Decimonònicos

Cada año político tiene su tempo particular. Algunos fluyen rápidos, hechos de días idénticos e inocuos. Otros años, en cambio, se despliegan ruidosos, producen una ruptura decisiva en las cosas públicas y, vistos en perspectiva, son indispensables para entender el futuro. El año que ahora cerramos ha sido uno de estos últimos: marcado por una aceleración casi enfebrecida por los acontecimientos; nos ha llevado a todos desde de un referéndum pequeño, aislado, casi estrambótico, a un conjunto festivo de consultas populares en buena parte del país; y ha hecho calentar todos los motores catalanes, tanto los autonomistas como los independentistas, ante la famosa sentencia del Tribunal Constitucional.

Desde un punto de vista estrictamente estratégico, el año 2009 se va dejando a Cataluña en un estado de incertidumbre. Hoy por hoy, no hay nadie que sea capaz a la vez de marcar un itinerario claro y de llevarlo a cabo. Los referéndums del 13-D, con sus resultados, buenos en algunos lugares, tirando a escasos en otros, han provocado un agujero claro en el país. Pero hay que reconocer que no han sido tan determinantes como para cambiar el juego político por completo. Debe de ser por eso que la clase política catalana, de repente acompañada por un alud de actores políticos novísimos e inesperados (todos los voluntarios y votantes del 13-D), ha tomado un aire curiosamente distraído: los unos escondiéndose bajo tierra para inaugurar estaciones de metro; los otros manejando encuestas y predicando un «ahora no toca» que los permita reconciliar sus votantes «moderados» y «soberanistas»; y los terceros poniéndose apresuradamente al frente de unas consultas hechas para rebasar el callejón sin salida del tripartito al que pertenecen.

Evidentemente, la política no es táctica o juego estratégico sólo, sino ideas y la construcción de un horizonte compartido. Y, aquí, el año que se acaba sí que, por el contrario, ha marcado un antes y un después en la historia del catalanismo político. Desde su invención, ahora hará muchas generaciones, el catalanismo fue siempre un «autonomismo». Un autonomismo hecho de tres cosas: la definición de Cataluña como comunidad cultural (y lingüística), homogénea hasta la guerra, en construcción permanente después; la disposición de esta comunidad a pagar puesto que el reconocimiento de su diferencia (aceptando un sistema fiscal oneroso en el seno del Estado español); y la lucha (con diferentes gradaciones, desde el regionalismo hasta el federalismo) para establecer un marco constitucional estatal capaz de garantizar la diferencia catalana.

Ahora, sin embargo, esta manera de entendernos, que ya se había ido deshinchando en los últimos años, ha pinchado definitivamente. Ha pinchado desde un punto de vista sociológico: es difícil encontrar un catalanista que no confiese, haciendo el gesto feliz de sacarse de encima un estorbo infinito, que preferiría un país independiente. Y, sobre todo, ha pinchado desde un punto de vista intelectual. Los defensores del autonomismo, y todavía quedan unos cuántos de extraordinaria influencia entre nuestros opinadores habituales, se encuentran a la defensiva desde un punto de vista puramente argumental.

El problema central del autonomismo (un problema que el ciudadano de calle capta de una manera intuitiva, sin tener que hacer muchos trapicheos mentales) es el siguiente: la imposibilidad, que hemos sufrido una y otra vez, de lograr un sistema político que garantice, dentro de España, la autonomía real de Cataluña. De la Constitución del 1978 se suele alabar su flexibilidad, su capacidad para ser un edificio suficientemenete grande como para encajar todo tipo de soluciones políticas. En realidad, esta elasticidad, tan grande que yo propongo que la bautizamos con el nombre de Constitución-chicle, es uno de sus máximos problemas. Dentro de la Constitución caben tantas posibilidades que, al fin y al cabo, el resultado que se impone depende de la correlación de fuerzas en el seno del garante último de la Constitución: el Tribunal Constitucional. Ahora bien, como es bastante evidente, los intereses catalanes siempre serán minoritarios en aquella institución. La forma de elección de sus miembros y la estructura política española, con dos grandes partidos cohesionados y el catalanismo independiente siempre jugando como un outsider, hacen imposible imaginar que el TC haga nunca de defensor real de la autonomía catalana ante cualquier tipo de descalabro político en el Estado.

Sí, no niego que, sobre el papel, la Constitución del 1978 se podría utilizar para crear una estructura verdaderamente federal. Aun así, una federación real, a la suiza o a la americana, sólo existe cuando todos sus miembros disfrutan de las mismas oportunidades de tener éxito en los conflictos que se plantean con el centro o con otros Estados de la federación. Una federación de verdad tiene una estructura interna equivalente a la de un dado no cargado: todas las caras tienen la misma probabilidad de salir. Este no es el caso español: la lotería toca de manera sesgada por un defecto de fabricación en origen.

Esta carencia de igualdad (y, por lo tanto, esta situación de desprotección de Cataluña) tiene consecuencias nefastas por todas partes: en el sistema de financiación; en el despliegue de los dos Estatutos aprobados hasta ahora; y, por supuesto, en el comportamiento de los catalanes, a los cuales, siempre en eterna minoría, sólo les queda la opción de mascullar, protestar y, cuando hay una buena conjunción astral (es decir, gobiernos minoritarios), practicar el deporte del pescado-al-cesto. La editorial de la dignidad es el último ejemplo de este círculo vicioso en que vive instalado el país desde el siglo diecinueve: cómo los elementos institucionales nos vienen todos en contra, el único remedio que queda para convencer a los magistrados constitucionales es hacer grandes apelaciones al honor nacional, a un supuesto pactismo secular, a un acuerdo de gentlemen que tiene que permitir a la Piel de Toro durar unos años más.

Los autonomistas nos prometen que, con una sentencia del TC medianamente pasable, este rumor incesante, esta protesta constante, a veces sorda, a veces ruidosa, se acabarán, y que seremos normales. Lo dudo. Y yo diría que el catalanismo de la calle lo duda también. La historia de siempre no se acabará. Una vez pasada la sentencia, incluso la más favorable, Cataluña tendrá que continuar gastando todas sus energías en hacer cumplir, una por una, cada una de las cláusulas de un Estatuto inconcreto y borroso.

En una palabra, los autonomistas sólo nos ofrecen sangre, sudor y lágrimas. Está claro, esto valía para el mundo de nuestros abuelos. Pero, ¿ahora? ¿Hay que tragarse todo esto cuando hay tantas oportunidades fuera? ¿Quieren decir que nuestros autonomistas no se han quedado enjaulados en los discursos mentales que se inventaron hacia 1800 o, a lo sumo, en 1900?

Publicado por Avui-k argitaratua