“La moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera”. Con esta afirmación lapidaria, Emmanuel Lévinas casi cerraba una de las obras mayores del pensamiento del siglo XX, Totalidad e Infinito. Una obra, en muchos sentidos visionaria, que adelantó el “giro ético” del pensamiento filosófico en el último tramo del siglo pasado, cuando se volvió prioritaria la reflexión sobre la acción humana y su dimensión ética por delante de otros intereses especulativos. Aquí, sin embargo, eso de la moral y la ética nunca ha tenido demasiada fortuna.
En primer lugar, porque su territorio fue perversamente secuestrado bajo el franquismo por la denominada “moral católica”, que hizo de la reflexión ética un sucedáneo de normas supuestamente morales aunque, en el fondo, no eran sino la vertiente práctica de sus orientaciones catequéticas. Lo que durante décadas aquí se llamó “moral” era sólo un conjunto heterogéneo de prescripciones prácticas con voluntad represiva. Y es que, por decirlo rápido, no hay ética sin la afirmación fundamental, como punto de partida, de la libertad individual.
En segundo lugar, porque la ética, como disciplina de reflexión y conocimiento, ha sido considerada, en las últimas décadas, como una “maría” del sistema educativo y nunca ha tenido la dignidad que le corresponde por su utilidad en la modulación del espíritu crítico, libre y responsable. Por eso no extraña que todavía hoy, gracias al ministro Wert, sea una asignatura optativa alternativa a la religión, cosa que, a todas luces, constituye una aberración conceptual.
En cualquier caso, estos dos factores, y otros que se podrían convocar, son responsables de que aquí la moral y la ética hayan acabado por convertirse en una especie de estercolero, decorado con muchas florecillas, donde se han puesto a hibernar toda una ristra de buenas palabras: carácter, virtud, integridad, ejemplaridad, responsabilidad, bien común, etcétera. Palabras que se han vuelto con el tiempo vacías y gastadas, como las viejas monedas que, a fuerza de pasar de mano en mano, han perdido el perfil de las figuras acuñadas. Pero la depravación de estas palabras, y de las ideas que vehiculaban, no ha sido por culpa de las propias palabras, sino del uso que se ha hecho de ellas, especialmente cuando se usaban para ocultar lo contrario de lo que se hacía. Pues si la ética ha dejado de ser el ámbito reflexivo de evaluación crítica de las acciones humanas es también porque, antes, este ámbito había sido saqueado por quienes ornaban sus acciones indignas con bellas palabras.
Y es que la ética, aunque es una reflexión de orden teórico, sólo tiene sentido si orienta la acción y la vida y, por lo tanto, si llega a ser práctica. Como formuló Aristóteles, “no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que, en caso contrario, sería totalmente inútil”. Lo que equivale a decir: la ética no sirve para lucir bellas palabras con las que describir la bondad de nuestras acciones, sino para que nuestras acciones puedan ser consideradas buenas desde una perspectiva moral.
Si pensamos en la extrema y comprensible severidad con que se ha juzgado la confesión de fraude de Jordi Pujol, no será difícil reconocer que lo que más ha irritado a la opinión general no es el fraude fiscal a la hacienda pública, que también, sino el hecho consciente y continuado de haberlo escondido durante treinta y cuatro años: no la estafa, sino sobre todo la mentira. La gravedad, así, no es de orden económico, sino sobre todo de orden moral. El problema no es sólo haber hecho lo que hizo, sino haber ocultado durante tanto tiempo que lo hacía. La acción, así, sólo puede ser severamente reprobada por su indignidad moral. No es extraño que algunos que han estado cerca de él, durante estas décadas, hayan confesado su tristeza: saben que lo que ha hecho es irreparable, moralmente irreparable. El fraude podría ser restituido. La mentira, no. La impostura, tampoco.
Otra cosa es que pueda considerarse la hipocresía, también moral, de algunos que le reprochan lo mismo que tantos otros hacen, en todas las instancias del Estado, y especialmente en el seno de algunos de los partidos políticos que hoy tantos aspavientos hacen y que se escandalizan farisaicamente, porque afecta a un opositor político, de lo mismo que han visto en sus propias filas, en muchos casos multiplicado con creces. Y otra cosa, también, es que pueda considerarse la relajación moral de una sociedad que se ha acostumbrado a la picaresca menor y a las grandes estafas, desde no pagar facturas con los impuestos correspondientes, como pasa casi sistemáticamente en ciertos ámbitos profesionales, hasta los fraudes fiscales gigantescos de prohombres de la vida pública que son muy rápidamente, aunque inquiete verlo, restituidos en su honorabilidad. Y, finalmente, otra cosa es que pueda considerarse la oportunidad política y la utilidad partidista, para algunos, de que estas cosas sean destapadas precisamente ahora. Da igual. Ninguna de estas tres consideraciones puede servir para disminuir la gravedad del escándalo moral.
El combate fundamental de la ética se juega en la integridad, es decir, en la coincidencia entre lo que se dice y lo que se hace. Decir lo contrario de lo que se hace, adornando con bellas palabras lo que se ha hecho o se está haciendo, cuando eso es indigno, es el paradigma de la irresponsabilidad y la impostura: equivale a no asumir que cada uno determina, sin excusas que valgan, el contenido de sus propios actos.
Xavier Antich
Vanguardia