Dedicado a los abstencionistas

Una consecuencia de la comunicación digital es nivelar la relación entre el emisor y el receptor. A los lectores el diario digital les ha abierto un espacio participativo, que en este diario es prácticamente ilimitado. Decir que los articulistas no nos exponemos al derecho de réplica es deshonesto. Los articulistas tenemos el privilegio de la iniciativa, pero una vez hemos arrojado la piedra sin esconder la mano, debemos limitarnos a observar las ondas que se forman en la superficie de la pantalla. El lector tiene la última palabra, y hace de la lectura lo que quiere o puede. La posibilidad, incluso probabilidad, de disonancia comunicativa ninguna fórmula retórica permite superarla, a no ser escribir al servicio de la opinión dominante. Ocurre, sin embargo, que no escribo para adular al lector. Escribir, cuando no es repetir lugares comunes, implica el riesgo de equivocarse, de desafinar. Pensar es fijar con palabras impresiones que hormiguean buscando tomar forma en el entendimiento. La única forma de aclarar la propia opinión es contrastarla con otras y comprobar su virtud explicativa. Que alguien encuentre ofensivo el discurso, ni añade ni quita valor a la reflexión.

Este preámbulo era necesario antes de un nuevo intento de poner la gallina en remojo. Quien ha vivido en el campo conoce el fenómeno de la gallina obsesionada en incubar unos huevos que le han quitado. No es necesario explicitar la metáfora para entender en este caso la prioridad entre el huevo y la gallina. Porque la gallina nunca los llegó a poner. El motivo de la insistencia es la fascinación, incluso el estupor, que me producen las fantasías ideológicas que se apoderan de la gente. Y Cataluña ha sido un país proclive a los entusiasmos repentinos y las deflaciones prolongadas. En cada curva de su historia encontramos hogueras pasionales, que iluminan la escena un momento y dejan una desolación de cenizas que dura muchos años.

Quisiera empezar la reflexión con el comentario brillante de un lector. Con socarronería típicamente catalana, decía el lector que en todas las elecciones él siempre votaba por Dios Nuestro Señor, el candidato perfecto, pero como en las de ayer no se presentaba debería votar a uno menos celestial. De un plumazo este lector tocó en lo más vivo. Ni en estas elecciones ni en ninguna otra se presentará nadie para hacerse crucificar en representación de toda la humanidad.

De este idealismo hace mucho que se resiente el cuerpo político catalán. Para abordarlo me serviré de una referencia histórico-literaria: la mata de junco. Con esta metáfora, Ramon Muntaner quería expresar un concepto todavía inasequible al lenguaje político del siglo XIV. La mata de junco alude a la necesidad de unir los reinos del Estado compuesto feudal para competir con el Estado centralizado que empezaba de formarse y anunciaba la aparición de los estados nacionales modernos. Muntaner fue testigo de los conflictos entre el rey de Aragón y sus parientes, el rey de Mallorca-Rosselló y el de Sicilia. Él mismo combatió en el asedio de Messina defendiendo el patrimonio de Federico III contra los aliados de su hermano Jaime II de Aragón. A pesar de que, después de la muerte de Muntaner, Pedro IV recuperó el reino de Mallorca, los estados de la corona catalano-aragonesa permanecieron mal coordinados, con jurisdicciones separadas y una conflictividad interna que les debilitaba en su conjunto y los abocaba a desaparecer dentro de estados más unificados. A pesar de ser testigo de la parcelación del dominio catalán, Muntaner fue el inventor y al mismo tiempo víctima de la ilusión de un imperio catalán. Una ilusión que sólo volvería a levantar la cabeza, aún más fantasiosamente, con el imperialismo de Prat de la Riba y de su palafrenero más distinguido, Eugeni d’Ors.

Dejando a un lado la parte que corresponde a la mala suerte, la lamentable historia política de los catalanes sorprende a una gente que se jacta de pragmática. En esta historia hay un elemento de idealismo pronunciado, una proclividad en hacer pasar el carro por delante de los bueyes. La acción abortada de Prats de Molló y la declaración tres veces fallida de república catalana en 1931, 1934 y 2017, muestran el voluntarismo de la abstracción. La visión intensa del ideal lo ponía casi a tocar con los dedos. En comparación con la rotundidad de la idea, la realidad parece imperfecta y queda automáticamente devaluada. Un pasaje del ‘Lazarillo de Tormes’ describe magníficamente el contraste. Un ‘hidalgo’ hambriento pero muy sensible a la vanidad explica que es propietario de un puñado de casas que, si estuvieran en pie y bien hechas, valdrían una fortuna. Y de un palomar que, si no estuviera en escombros, produciría doscientos pichones al año. Con pena de este amo, Lázaro desea que “bajara un poco la fantasía en razón de cómo subía la necesidad”.

En las elecciones de ayer, muchos abstencionistas y partidarios del voto nulo se regalaron una satisfacción tan vana como la del hidalgo castellano. Perjudicando a los políticos “autonomistas”, deben sentirse más liberados del Estado. El hito de esta ‘Realpolitik’ es la venida de un Dios Nuestro Señor que expulse a los mercaderes del templo y expropie al Estado español. Esta fantasía se basa en la superioridad de la idea abstracta sobre la realidad concreta. Y como, de acuerdo con el argumento ontológico de la existencia de Dios, la perfección de un ente incluye su existencia, la bella imagen de la independencia se impone con tanta fuerza que se acalora si alguien se la sustrae. Si en lugar del ‘happy day’ quiliástico vivimos en la tristeza de la dependencia, es por culpa de un mal espíritu que se ha apoderado de la casta política. Son pocos los que se detienen a considerar que las cosas se ven de una forma diferente si en lugar de adaptar la realidad con la regla de la abstracción se valora la idea a partir del fenómeno concreto.

En el artículo anterior aludía a la fábula del amo y el esclavo de Hegel. No dispongo de espacio para adentrarme en todo el alcance de esa dialéctica; simplemente quiero recordar que es una lucha a muerte por el reconocimiento. El vencedor se hace reconocer como superior por el vencido, quien, por el hecho de rendirse y conservar la vida, renuncia a la autodeterminación. Dependencia significa no tener nada propio. Ni instituciones, ni infraestructuras, ni economía, ni cultura, ni siquiera la lengua. Desde el Primero de Octubre España nos demuestra de forma sangrienta quién manda.

El vencedor configura el nuevo estado de cosas, el ‘Estado’. La violencia que el Estado despliegue para defenderse es un eco de la violencia fundacional, y se legítima en virtud del reconocimiento acordado por el esclavo. Es más, la legitimidad le será reconocida siempre que se aplique para defender el orden constituido, sea de un ataque exterior o de la disolución interior. Por esta razón la UE no condenó la violencia policial del Primero de Octubre, ni condenaría una más vigorosa si las circunstancias empujaran al Estado a sofocar una crisis de mayor alcance. ¿Quiere esto decir que la independencia es inasequible? Rotundamente no. Sin embargo, significa que su legitimidad se convertiría en ‘post hoc’ y ‘propter hoc’. Que la libertad sólo se alcanzaría después de un combate ‘a muerte’ en el que vencer significa controlar el territorio, condición de una nueva legitimidad que el derecho internacional acabaría reconociendo, como explicaba en el artículo anterior.

En el orden relativamente civilizado de la Unión Europea, este combate no implica –más exactamente, excluye– el recurso a la lucha armada; pero sí implica sostener la reivindicación del reconocimiento hasta el final, al precio de la vida. Independizarse del dueño implica ahora y siempre estar dispuesto a morir. Sin esta decisión, es mejor no desafiar al Estado a un duelo en el que sin duda acabará poniendo en juego su capacidad letal. Si en 2017 había gente dispuesta a llegar a este extremo, la posibilidad no se materializó. El govern hizo un farol, en la célebre frase de Clara Ponsatí. Pero no era sólo el govern el que iba desnudo; la frase desnudaba al independentismo en su conjunto. Puesto que la gente, la calle, había empujado a los partidos a unirse para organizar el referéndum y aplicar sus resultados, una vez declarada la independencia, la gente debía validarla dejando a un lado la institución autonómica, así como Wittgenstein lanza la escala del lenguaje después de subirse a ella para mirar más allá de las proposiciones sin-sentido (‘unsinnig’).

El problema del farol es que, si el enemigo no se lo cree y quien lo hace abandona el envite, queda como un cobarde que no es necesario tomar en serio. Esta es la situación desde 2017. La fragmentación y desorganización del independentismo son consecuencia de la grieta abierta en su credibilidad. Por esta grieta ha entrado la acción represiva, que se ha extendido a los últimos rincones de la catalanidad. El artículo anterior propugnaba la necesidad de revocar la amnesia sobre la realidad del poder, recordando que el poder se gesta concentrando las voluntades, no dispersándolas. Si quienes se declaran independentistas lo son en virtud de las cosas que les gustan o les convienen personalmente, tendremos un movimiento compuesto de partidos cada vez más fracturados, más enfrentados y más impotentes. Para remontar el efecto farol, es necesario trascender las pasiones particulares y los objetivos sectoriales. Es necesario apoyar la causa simplemente porque no hay ninguna razón para no hacerlo, porque sólo hay poder en la unidad.

¿Con quién hay que unirse, pues? La respuesta no tiene duda: con quien más hace por preservar la unidad, quien no la pospone a consideraciones ideológicas, quien la entiende en sentido patriótico, en la acepción romana de patria, esto es de una comunidad autogobernada, de un Estado. Quienes ayer renunciaron a votar a fin de castigar a la política en minúscula en realidad votaron en detrimento de una unidad ya bastante maltrecha. Juntarse para hacer saltar las piezas del tablero es señal de impotencia para jugar la partida y prueba de incapacidad para distinguir lo positivo de lo negativo. En el ‘todo o nada’ hay un aspecto de anarquía cognitiva. Supongamos, sin prueba alguna y contra el sentido común, que el día 3 de octubre el Estado estaba paralizado, que los residentes españoles de Cataluña aceptaban el cambio de estatus nacional y que la UE estaba a punto de bendecir la soberanía catalana. Supongamos todo esto por mor del argumento. Si excepcionalmente las circunstancias coincidían con el deseo, aquella coincidencia no garantiza la repetición de lo que hubiera podido ocurrir en octubre de 2017. Las decisiones que entonces se tomaron trastabillando, ahora se aplicarían con fuerza. Antes de 2017, el artículo 155 era tierra incógnita. Nunca se había aplicado y había prevención de activarlo, manifiesta en la negativa inicial del PSOE. Pero una vez el genio ha salido de la lámpara, ya no hay manera de volver a encerrarlo. En adelante el Estado aplicará el artículo tantas veces como le convenga y lo hará sin tantos escrúpulos y con mucha más represión.

Para terminar un artículo que excede en extensión e intención a la paciencia que normalmente espero de los lectores, quiero aclarar que desconfiar de las fantasías ideológicas no equivale a declararse vencido. ‘A contrario’, vivir en la fantasía es un signo de debilidad. Si el Primero de Octubre el independentismo ganó en las urnas, o más exactamente, ganó las urnas, el 27 aceptó la derrota. Rechazar la servidumbre de una autonomía concedida provisionalmente y regulada por el dueño requiere llevar la dialéctica a una confrontación extrema que no implique el choque físico, pues en este ámbito las cartas hace ya tiempo que están echadas. Sin embargo, la dialéctica en la que nos encontramos no es menos mortal, ya que si los catalanes nos jugamos la extinción, los españoles se juegan la hegemonía en un Estado definitivamente homogeneizado.

La nuestra debe ser una dialéctica gradual, en la que al desmembramiento de la sociedad catalana se contraponga el entorpecimiento y disfunción del Estado. Si queda inviable, el Estado se convertirá en ilegítimo, cada vez menos respetado dentro y fuera de las fronteras. Un Estado en crisis es un Estado despiadado. El independentismo haría bien en calcular si puede soportar una reacción de esa envergadura. Si usted no tiene voluntad de ir hasta el final, es lógico que procure desunirse, porque la desunión es la excusa de la impotencia. Aparte del presidente exiliado, atrapado por un destino del que no puede escabullirse, ningún político tiene vocación de martirio, como no la tienen quienes primero lo empujaron y luego le han abandonado. Mientras esperamos la candidatura de Dios Nuestro Señor, si las hay comprometidas a denunciar el Estado iliberal en su conjunto y obstaculizar la máquina represiva hasta donde sea posible (y la política es posibilismo), habrá que reforzarlas. Puede parecer una acción modesta, casi inapreciable y en todo caso demasiado parsimoniosa, pero al fin y al cabo la lucha franca afianza la solidaridad. Y ésta es la única prueba para el mundo y para los catalanes de la existencia de una comunidad real, un GOI (1) concreto con vínculos perceptibles como la lengua, las tradiciones y las costumbres que funcionan como normas de conducta, con una literatura, una música y, por supuesto, una política diferenciada que se hace notar en las instituciones.

(1) GOI: Grupo Objetivamente Identificable. https://www.elnacional.cat/es/politica/jordi-turull-sentencia-tjue-formamos-parte-grupo-objetivamente-identificable_961530_102.html

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