añadir que gran parte del mundo musulmán reconoció la responsabilidad de bin Laden y le condenó. Un ejemplo significativo es el del distinguido clérigo libanés Sheij Fadlallah, muy respetado en general por Hizbollah y los grupos chiíes, incluso fuera del Líbano. Tenía alguna experiencia de asesinatos. A él mismo le habían intentado asesinar: mediante un camión-bomba en el exterior de una mezquita, en una operación organizada por la CIA en 1985. Logró escapar pero mataron a otras 80 personas, en su mayoría mujeres y niñas que salían de la mezquita, uno de esos innumerables crímenes que no entran en los anales del terror debido a la falacia del “error de la agencia”. El Sheij Fadlallah condenó con dureza los ataques del 11-S.
Uno de los principales especialistas en el movimiento yihadista, Fawaz Gerges, sugiere que el movimiento podría haberse escindido en aquel momento si EEUU hubiera explotado la oportunidad en vez de fomentarlo, especialmente por el ataque contra Iraq, una gran bendición para bin Laden, que produjo un agudo incremento del terrorismo, como ya habían anticipado las agencias de inteligencia. Por ejemplo, en las audiencias Chilcot para investigar los antecedentes de la invasión de Iraq, el ex jefe de la agencia de la inteligencia británica interna, el MI5, testificó que tanto la inteligencia británica como la estadounidense eran conscientes de que Sadam no constituía ninguna amenaza seria, que era probable que la invasión incrementara el terrorismo y que las invasiones de Iraq y Afganistán habían radicalizado a determinadas partes de una generación de musulmanes que consideraban las acciones militares como un “ataque contra el Islam”. Como ocurre muy a menudo, la seguridad no era una prioridad importante para la acción estatal.
Podría resultar instructivo preguntarnos a nosotros mismos cómo reaccionaríamos si una serie de comandos iraquíes hubieran aterrizado en el recinto donde pudiera encontrarse George W. Bush, le hubieran asesinado y hubieran arrojado su cuerpo al Atlántico (tras los adecuados ritos funerarios, desde luego). Indiscutiblemente, no era un “sospechoso”, pero “el que decide”, el que dio las órdenes de invadir Iraq, es decir, de cometer el “crimen internacional supremo que difiere solo de otros crímenes de guerra en que en sí mismo contiene el acumulado mal del todo” por el que los criminales nazis fueron colgados: los cientos de miles de muertos, los millones de refugiados, la destrucción de la mayor parte del país y de su patrimonio nacional y el homicida conflicto sectario que se ha extendido ahora al resto de la región. Igualmente, de forma indiscutible, estos crímenes excedían cualquier cosa que pudiera atribuírsele a bin Laden.
Decir que todo esto es indiscutible, que lo es, no implica que no se deniegue. La existencia de quienes creen que la tierra es plana no cambia el hecho de que, indiscutiblemente, la tierra no es plana. Igualmente, es indiscutible que Stalin y Hitler fueron responsables de crímenes horrendos, aunque sus leales lo nieguen. De nuevo, todo eso debería ser demasiado obvio como para tener que comentarlo, y lo es, excepto en una atmósfera de histeria tan extrema que bloquea todo pensamiento racional.
De forma parecida, es indiscutible que Bush y asociados cometieron el “crimen internacional supremo”: el crimen de agresión. El juez Robert Jackson, jefe de la acusación de EEUU en Nuremberg, definió bastante claramente ese crimen. Un “agresor”, expuso Jackson en su declaración de apertura, es un estado que es el primero en cometer acciones tales como “invadir con sus fuerzas armadas, con o sin declaración de guerra, el territorio de otro Estado…” Nadie, ni siquiera los más radicales defensores de la agresión, niega que eso fue lo que Bush y asociados hicieron.
Haríamos bien asimismo en recordar las elocuentes palabras de Jackson en Nuremberg sobre el principio de universalidad: “Si ciertos actos que violan tratados son crímenes, tienen tal carácter de crímenes, ya sea Estados Unidos o Alemania quienes los perpetren, y no estamos dispuestos a establecer una norma de conducta criminal contra otros que no estemos dispuestos a invocar contra nosotros mismos”.
Queda claro también que las anunciadas intenciones resultan irrelevantes, aunque se crea realmente en ellas. Archivos internos revelan que los fascistas japoneses pensaban al parecer que arrasando China estaban trabajando para convertirla en un “paraíso terrestre”. Y aunque pueda ser difícil de imaginar, puede concebirse que Bush y compañía creían que estaban protegiendo al mundo de su destrucción por las armas nucleares de Sadam. Todo irrelevante, aunque los ardientes seguidores en todas partes puedan tratar de convencerse ellos mismos de otra cosa.
Nos quedan dos opciones: o Bush y asociados son culpables del “crimen internacional supremo”, incluyendo todos los males que siguieron, o declaramos que los procedimientos de Nuremberg fueron una farsa y los aliados fueron culpables de asesinato judicial.
La mentalidad imperial y el 11-S
Pocos días antes del asesinato de bin Laden, Orlando Bosch murió tranquilamente en Florida, donde residía junto a su cómplice Luis Posada Carriles y muchos otros socios del terrorismo internacional. Después de que el FBI le acusara de decenas de crímenes terroristas, Bush le garantizó a Bosch el perdón presidencial ignorando las objeciones del Departamento de Justicia, que encontraba “inevitable que esa conclusión resultara perjudicial para los intereses públicos de EEUU al proporcionar un puerto seguro a Bosch”. La coincidencia entre esas muertes trae de inmediato a la mente la doctrina de Busch II: “convertida ya en… una norma de facto de las relaciones internacionales”, que, según el renombrado especialista en relaciones internacionales de Harvard Graham Allison, “revoca la soberanía de los estados que proporcionan santuario a terroristas”.
Allison se refiere al pronunciamiento que Bush II dirigió a los talibanes: “Aquellos que alberguen terroristas son tan culpables como los mismos terroristas”. Por tanto, esos estados han perdido su soberanía y se convierten en objetivos de atentados terroristas, por ejemplo, el estado que ha albergado a Bosch y a su cómplice. Cuando Bush emitió esta nueva “norma de facto de las relaciones internacionales”, nadie pareció darse cuenta de que estaba haciendo un llamamiento a la invasión y destrucción de EEUU y al asesinato de sus criminales presidentes.
Nada de esto es problemático, por supuesto, si rechazamos el principio del juez Jackson de la universalidad y adoptamos en su lugar el principio de que EEUU se ha auto-inmunizado frente al derecho y a los convenios internacionales, como su gobierno ha dejado muy claro con frecuencia.
También merece la pena reflexionar acerca del nombre aplicado a la operación bin Laden: Operación Jerónimo. La mentalidad imperial es tan profunda que muy pocos parecen ser capaces de percibir que la Casa Blanca está glorificando a bin Laden al llamarle “Jerónimo”, el jefe indio apache que dirigió la valiente resistencia contra los invasores de los territorios apaches.
La elección casual del nombre es una reminiscencia de la facilidad con la que apodamos nuestras homicidas armas con los nombres de las víctimas de nuestros crímenes: Apache, Blackhawk… Es posible que reaccionáramos de forma diferente si la Luftwaffe hubiera llamado a sus aviones de combate “Judío” y “Gitano”.
Los ejemplos mencionados caerían bajo la categoría de la “excepcionalidad estadounidense” si no fuera por el hecho de que la fácil supresión de los crímenes de uno está prácticamente siempre presente entre los estados poderosos, al menos entre aquellos que no han sido derrotados y obligados a reconocer la realidad.
Quizá la administración percibía el asesinato como un “acto de venganza”, como concluye Robertson. Y quizá el rechazo de la opción legal de un juicio refleja una diferencia entre la cultura moral de 1945 y la de hoy, como él sugiere. Cualquiera que fuera el motivo, apenas tiene que ver con la seguridad. Como en el caso del “crimen internacional supremo” perpetrado en Iraq, el asesinato de bin Laden es otra ilustración del importante hecho de que muy a menudo la seguridad no es una prioridad importante en las acciones estatales, muy al contrario de la doctrina exhibida.
Noam Chomsky es profesor emérito de Lingüística y Filosofía del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts. Su libro más reciente es “9-11: Was There an Alternative?” (Seven Stories Press), resumido en el presente artículo.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175436/tomgram%3A_noam_chomsky%2C_the_imperial_mentality_and_9_11/#more