Edgar Morin: 101 años muy pensados

  «Nuestras mentes están poseídas por los mitos, las religiones y las ideologías»            Edgar Morin.

 

La vida es «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no tiene ningún sentido», escribe Shakespeare en ‘Macbeth’. El único sentido es el que le damos cada uno de nosotros. La vida del sociólogo y filósofo francés Edgar Morin, además de larga –en pocos días, el 8 de julio, cumple 101 años–, ha sido fecunda e intensa en ideas, acción y amores. Así lo explica en ‘Lecciones de un siglo de vida’ (Paidós, traducido por Núria Petit), un libro abierto sobre quién es y qué ha hecho, sobre qué piensa y en qué cree, sobre sus errores y aciertos.

Morin se desnuda, se vacía. Nunca ha tenido miedo a ser, a decirse verdades incómodas. Hoy, a su edad, menos. En 1995 le entrevisté y le pregunté de entrada si de joven, enrolado en la resistencia antinazi con Mitterrand, sabía que quien después sería presidente de la República inicialmente había apoyado a Pétain. Me respondió que sí: «Ya se sabe que en la lucha se acepta la llegada de nuevos aliados». Morin defiende la idea de cambio permanente, de rectificación, de evolución: «El ser humano no es ni bueno ni malo, es complejo y versátil». Y alerta: «Nuestras mentes están poseídas por los mitos, las religiones y las ideologías». Pienso que tiene razón y que a menudo nos encorsetan, nos encarcelan, nos dogmatizan. Solemos ver los barrotes mentales de los demás y no los nuestros. Por eso es útil su propuesta de «hacer cada diez años una revisión de la propia visión del mundo». ¿Sus revisiones más sonadas? Ante el nazismo, dejó atrás su pacifismo juvenil. Después de vivir seis años en «Stalilandia», se dio cuenta de su error, de la mentira histórica que le había atrapado.

Visto más en su conjunto, su tiempo secular ha estado marcado por un aumento evidente del bienestar material y por un aumento «proporcional del malestar existencial», por lo que «la hegemonía creciente de la economía va acompañada del deterioro de la política». Ante esto, es taxativo: «El regreso de la barbarie siempre es posible; ninguna conquista histórica es irreversible». Y la duda política fundamental que ya le había asaltado de joven: «La revolución me parecía necesaria, pero peligrosa; la reforma me parecía necesaria, pero insuficiente». La receta que ahora, de mayor, fomenta es la de un «humanismo regenerado y planetario» consistente en reconocernos los 8.000 millones de individuos como humanos a la vez iguales y singulares, y en respetar la naturaleza, tal y como razona en su libro ‘Tierra patria’.

Hijo de judíos laicizados sefardíes, de pequeño adoptó la identidad francesa sin renunciar al castellano antiguo que se hablaba en su casa. Durante años también quiso sentirse europeo, una fe que acabó perdiendo. A los 10 años se había quedado huérfano de madre. Casado cuatro veces, considera que ni fue buen hijo ni ha sido un buen padre. Ha escrito decenas de libros y ha recibido 38 doctorados ‘honoris causa’.

Dostoievski le enseñó a tener compasión, Hegel y Pascal a aceptar la complejidad y la contradicción, Montaigne a repensarse. Ha sido amigo de Marguerite Duras, vivió la liberación de París en 1944 y la Revolución de los Claveles en Lisboa en 1974, y viajó a menudo a Moscú entre 1989 y 1991 durante la ‘perestroika’ y la ‘gládsnost’. Pasión y razón han sido las fuerzas motrices, en tensión, que le han movido, cabalgando sobre las oleadas imprevisibles del azar y la poesía. Porque al fondo de todo siempre late un misterio insondable.

ARA