Ofrecemos dos extractos de ‘La guerra giudaica’ (al cuidado de Giovanni Vitucci, I-II vol., Fondazione Lorenzo Valla, Milán 1989), o sea, La guerra de los judíos, de Flavio Josefo, escrita en arameo y, posteriormente, ‘repeinada’ en griego, que narra la guerra nacional y social de los judíos contra la dominación romana y la toma de Jerusalén por las legiones entre el invierno de 66-67 y en septiembre de 70. Vástago de una familia de la alta nobleza sacerdotal, decantado por los fariseos, y encargado de defender Galilea contra las tropas del futuro emperador Vespasiano y su hijo Tito, José renegó de la lucha llevada por sus compatriotas rebeldes, considerados ‘ladrones’ por los dominadores, pero, de hecho, activistas alzados contra los antiguos privilegios recuperados por las clases altas, gracias a la ‘Pax Romana’ , y defensores de las capas más humildes en busca de una sublevación general. José, que consideraba esta posición rebelde la responsable última de la derrota nacional, se convirtió en un propagandista encendido del imperio romano al cambiar una profecía que anticipaba el advenimiento de un rey de Oriente, destinado a dominar el mundo entero, y lo sustituyó por Vespasiano y su hijo Tito: ‘Tú, oh Vespasiano, serás César y emperador, tú y tu hijo. Permíteme, ahora, obedecer más estrechamente, y que tu propia persona sea mi custodio; porque, tú, César, no eres solamente mi amo, sino que eres también el dueño de la tierra y del mar y de todo el género humano’. José terminó sus días como ciudadano romano (Flavio Josefo), protegido por los emperadores y próximo a los círculos judeocristianos.
El resto de comandantes de los romanos consideró una suerte inesperada los desacuerdos entre sus enemigos, estaban ansiosos por marchar sobre Jerusalén e incitaban a Vespasiano, de quien dependía la decisión última, aduciendo que el favor de la divinidad se les había hecho presente dividiendo a los enemigos en dos facciones opuestas. Pero, en cualquier momento, se podía producir un cambio de situación y, rápidamente, los judíos, hartos de la guerra civil o arrepentidos, podían reconciliarse. Pero Vespasiano les respondió que sus razonamientos eran totalmente desacertados, porque les consumía el deseo de exhibir, como en un teatro, el valor y la fuerza, un espectáculo no carente de peligros, sin preocuparse de la utilidad y de la seguridad. Si la hubiera emprendido inmediatamente contra la ciudad, habría provocado la reconciliación de los enemigos y atraído contra él su potencia en su máximo vigor; si, en cambio, esperaba, los encontraría reducidos en número por los huecos causados por la guerra civil. Más valiente, como capitán de ellos, era la divinidad, que estaba entregando los judíos a los romanos sin combatir y ofreciendo graciosamente la victoria al general ahorrándole cualquier riesgo. En conclusión, dado que los enemigos se destruían ellos mismos, y se habían entregado al peor de los males, la guerra fratricida, convenía a los romanos el permanecer como espectadores de su ruina, en lugar de enfrentarse a individuos dispuestos a morir y enfurecidos los unos contra los otros. ‘Si hay quien piense que la gloria de la victoria será menos agradable sin luchar, dijo Vespasiano, que tenga presente el éxito logrado sin exponerse a los peligros y más ventajoso que obtenerlo por la incierta prueba de las armas. Y no deben considerarse menos gloriosos los que logran los mismos resultados, sabiendo dominarse y con cálculo frío, que quien destaca en el combate… ‘.
«Muy consciente de que la conservación o la destrucción de Jerusalén tendría una importancia muy distinta para él, Tito no olvidaba exhortar a los judíos a reflexionar, mientras proseguía las operaciones de acoso… Envió a José a parlamentar en su lengua, pensando que quizás se dejarían persuadir por un compatriota. Y José conjuró mucho rato los judíos a cuidar de sí mismos y del pueblo, a cuidar de la patria y del templo, y a no alimentar una indiferencia frente a todo ello mayor que la de los extranjeros… Ciertamente, era hermoso combatir por la libertad, pero había que hacerlo desde el principio; ahora, una vez sometidos y convertidos en vasallos durante tanto tiempo, querer sustraerse al yugo no era de personas amantes de la libertad, sino de personas que querían acabar mal… Hacía falta, ciertamente, despreciar a dueños de poco valor, pero no a los que dominaban el mundo entero. Qué quedaba, fuera del Imperio romano, sino páramos desolados por el calor abrasador o el frío riguroso? La fortuna se había decantado en todas partes por los romanos y la divinidad que otorga el mando entre las naciones se había detenido en Italia. Era ley suprema, tanto entre las bestias como entre los hombres, ceder ante el más fuerte y permitir el dominio de quien dispone de armas más poderosas. Por esta razón, los antepasados, que los habían superado ampliamente en atributos espirituales y físicos, y en todo tipo de medios, se habían sometido a los romanos, y no se habrían entregado si no hubieran sabido que la divinidad estaba de su lado… y añadía que estaba bien eso de cambiar de pensamiento ante un desastre irreparable y pensar con pureza mientras quedara tiempo… Así clamaba, entre lágrimas, José, pero los rebeldes no hicieron acto de sumisión ni consideraron prudente cambiar de parecer».
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