- Comprender.
«Lo que yo quiero es comprender», decía Hannah Arendt. La comprensión es la base de la confianza, imprescindible en momentos convulsos. Miramos a los responsables políticos y nos quedamos con los ojos en blanco, nos cuesta encontrar asidero a lo que dicen y cada vez hace menos gracia la agresividad que practican o la incapacidad para estar a la altura de las circunstancias, entretenidos en rencillas que pueden servir para acunar algunos egos pero que aportan poco a la comunidad, como la patética ruptura familiar en el seno del PDECat.
Tengo la sensación de que hay que moverse en dos planos diferentes para afrontar las cosas que pasan. Por un lado, la pandemia no es la causa principal de los cambios de fondo que vive el mundo: en algunos casos puede haber hecho una función de aceleración, en otros es una anticipación de lo que vendrá. Pero muchas transformaciones que se pueden intuir llevan un impulso que viene de lejos. En buena parte fruto de la revolución digital, que ha cambiado sustancialmente los parámetros de la modernidad de marca occidental. Junto a este movimiento de fondo está la realidad más profunda, que nos amenaza cada día, de la enfermedad que no se acaba de dominar. Dicho de otro modo, vivimos en el miedo al otro, como potencial portador de la amenaza. Y eso, se quiera o no, tiene unos efectos desocializadores preocupantes. Poco a poco se va asumiendo como natural la separación de los cuerpos, probablemente porque no somos conscientes de lo que tiene de mutación de la condición humana. La modernidad había servido para asumir que sólo somos cuerpo y ahora parece como si quisiéramos volver a la entelequia del alma versión online.
- Mónadas solitarias.
«Yo no vuelvo a Barcelona porque teletrabajo y estoy mejor en el pueblo». Es el esnobismo del momento. Seguro que el teletrabajo, como las clases online, es un instrumento útil para muchas cosas, que forma parte del arsenal de prótesis -lo llamamos tecnología- que, desde sus orígenes, la humanidad se ha ido dotando para optimizar sus tareas en la búsqueda del progreso. Pero, como dice Pierre-Olivier Monteil, «su generalización nos convierte en mónadas solitarias que no estamos ya en el mundo sino a distancia de él». Es decir, abre un camino de desagregación social por el cual ya hace tiempo que pretende transitar el individualismo radical que ha marcado la concepción economicista del hombre, hegemónica en las últimas décadas. La separación de los cuerpos: el contacto cara a cara se rompe, la socialización entra en mutación. El teletrabajo ha sido un instrumento eficaz durante la pandemia. Puede ahorrar desplazamientos agotadores a los trabajadores, puede reducir el número de viajes profesionales y puede tener algunos efectos de eficiencia, pero también puede aumentar el control y la explotación. Y, sobre todo, afecta a una cuestión esencial, la que nos hace hombres y nos permite pintarnos a nosotros mismos, como decía Montaigne: el contacto directo, cara a cara, entre personas.
La pantalla aleja, refuerza las distancias, limita la potencia de la mirada o de la gestualidad, y anuncia la consolidación de lo que no deja de ser una poderosa distopía: el aislamiento de los cuerpos. Me parece razonable la consigna del Medef (la patronal francesa): «Favorecer el teletrabajo sí, generalizarlo no». Y no sólo porque en algunos sectores es obviamente imposible, sino porque estamos lejos de ser conscientes de sus consecuencias personales y sociales. Es evidente que agrava las desigualdades: ¿desde qué casa trabajas? La diferencia entre un piso de cincuenta metros y uno de doscientos se hace aún más abismal. Reduce la relación con el otro en el marco familiar. Aumenta las horas de convivencia, reduce la libertad de las personas y modifica la relación entre padres e hijos; limita el valor esencial del contacto, de la comunicación directa, de la relación cuerpo a cuerpo que marca la experiencia humana. Modifica por completo las relaciones sociales. Y todo ello con consecuencias probablemente demoledoras para las familias, con sus miembros cada vez con menos resquicios para respirar. Dicho de otro modo, es directamente una mutación de la especie: del hombre carnal al hombre digital.
ARA