En el documento, Gran Bretaña anunciaba su apoyo al establecimiento de un “hogar nacional” para los judíos en Palestina. ¿Se ha sobrestimado históricamente su importancia?
El sionismo ha generado polémica desde su nacimiento como movimiento organizado en 1897. Por eso, no es extraño que, más de cien años después, la Declaración Balfour, un precedente importante en la creación del estado de Israel, haya alimentado otra cruda discusión sobre la legitimidad de la presencia judía en Oriente Medio, la complicidad de Occidente y la forma en la que el Imperio británico traicionó o no a los árabes.
El centenario del documento, en 2017, llegó en un mal escenario para Londres. En plenas negociaciones del Brexit y con atentados yihadistas recientes en Europa, la entonces primera ministra Theresa May no podía permitirse irritar a la comunidad musulmana. La premier, sin embargo, se resistió a obviar el aniversario de uno de los últimos momentos estelares del Imperio, y afirmó que los británicos debían sentirse orgullosos de lo que hicieron.
¿Pero qué es lo que hicieron exactamente? Londres fue el primer imperio que apoyó públicamente que Palestina, territorio que tendría que administrar después de la Primera Guerra Mundial, se convirtiese en un nuevo “hogar nacional” para los judíos. Al mismo tiempo, prometió que los derechos civiles y de culto de la población local no se verían afectados.
Por supuesto, este ejercicio de equilibrio diplomático solo es una parte de la realidad. La negociación secreta, sin contar con los árabes, y el envío de la declaración, antes de que se hiciera pública, al líder de la comunidad judía británica, lord Walter Rothschild, revelan que la balanza se había inclinado claramente del lado judío.
Aquello fue doloroso para los árabes. Les habían dicho que, a cambio de luchar codo con codo con Francia o Reino Unido en Oriente Medio contra el Imperio otomano, se establecería después de la guerra un estado para ellos en la llamada Gran Siria, que pertenecía entonces a los turcos. Ese territorio hoy integraría Israel, Siria, Líbano, Jordania y la provincia turca de Hatay. Pero eso no iba a pasar.
Hechos frente a la exageración
De todos modos, ambos bandos, judíos y árabes, exageran cuando celebran y demonizan hasta el extremo la declaración. Encarna para ellos el inicio de la creación del estado de Israel o uno de los orígenes principales de las malas relaciones entre Occidente y el mundo musulmán.
Los musulmanes pasan por alto que ellos también intentaron arañar territorios a espaldas de sus adversarios y mediante conversaciones secretas con los ingleses, tal como muestra la correspondencia entre el jerife de La Meca Husayn y el alto comisario británico en El Cairo, Henry McMahon. Por otra parte, el tratado franco-británico Sykes-Picot había certificado un año antes de la Declaración Balfour la voluntad francesa e inglesa de repartirse Palestina con el consentimiento de Rusia y a espaldas de sus aliados árabes.
En paralelo, muchos judíos olvidan que el compromiso británico era tan vago que nadie sabía muy bien cómo interpretarlo. Probablemente, se habría quedado en una mera declaración de buenas intenciones sin el aval posterior de la Sociedad de Naciones en 1922, sin el otorgamiento de la administración provisional de Palestina a Londres, sin la llegada masiva de inmigrantes hebreos a la región tras la Primera Guerra Mundial y sin la proclamación del estado de Israel en 1948, en plena marea internacional de solidaridad tras el Holocausto. La Declaración Balfour fue un precedente importante, pero no la causa de lo que vendría después.
También cometía un error Theresa May cuando daba a entender que su país fue el gran protagonista del documento y que las otras potencias y los propios judíos desempeñaron un papel secundario. En realidad, fue el resultado de un consenso internacional entre las grandes potencias que habría resultado imposible sin el enorme talento diplomático de los sionistas.
El primer ministro británico David Lloyd George sentía que los franceses les habían ganado, injustamente, la partida con el Acuerdo Sykes-Picot de 1916. Para Downing Street, las tierras de Palestina debían ser administradas exclusivamente tras la Gran Guerra por aquella potencia occidental que hubiera hecho más por liberarlas de los otomanos. No querían que Francia controlase, entre otras áreas, el norte de Galilea. Sin embargo, eso era precisamente lo que habían acordado. ¿Qué podían hacer?
Veamos, debió de pensar Lloyd George, el movimiento sionista ha ganado protagonismo, está bien organizado y cuenta con amplias conexiones internacionales. Si lograse el regreso de los suyos a Palestina, la convivencia entre los judíos y los árabes exigiría, seguramente, un gobierno provisional y unificado por parte de una potencia occidental. Podríamos ser nosotros. Además, concluyó tal vez, un acuerdo con los sionistas dejaría a los franceses al margen y nos ayudaría a ganar la guerra.
¿La guerra? Una vez más, los británicos cayeron presos de la fantasía. Alentados por Jaim Weizmann, un sionista eminente de origen ruso, se convencieron de que la influencia de las élites judías permitiría garantizar la participación de Rusia y Estados Unidos hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Se llegó a manejar la hipótesis, hoy inverosímil, de que Alemania cediese a las presiones de los sionistas berlineses y se adelantase proclamando su simpatía por el movimiento, justamente para debilitar a sus enemigos. ¡Había que actuar deprisa!
En los años anteriores, el movimiento sionista, capitaneado en Londres por Weizmann y Rothschild, había intentado atraerse a los principales políticos en Westminster. Mark Sykes, diplomático y negociador británico del Acuerdo Sykes-Picot, había seguido con atención los acontecimientos y sentía una genuina preocupación por el futuro de las minorías tras la desintegración del Imperio otomano, entre las que figuraba la de los judíos.
Nos entenderemos
Alineando sus intereses con los de su país, Sykes se reunió el 7 de febrero de 1917 con Weizmann y lord Rothschild y les expresó que, si los suyos querían volver a Palestina bajo la administración inglesa, deberían defender sus ambiciones ante países como Estados Unidos y, sobre todo, Francia. Downing Street les apoyaría, pero, con las manos atadas por el acuerdo que acababa de firmar, su margen de maniobra era limitado.
A partir de ese momento, los sionistas comenzaron una campaña internacional de seducción masiva. Las primeras reuniones con los franceses no salieron bien, porque no estaban dispuestos a aceptar sin más el dominio británico de Palestina. En consecuencia, los sionistas y uno de sus principales negociadores, el periodista Nahum Sokolow, decidieron adaptar el mensaje a cada una de las audiencias.
En Londres pidieron un protectorado británico para Palestina, y en París afirmaron que el compromiso de Rusia y Estados Unidos con la guerra dependía de la influencia de sus amigos judíos en Washington y Moscú. Al papa le garantizaron que respetarían los derechos de la Iglesia católica sobre los lugares sagrados de Tierra Santa. En Estados Unidos utilizaron la máxima discreción y la intercesión del presidente del Tribunal Supremo Louis Brandeis ante la Casa Blanca.
En 1917, Sokolow consiguió que París apoyase por escrito y sin publicidad en primavera lo mismo que había rechazado en invierno. Pocas semanas antes, Italia y los católicos habían aceptado los argumentos sionistas. En octubre, el presidente estadounidense Woodrow Wilson dio su respaldo en secreto. Solo entonces se atrevió el Imperio británico a declarar públicamente su apoyo a los judíos con la declaración que firmó el ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, el 2 de noviembre.
Con gran inteligencia, en las conferencias internacionales posteriores a la Primera Guerra Mundial, donde se decidió el reparto de territorios, los sionistas presentaron la Declaración Balfour como un pacto de las grandes potencias vencedoras. En 1918, Japón le había dado su apoyo, y Wilson había hecho oficial el suyo. Esto significaba que los cinco miembros del máximo órgano de la Sociedad de las Naciones (Francia, Italia, Japón, Reino Unido y Estados Unidos) se habían comprometido con la creación de un “hogar nacional” para los judíos en Palestina.
Los sionistas, eufóricos, empezaron a emigrar y a crear asentamientos en masa. Ignoraban el duro camino, bañado en sangre propia y ajena, que les quedaba hasta materializar el estado de Israel. El Imperio británico tampoco sabía que se había convertido en el administrador provisional de un polvorín. La violencia sectaria entre árabes y judíos no tardaría en estallar.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 596 de la revista Historia y Vida.
LA VANGUARDIA