Los sentimientos constituyen el dispositivo que más rápidamente estalla si alguien hurga en ellos. Mucho más que las ideas. Las ideas nunca serán sagradas; pero los sentimientos, sí. Los sentimientos son sagrados. Y, si son religiosos, consagrados. Hombre, también se los adjetivará de profundos y de superficiales. Ya se sabe: sentimientos profundos son los propios y los del vecino, si comulgan con los nuestros; y superficiales, los contrarios a los míos.
De cualquier modo, ¿hay alguien capaz de medir objetivamente la profundidad y superficialidad de los sentimientos? Y, sobre todo, ¿quién aquilatará los sentimientos religiosos? No lo hace ni el artículo 525 del Código Penal, que, ahí es nada, protege hasta los bienes espirituales. Es que es de alucinar. Yo ofendo a Dios. Este no se queja, pero hay quien en su nombre sí lo hace mediante el torticero acomodo de apelar a sus sentimientos religiosos. Entonces el Código Penal recoge la pelota y se la pasa a un juez para que éste determine si hubo intención o no de ofender el sentimiento de su Sacratísima Eminencia Etérea. ¿Cabe algo más disparatado que este delito sin víctima?
¿Acaso los sentimientos religiosos son más sentimientos que el resto de los sentimientos y, por ello, hay que darles un estatuto de discriminación positiva? Es una aberración hacerlo. A los sentimientos hay que tratarlos lo mismo que a las convicciones. A pura dentellada dialéctica. Pues como las convicciones, políticas, sociales, ecológicas, los sentimientos y creencias religiosas están sometidos a la excelsitud, la vulgaridad, y la decrepitud, y, por decirlo de modo definitivo, a la ridiculización. Los sentimientos religiosos como las ideas nacen, crecen, se desarrollan, languidecen y se mueren. Hay sentimientos, como ideas, que son estúpidos, peligrosos y detestables. Prohibir y condenar la incitación a desconfiar y a repudiar ciertas creencias y sentimientos religiosos, no sólo es ridículo, sino que se incurre, además, en el agravio comparativo más ramplón. Veamos.
Las descalificaciones que hacen ciertos creyentes de los sentimientos del ateo están a la orden del día. Por traer un ejemplo representativo: «Como no comprenden (los ateos) la causa del mal, ni aprecian el sentido que pueda tener el dolor, echan la culpa a Dios. En realidad, no creen en su existencia, aunque alguna duda acaso les quede. Lo que pretenden en su soberbia rebelión, es culpar a la creencia en Dios de todos los males del mundo. Sin llegar a sospechar que acaso la mayoría de ellos se deban a su ceguera e ignorancia». (I. Sánchez, «Abc», 17.2.2006).
No sólo se nos tacha de que seamos «idiotas, ciegos, ignorantes, soberbios, rebeldes», sino que también somos insensibles «al dolor del mundo». Y, claro, como no tenemos sensibilidad, ni sentimientos, vendrá el escritor De Prada y nos reducirá al excelso protagonismo de «zascandiles, cuyo mayor entretenimiento se basa en saber cómo pueden ofender impunemente los pacíficos sentimientos religiosos de los cristianos, incluso pueden permitirse el lujo de posar ante la galería como gallardos transgresores».
Todo esto resulta delicioso y aterrador. Delicioso, porque descubrimos que hay creyentes que saben más de los ateos que de sí mismos. Aterrador, porque se presenta al ateo como la encarnación de la suma desgracia humana. Dice el respetuoso De Prada: «El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado y, por lo tanto, infeliz (Š) El hombre contemporáneo que celebra una navidad laica es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que mana su felicidad».
Y menos mal que los creyentes, especialmente clérigos y obispos, es decir, gente que come del pesebre de las creencias religiosas, está repitiendo estos días que la libertad de expresión no da derecho a herir los sentimientos religiosos. Estas eminencias púrpuras olvidan dos cosas: que los sentimientos no son privativos de la religión y que los sentimientos religiosos están al mismo nivel de importancia que los sentimientos que puedan inspirarnos el desastre ecológico, la muerte de tantos millones de niños o la mirada tierna de un perro. Sí, un perro. ¿Se acuerdan del rebote que se cogió Haro Tecglen cuando algún político tuvo el acierto de calificar a Álvarez Cascos como un dobermann? Haro tenía un dobermann y le pareció insufrible con sus sentimientos perrunos que se comparara a Cascos con su can. Hasta ahí podíamos llegar. Si alguien molesta los sentimientos que uno siente hacia su perro, ¿a qué código penal tendrá que recurrir para castigar, y así mitigar, el escarnio sufrido? Seguro que Haro consideraba mucho más profundos los sentimientos que sentía hacia su querido dobermann que los sentimientos religiosos de cualquier obispo hacia Dios o la Virgen de la Teta.
Sin lugar a dudas, no existirá persona en este mundo que se encuentre libre de sufrir alguna embestida contra sus sentimientos. Cuando Sánchez Cáma- ra asegura que «el nacionalismo es incompatible con el cristianismo», ¿qué cree que está haciendo, repartir hostias de comulgar?
Es imposible vivir sin que podamos evitar que nuestras propias ideas más queridas, nuestras creencias más íntimas, sean cuestionadas, ridiculizadas y, lo que es mucho peor, incriminadas. Pero, si tuviéramos que respetar los sentimientos de la gente, no se avanzaría un palmo en nada. Ni en arte, ni en ciencia, y, sobre todo, en humanismo. Por eso, habría que preguntarse honradamente: ¿Quién de nosotros no se ha beneficiado de ver puestas las propias ideas y los sentimientos en tela de juicio por mucho que eso nos afectara en su momento? El crecimiento individual y los avances de la civilización proceden de las discusiones constantes sobre las formas establecidas de pensamiento y de los desafíos a ellas. Si sometiéramos al dictamen de los sentimientos, sobre todo religiosos, la bondad o maldad intrínseca de las cosas, seguiríamos en el paleolítico. Si, a la hora, de debatir cuestiones científicas, políticas, filosóficas o históricas, tuviéramos en cuenta los sentimientos de la gente algo tan demagógico como empíricamente imposible, estaríamos a merced de mentes depravadas que, so capa de metafísicas y etéreas mistificaciones, ha hecho del miedo sentimiento intrínseco de la religión el motor de su historia contra la historia de los demás.
Todo el mundo da por hecho que sus sentimientos y creencias son superiores a las creencias ajenas. Se trata de un pensamiento consolador, pero tan falso como peligroso. Porque las personas cobijamos en nuestro interior sentimientos y creencias que son detestables. Por eso, apostar por el respeto a dichos sentimientos y creencias constituye una trampa para la propia salud.
La mayoría de las consideradas ofensas al sentimiento religioso lo son contra la causa que las origina: la religión. No contra la fe en Dios, que es distinto. Quienes se sienten en posesión de tal sentimiento religioso deberían hincar el diente al meollo de la cuestión: preguntarse por qué esa religión se ha convertido en una de las fuentes más creativas del escarnio, la sátira y la irrisión mundial. ¿No será porque la religión la han transformado sus dirigentes en una empresa que es incompatible con los valores que defiende el desarrollo de las democracias actuales? ¿No será porque la religión monoteísta, en cualquiera de sus versiones, ha llenado el mundo de sufrimiento? ¿No será porque la religión en sí es un mal plan? Pues pudiera ser. –