En el pasado se han propuesto diversas concepciones sobre qué somos o cómo somos los humanos. Así, nos encontramos desde las ingenuas versiones rousseaunianas que apelan a una pretendida bondad cooperativa intrínseca de los humanos en ausencia de circunstancias sociales que lo dificulten, hasta las nada sofisticadas versiones de algunas teorías económicas que piensan en los homo sapiens como meros egoístas racionales que buscan siempre maximizar sus intereses. En los últimos años, sin embargo, las investigaciones cognitivas y de las neurociencias están aclarando las principales bases biológicas subyacentes a nuestra especie. Nuestro cerebro es un producto de la evolución que contiene diferentes estratos o componentes. Destacan dos conclusiones: la continuidad evolutiva en el comportamiento entre los animales humanos y animales prehumanos, y la convivencia de emociones y objetivos de carácter egoísta con otras -como la empatía- que impulsan a la cooperación de grupo. Los humanos somos egoístas cooperativos. A veces estos dos elementos se complementan, pero otras veces resultan contradictorios. Su gestión se llama política.
Algunos filósofos del pasado intuyeron esta doble composición antropológica. Uno de los más interesantes es Hobbes. En contra de lo que a veces se dice, Hobbes no defiende que los humanos sean egoístas por naturaleza. Esto hace perder de vista los dos puntos claves de su concepción: la idea de que la cooperación resulta imposible cuando no existe confianza entre los humanos, y que esta confianza resulta imposible si no hay un poder político eficiente, capaz de hacer cumplir la ley y los acuerdos. Sin este poder no resulta racional esperar que los demás cumplan su parte de los pactos cooperativos. Hobbes describe la imposibilidad de la industria, la cultura, el conocimiento, las artes y la sociedad en ausencia de un gobierno capaz de mantener la paz y hacer cumplir las normas y acuerdos. La confianza se convierte así en una pieza angular de la convivencia de las colectividades, pero se trata de una virtud políticamente inducida. En dos frases memorables, mantiene que cuando no hay un gobierno efectivo, «la vida de los hombres es solitaria, pobre, peligrosa, brutal y corta», mientras que «los acuerdos sin la espada no son más que palabras».
Cuando sobrevienen crisis agudas como la actual y los gobiernos se muestran desconcertados e impotentes, la confianza se vuelve un bien escaso. La tónica general es la desconfianza. Se constata desconfianza hacia la clase política, que no encuentra salidas más allá de tomar medidas de austeridad que no incentivan la recuperación y que laminan al bienestar de buena parte de la población; desconfianza hacia las instituciones de la Unión Europea, unos actores débiles y secundarios; desconfianza hacia los bancos, inductores de la crisis; desconfianza de los jóvenes hacia un mundo heredado que no les ofrece perspectivas; desconfianza entre los mismos ciudadanos, a menudo mezclada con aspectos étnicos o religiosos, etc.
La desconfianza incentiva discursos y actitudes de carácter populista, tanto de derechas como de izquierdas. Se trata de movimientos con análisis muy primarios, focalizados en críticas genéricas a los «políticos», la «inmigración», el «capitalismo», etc.
Los populismos son contradictorios con los valores liberales y favorecen versiones autoritarias de la democracia. El drama de los gobiernos europeos actuales es que las jugadas les pasan por arriba. En ausencia de una gobernanza internacional se encuentran superados por la lógica de los hechos. Unos hechos que han convertido los gobiernos en los rehenes paradójicos de la misma lógica financiera que ha provocado la crisis y a la que se han abocado a salvar. Las sociedades aguantan, pero se están acumulando los motivos para un estallido social. Los populismos encuentran terreno abonado en la pérdida progresiva de calidad en el bienestar y en el funcionamiento de unas democracias cada vez más opacas y tecnificadas.
Las democracias liberales se caracterizan por la protección de los derechos individuales y colectivos, y por el objetivo de evitar la conclusión práctica de Hobbes en favor de un poder absoluto -ya sea ejercido por una persona o por una asamblea-. Pero tampoco hay que olvidar nunca la principal lección del filósofo inglés: el poder político es el actor principal para que haya una confianza social sin la cual la convivencia se degrada y parte de los humanos se muestran mentalmente primitivos y prácticamente violentos. Combatir las causas de los populismos pertenece a la defensa de unos valores y de unas instituciones que ha costado siglos conseguir.