Un hecho que llama la atención es la poca o nula capacidad de
En esta ocasión, hablaré de Guillermo de Ockahm y de Marsilio de Padua. Dos ilustres que pusieron en entredicho el sometimiento de la razón a la fe, cuestionaron el poder temporal de
El primero era franciscano; el segundo, jurista y político. Ninguno de los dos ateo, ni agnóstico. Creyentes. El detalle no es baladí. Ambos terminarían excomulgados por el papado. Si no los llevaron a la hoguera, fue porque lograron escaparse de sus perseguidores.
El inglés Guillermo de Ockham (1285-1347) defendió que la teología no puede ser ciencia y no puede demostrar ninguna de sus doctrinas; son cuestiones de la voluntad. La fe no es condición necesaria para la salvación, pues Dios es absolutamente libre, y no puede verse coaccionado por nada, ni siquiera por el Papa.
Esta actitud de Ockham se puede rastrear en algunos teólogos actuales, por ejemplo, el jesuita Joseph Moingt, del que cuelo esta cita: «¿Para qué sirve Dios? Comenzar por desembarazarse de esa idea de que Él es útil. No, no es un objeto útil, aún menos lo es hoy en las condiciones del mundo moderno. Es el ser gratuito por excelencia, que no impone ni su presencia. No estimo que sea indispensable que los hombres piensen en Dios para salvarse: pueden salvarse de otro modo» (Joseph Moingt y Jean Bottéro, Marc-Alain Ouaknim, «La historia más bella de Dios. ¿Quién es el Dios de
Ockham reconoce que el poder imperial deriva de Dios, pero no gracias a la figura del Papa o a su mediación, sino del pueblo, de la asamblea de los creyentes, quienes, a su vez, son los encargados de elegir democráticamente a sus representantes, obispos, cardenales y papas. Ni el Papa ni el Concilio tienen autoridad para establecer verdades que todos los fieles deban aceptar. La infalibilidad del magisterio religioso pertenece a
Guillermo de Ockham, acérrimo defensor de la pobreza de Jesucristo, temática desarrollada en la novela y película de igual nombre «El nombre de
Marsilio de Padua (1275/1280-1343) fue rector de
Lo que es justo o injusto, ventajoso o nocivo para la comunidad humana no lo sugiere un instinto infalible puesto en el hombre por Dios ni por la misma razón divina, sino que lo juzga la razón humana, creadora de la ciencia del Derecho. Justamente todo lo que sí piensa la obispada actual.
El único legislador es el pueblo, es decir, «todo el cuerpo de los ciudadanos».
Concluye que la pretensión del papado de asumir la función legislativa y la plenitud del poder no es sino un intento de usurpación que no produce ni puede producir otra cosa que escisiones y conflictos.
Del mismo modo, para evitar estas disensiones por motivos de fe, señala que la autoridad legítima no es la del Papa, sino la del concilio convocado en la debida forma, o sea, de modo que esté en él presente directamente o por delegación «la parte predominante de la cristiandad». ¿Imaginan un concilio de estas características para determinar cuáles deberían ser las relaciones de
En cuanto a las relaciones entre fe y razón, Marsilio señala que se trata de dos ámbitos claramente separados. Nada tienen que ver las cosas de la fe y las cosas de la razón. Siguen veredas y fines distintos. Quienes pretenden relacionarlas buscan indefectiblemente el sometimiento de la razón a la fe.
Marsilio de Padua considera que
Ni que decir tiene que los obispos y los papas lo odiaron a muerte. Y que los actuales ni lo nombren por equivocación. El papa Clemente VI lo calificaría como el «mayor hereje jamás conocido» cuando anunció aliviado su muerte el 10 de abril de 1343. Tampoco sus paisanos le tuvieron mucha devoción. En su ciudad de Padua ni siquiera dispone de una estatua que recuerde su nombre.
Y eso que el rechazo al poder eclesiástico era habitual entre los humanistas de
Idéntica opinión mantenía el humanista Guicciardini: «Tres cosas desearía ver antes de morir, pero dudo que, aunque viviera muchos años, pudiera ver alguna de ellas: una vida de república bien ordenada en nuestra ciudad, Italia libre de los bárbaros y el mundo liberado de estos curas malvados».
Sólo le faltó añadir: «y libre de moscas», para imaginar que quien estaba hablando de esa guisa era la encarnación del mismísimo don Pío Baroja