Dice el presidente Zapatero que es mejor reformas sin consenso que ausencia de reformas. Lo dice y quiere aparecer como salvador en una situación extrema. Todo estaría bien si no fuera por dos detalles no menores. El primero, que él es responsable directo de la situación. El segundo, que no se trata de reformar para derribar privilegios o afrontar oscuros intereses creados, sino de empeorar la situación de los más débiles, en nombre de una eficiencia en la que sólo creen algunos incautos que hacen el caldo gordo y sirven de ariete teórico e ideológico a los verdaderos beneficiarios de las reformas. Tampoco esos sindicatos que ahora se niegan al acuerdo son inocentes, seducidos por incentivos no siempre confesables en los plácidos años de la paz social.
En el PSOE llaman a eso socialdemocracia, aunque se corresponde mejor con un populismo tatcheriano con una leve pátina social: ha debilitado el sector público; ha dejado sin contenido (esto es, sin dotación presupuestaria) derechos sociales reconocidos al principio de su mandato; ha contribuido por omisión, pero también por acción, al marasmo económico; está protagonizando el mayor retroceso social en treinta años. ¿Con qué justificación? Con ninguna, como no sea la fe en que algún mecanismo sobrenatural (la mano invisible) lleve a los desheredados a una Arcadia feliz: otra vez la versión religiosa del dogma liberal.
A la innecesaria, arbitraria y seguramente ineficaz reforma laboral se une ahora la del sistema de pensiones. El runrún viene de antiguo y los mismos que hoy nos anuncian males sin cuento los vaticinaban hace quince años para hoy mismo. Brillantes augures que pronosticaban —quién sabe si previendo la independencia catalana y vasca— que la población española no superaría los treinta y cinco millones en 2020 o 2025. Se ha escrito mucho sobre y contra los argumentos utilizados para justificar la reforma. Los textos de Vicenç Navarro, ampliamente divulgados, voceados, asumidos y hasta plagiados, aunque seguramente matizables en algunos aspectos, son solventes e ilustrativos.
No obstante, quisiera centrarme en un aspecto que puede parecer anecdótico, pero que revela, a mi juicio, una forma de hacer las cosas. Y es que se ha utilizado como ariete para introducir el debate —en la reforma de las pensiones, pero también, recuérdese, en el de la reforma laboral—, el argumento de autoridad de cien economistas (en realidad son más), aglutinados por FEDEA, que aceptan el sacrificio de descender a los albañales de la prosaica realidad para transmitirnos los prístinos e inobjetables saberes de la ciencia que practican (¿o predican?) y mostrarnos lo equivocados que estamos. Así, no es el Gobierno quien, motu proprio, lanza una propuesta tal, sino que se ve impelido a ella ante la abrumadora contundencia de los datos. Recuerda mucho aquella afortunada frase: «Haga como yo, no se meta en política»; y fíese de los técnicos, que para eso están: la verdad tecnocrática como argumento supremo de gobierno frente a la mezquindad, subjetividad y ramplonería de la política.
Es cierto que cuando la realidad va en una dirección, es inútil que la política reme en la opuesta: no conseguirá sino empeorar las cosas. El voluntarismo político indocumentado y sin fundamentos teóricos y técnicos suele conducir al desastre. Pero eso no significa que cuanto diga un técnico ha de ser necesariamente la verdad objetiva, mucho menos cuando lo hace investido como sumo sacerdote o gurú iniciado en arcanos destinados sólo a elegidos.
El pensamiento económico acuñó hace mucho la distinción entre economía positiva y economía normativa. La primera se ocupa de los hechos desnudos y de las relaciones causales, e intenta prescindir de los juicios de valor; la segunda formula juicios sobre cómo deberían ser las cosas: el ser frente al deber ser. Por tanto, la teoría económica entra en el ámbito de lo positivo y la política económica en el de lo normativo.
El informe-manifiesto de FEDEA se basa en proyecciones hacia el futuro armadas a partir de supuestos sobre el comportamiento de las variables que entrañan un juicio subjetivo y, por tanto, son susceptibles de controversia. Pero aún va más allá. Establece que recurrir a los impuestos para financiar las prestaciones contributivas no es recomendable: economía normativa. Tampoco le parece viable incrementar los impuestos sobre las rentas del capital (sobre todo, porque, se dice en el informe, es necesario incentivar el ahorro para la jubilación; quizá aquí haya alguna clave interpretativa): economía normativa nuevamente. No quiero decir que no haya fundamento en lo que se dice, quizá lo haya; pero se intenta hacer comulgar a la sociedad con las ruedas de molino de una objetividad científica y una inevitabilidad de las cosas que no se corresponden con la realidad. El informe es incontrovertible en el marco de la lógica que lo inspira. Pero esa lógica, esos supuestos de partida, esa visión de «lo que debe ser» no es ni verdad revelada, ni dogma de fe. Eso sí, resulta curiosamente coherente con un sistema que, como muestra descarnadamente la situación presente, beneficia a una minoría y deja al resto de la población al albur de sus maniobras.
Claro que el raquítico estado de bienestar existente es insostenible… con los mimbres actuales: a pesar de la verborrea, ningún gobierno socialista ha intentado crear la base estructural que lo hubiera hecho sostenible, empezando por un sistema fiscal sólido. En plena euforia de ingresos proporcionados por la burbuja inmobiliaria, convenientemente alimentada por la acción gubernamental, Zapatero soltó aquello de que «bajar impuestos es de izquierdas». Esa frase ilustra mejor que cualquier otro indicador las bases conceptuales y teóricas de su gobierno. ¿Qué países han tenido problemas serios en Europa a causa de la crisis actual? No han sido precisamente los más sólidos fiscalmente. Quizá sea verdad, después de todo, que en el atraso español hay algo de idiosincrásico que impide ir más allá de la charanga, la pandereta, la prosperidad autosugerida y la modernidad de cartón piedra.
Llama la atención la facilidad con que el presidente Zapatero es capaz de asumir los intereses y argumentos de los más poderosos como propios y su permeabilidad a las presiones. Será ingenuidad, será convicción, será obsesión por aferrarse al poder. Sólo le quedaba bajarse los pantalones ante el lobby nuclear.