La división entre los dos principales partidos políticos independentistas y, de rebote, entre el independentismo en general es extrema y, en estos momentos y con los actuales líderes, irreconciliable. La CUP ya ha demostrado una y otra vez que es incapaz de una acción concertada, ni en los momentos más delicados. Hablo de una ruptura que aleja el objetivo de la independencia mucho más que las resistencias del propio Estado español. Los obstáculos están ahí, claro, y no sé si serían insalvables. Pero es la ruptura del independentismo lo que hace imposible futura victoria alguna. A diferencia del juicio de Salomón, en el que se descubre cuál es la verdadera madre de las dos mujeres que reclaman la criatura porque renuncia a ella antes de que la partan de por medio, en la actual lucha por esta doble maternidad del independentismo, se acabará matando a la criatura.
Para entender las circunstancias –no digo las razones– de la ruptura, y sobre todo por no limitarse a las interpretaciones sobre personalismos, los intereses materiales o las ambiciones de poder –aunque también tienen cabida–, es necesario abrir la perspectiva y ver sobre qué marcos mentales se sostienen las dos visiones de la realidad. Dos perspectivas que, más allá de los objetivos, permiten hacer plausibles dos interpretaciones totalmente divergentes de la realidad política. Sí: ERC y Junts han acabado construyendo dos mundos irreconciliables.
La existencia de estos dos mundos no es espontánea y tiene sus hábiles constructores. Y, al margen de si responden a un convencimiento honesto y profundo o a un cálculo cínico, funcionan con precisión. El reciente caso de la retirada de funciones de la presidenta del Parlament lo ha puesto bien al descubierto. Por un lado, existe la coincidencia extrema y nada casual de las consignas sobre la posición de Laura Borràs: los supuestos populismo y desprestigio de la institución y además la turbia acusación de gritos racistas entre sus seguidores. Por otro lado, existe la consideración de estar ante un nuevo caso de guerra judicial política contra el independentismo. Dos marcos mentales divergentes, dos realidades no concordantes, dos interpretaciones incompatibles.
Lo que probablemente crea más estupefacción en el independentismo cívico, que ni milita ni es simpatizante incondicional de ninguno de los partidos, es el intercambio de los marcos de referencia que se ha producido desde el primero de octubre del 2017. El caso de ERC es fácil de documentar comparando los discursos previos y posteriores de Oriol Junqueras. Y la gran sorpresa es que el cambio radical de perspectiva no haya producido una ruptura interna, tan propia de la cultura organizativa de este partido. El caso de Junts, en cambio, es más confuso por el hecho de que, aunque arrastre a miembros de la antigua Convergència y después del PDeCat, la incorporación de nuevos liderazgos y perfiles que no tienen ningún vínculo con ellos hace que su actual radicalidad independentista no pueda ser acusada de traición discursiva, aunque le quite credibilidad. La ironía es que la mejor defensa de la posición de Junts se encuentra en el relato de ERC anterior al 1 de Octubre y la mejor justificación de ERC la podríamos leer en los discursos del president Pujol.
ERC ha hecho suya –y se agarra como a un hierro ardiendo, al margen de toda evidencia– la idea de que sentar al gobierno español en una mesa de diálogo supone el reconocimiento formal del conflicto político que el independentismo ha planteado a España, y que esto ya es una victoria. Y en Junts están convencidos de que la mesa lo que hace es desactivar el conflicto para devolverlo al autonomismo, y que eso ya es una derrota.
Los hechos son tozudos, y no demasiado lejos en el tiempo –y hay que advertirlo, al margen de lo que digan las urnas– pasarán cuentas y darán la razón a unos u otros. Sin embargo, si bien sólo en circunstancias muy excepcionales y breves han existido unidades políticas en este país –hagamos memoria de la también división irreconciliable en el catalanismo del último tercio del siglo XX–, es cierto que hubo un tiempo en que las rupturas se podían disimular y se aparentaba lo del “oasis catalán”. Ahora, en cambio, estamos en un barrizal indisimulable.
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