La semana pasada, en Artaxona, en una semana cultural dedicada como otros años a Jimeno Jurío, nombraron navarro del año a Pablo Antoñana. Natural de Viana, en la ribera del Ebro, es un escritor de voz potente que remite a una sociedad acallada. Dada la diglosia del euskara, algunos sostienen la tesis de que la dedicación a esta lengua debe ser total. Euskal Herria no puede ser otra versión que el país del euskara. Lo he discutido a veces, con matices, y se me responde que lo que se haga en castellano (en francés) es cultura española (francesa).
Tengo mis dudas. Es evidente la perspectiva del papel central que la lengua vasca tiene en nuestra identidad nacional. Pero también he conocido el caso de ciudadanos de este país educados en euskara, en ikastolas, que manejan una visión rabiosamente española del mundo, de la vida, de la tierra, de la cultura… ¿No existe el menor resquicio para la posibilidad inversa? ¿No hay una parte del país que sobrevive, aunque sea fuera, que pertenece al universo cultural, aunque haya perdido la lengua?
¿Tenemos que renegar, entonces, de creadores y escritores tan apegados a Euskal Herria, a sus gentes, a sus problemas, a la memoria de los agravios sufridos, incluso a la conciencia de la lengua vasca extraviada, como Antoñana?
Pablo creció con la generación navarra que las pasó canutas durante la guerra y la posguerra. En su intervención en el homenaje de Artaxona leyó una carta dirigida a su viejo amigo Jimeno Jurio, con el que compartió humores y destemplanzas. De Viana a Artajona, vino a decir, «tu pueblo y el mío tenían muchas cosas en común, murallas, cuestas, casas que no habían sido retocadas en tiempos, y los carlistas, los nuestros de siempre».
Explica Pablo que según el Almanaque Francés los nacidos en su fecha debían de ser coléricos, groseros, poco contentadizos, fatalistas, una especie de fuerza ciega. Y para hacer honor a ese carácter se presenta en público refunfuñando, quisquilloso, ceñudo. Con un estilo que me recuerda a Baroja, alude a aquellas condiciones de vida de los vencidos con un cierto poso de retranca, y las describe con una anécdota: «Y menos mal que tenemos intemperie, como dijo un soldado de la guerra de Cuba a otro que lo fue de la ultima carlista. El de Cuba se quejó de que dormía a la intemperie, y el carlista replicó, «al menos vosotros teníais intemperie».
Hay que entender que en la época en que Pablo escribió la mayoría de sus libros no era recomendable asomar la oreja, ni hablar a la ligera, ni se podía aludir impunemente a los tiempos que corrían, de modo que ambientó sus historias en guerras previas, lejanas, legendarias. Pero cuando habla de carlistas de otros siglos, de hambrunas, poderes y sotanas, lo hace con la autoridad de su propia experiencia. Ahí entra la célebre alusión a Cánovas, que se la escuchó en persona a un diputado foral que en su día conoció: «a los amigos el favor; a los enemigos, la justicia». En todo caso Antoñana camina por las guerras, pero se detiene más en sus resultados, en sus consecuencias. En la posguerra.
De su paso por los ayuntamientos de Sansol, Desojo, el Busto, de donde fue secretario, en la Merindad de Estella, se inventó una República de Yoar donde situó a sus personajes, para que hablaran de sus problemas y respiraran fuera de la Navarra opresiva, santurrona, del Opus Dei, propiedad privada de los caciques que sembraron de cadáveres las cunetas.
Pocos honores y premios le han llegado a este autor vasco, y menos de las autoridades públicas. Tampoco es probable que los esperara, a juzgar por sus palabras: «El poder no soporta a quien discrepa o estorba, y ha de reducirlo a obediencia. Los modos son muchos y a veces sutiles, tantos como maneras hay de matar pulgas: la conspiración del silencio, la negación de auxilio, el no reconocimiento público…»
Como decía Pili Yoldi en su comentario de prensa, Pablo es ese escritor que, en la pelea de barrio que es la vida social cotidiana, prefiere «ser perro vagabundo que perro de jauría». Una comparación que le viene al pelo al escritor, siempre gruñón y esquivo. De la escuela de los cínicos. Un Diógenes de Viana.