Diálogo, consenso, acuerdo

Es tiempo de diálogo, sin duda; pero quizás con diálogo no es suficiente. En el seno de las sociedades democráticas avanzadas, las decisiones importantes requieren un consenso que a menudo puede llegar a tener un alcance importante (en una dictadura, en cambio, no es necesario argumentar gran cosa: la mayoría de decisiones van acompañadas simplemente de coerción). Se argumenta en el Parlamento, pero también en las humildes reuniones de las comunidades de propietarios. Se argumenta en un aula, o en un consejo de administración, o en una mesa de negociación, o en una sentencia judicial, o en un debate entre candidatos. El cambio político más importante que ha experimentado Cataluña en los últimos años tuvo como catalizador principal (aunque no único, por supuesto) la literalidad de una sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006, hecha pública a principios de verano de 2010. Incluso un simple artículo de opinión -recordemos el célebre «J’accuse» a finales del XIX- a veces es capaz de sacudir la conciencia de todo un país y provocar cambios sociales de gran alcance.

Uno de los principales objetivos del periodismo moderno es el análisis de cuestiones políticas referidas a polémicas actuales e inmediatas (parlamentarias, partidistas, institucionales, ideológicas, etc.). Las directrices agrarias practicadas durante el Imperio Austrohúngaro constituyen, sin duda, una cuestión política, pero hoy difícilmente serían objeto de polémica porque no forman parte de la actualidad. La focalización de la polémica en clave de actualidad es inherente a la misma inercia informativa. Paradójicamente, estos análisis suelen hacer abstracción de las condiciones de posibilidad que permitirían dirimir y cerrar -o no- determinadas confrontaciones dialécticas. A menudo menospreciamos la cuestión de si es realmente posible -o no- llegar a un consenso, y lo hacemos en nombre de una agenda… que caduca al cabo de unas horas.

En nuestro contexto político, en las circunstancias que vivimos, ¿es posible iniciar hoy un diálogo honesto? Quisiera pensar que sí. ¿Y es también posible hacerlo desembocar en un consenso sobre cuestiones de fondo, o incluso en un verdadero acuerdo programático que no vaya a remolque de contingencias relacionadas con la actualidad? Esto ya es otra historia. Hay pocas cosas más fáciles que simular un consenso, o hacer ver que se ha llegado a un gran acuerdo. A la hora de la verdad, en todo caso, la precariedad del consenso acaba aflorando. Sólo es cuestión de tiempo. En el caso de las relaciones entre Cataluña y España, ¿qué habría que consensuar, más allá del corto plazo? Es decir: ¿cuál es el verdadero sustrato del conflicto, el que lo motiva en un sentido profundo, estructuralmente? El punto más importante -pero no el único- está relacionado con la noción de sujeto político. Entender que Cataluña es un sujeto político, o bien considerar que sólo es una parte de otro sujeto político que lo contiene, no es de ninguna manera lo mismo. Esto lo condiciona todo. De hecho, la sentencia contra el Estatuto de 2006 se ensañaba justamente con su preámbulo porque planteaba la existencia un sujeto político diferenciado y, en consecuencia, legitimaba a largo plazo la posibilidad de autodeterminación.

Admito que una deliberación de estas características, referida a una abstracción que no forma parte de la rabiosa actualidad, no se resolverá con media docena de reuniones de carácter ejecutivo, ni tampoco con cincuenta. En todo caso, el tema nuclear, el fondo del fondo de la discusión, no es otro que éste. Y todavía hay un aspecto previo que hace referencia a la misma legitimidad -¡o incluso a la legalidad!- de un diálogo de este tipo en sede parlamentaria (Carme Forcadell está en prisión acusada justamente de eso). Este aspecto previo lleva a un bucle que recuerda la admonición estrella de las viejas asambleas universitarias: «¡Primero votamos si hay que votar!». Confusión y parálisis aseguradas. Por eso quiero subrayar de nuevo el adjetivo que he empleado antes en relación al diálogo: honesto. Lo que podría desembocar en una solución satisfactoria para ambas partes está más relacionado hoy con una actitud que con una sofisticada argumentación jurídica o con la esgrima política. Esquivar el bucle no es fácil, ni apetece: todo el mundo puede salir dañado y quedar mal -y perder el cargo-. De hecho, los grandes estadistas que gestionaron la victoria de la Segunda Guerra Mundial en el siglo XX -Churchill, De Gaulle, Adenauer- a menudo quedaron mal con sus electores -y, como Churchill, perdieron el cargo- en nombre del largo plazo. En nombre de la Historia con hache mayúscula, de hecho. Pero eso ya es pedir demasiado, supongo.

ARA