La división y el diálogo
JOSEP-M. TERRICABRAS.
ARA
Los que se oponen al proceso soberanista de Cataluña vuelven y vuelven a tres argumentos que se centran, respectivamente, en Cataluña (peligro de división), en España (necesidad de diálogo) y en Europa (exclusión de la Unión Europea). Los tres son variantes de lo que se llama profecía en acción, que consiste en anunciar algo que sucederá (profecía) pero que, en cierto sentido, ya se quiere que ocurra cuando se anuncia (en acción). Este tipo de profecías siempre surten efecto. Por eso se hacen. No parece, en cambio, que estén muy bien fundamentadas, y quizá por eso se tienen que ir diciendo y repitiendo, pase lo que pase. De momento, me gustaría mirar de cerca la división y el diálogo.
Cuando se asegura que la consulta soberanista dividirá a los catalanes, ya se pretende, con insistencia y tremendismo, que el oyente y el lector experimenten la sensación de ruptura. La cosa no funciona justamente porque se confunde discrepancia con división. De hecho, las preguntas que tienen dos respuestas grandes claras («sí», «no») y otra más vaga («en blanco», «quizás sí, quizás no», «no te lo quiero decir», «me lo pensaré»,»a saber»…) no son preguntas que dividan un grupo, porque también podría pasar que el 90% contestara algo y sólo el 10% otra. ¿Se dividió la sociedad que (inútilmente) votó el último Estatuto? ¿Y la sociedad española tras el referéndum de la OTAN? Que una sociedad quede dividida -como quien dice, por la mitad- no se sabe nunca antes de una votación. (Ni las encuestas dan más de sí). En nuestro país, sin embargo, parece que hay algunos que saben que esto pasará. ¿Cómo han hecho para saberlo?
Los que lo defienden cometen un segundo error (los males nunca vienen solos): suponen que la sociedad catalana está partida por la mitad por cuestiones de lengua. Olvidan, claro, que la defensa de la cohesión social y de la inmersión lingüística han conseguido justamente que la sociedad no se partiera, que la inmensa mayoría de los catalanes entiendan siempre el catalán y lo puedan hablar si quieren. Olvidan aunque hay grupos expresamente identificados con la lengua castellana («Súmate» es el ejemplo más reciente) que también quieren la independencia, tanto para ellos como para sus hijos y nietos. La profecía de la división resulta, pues, muy débil. No deberían profetizar desgracias cuando se adolece de capacidad de análisis.
Algunos -a menudo los mismos- también anuncian calamidades si no hay diálogo. Es innegable que, en general, el diálogo parece una buena cosa. Pero también es evidente que no siempre es posible. Porque, ¿en qué consiste el diálogo? ¿Quiere decir acaso ir hablando de cosas, con toda la educación que se pueda? ¿Quiere decir negociar, es decir, acordar, un acto de soberanía popular? ¿Le falta diálogo a España cuando grita reclamando Gibraltar, cuando acepta la sentencia Parot de Estrasburgo, cuando se somete al rescate de la banca? No, no le falta diálogo sino que le sobra debilidad. Y es que el diálogo o bien se entiende como un entretenimiento amable de sobremesa (y entonces siempre es posible) o bien se acepta como un debate -a menudo duro, arriesgado, quizá intermitente- entre aquellos que son iguales o que se consideran igualados. No es este el caso entre España y Cataluña.
Por mucho que se diga, fue con el ejército, no con diálogo, como se aprobó la Constitución del 78. Fue con los votos de los miembros del Constitucional, no con diálogo, como se destrozó el Estatuto de 2006, que ya venía decapitado por los votos de Madrid y que, en cambio, en 2005 había alcanzado un 90% de votos en el Parlamento de Cataluña. También en este punto se adolece no sólo de análisis sino incluso de conocimiento sobre las relaciones humanas y las estructuras de poder. Vale más que los más ingenuos -tras agradecerles los servicios prestados- vayan dejando paso a los más clarividentes, a los más capaces.
Me temo, sin embargo, que los ritornellos políticos sobre la división y el diálogo no nos abandonarán durante varios meses. Después de todo, salen gratis: son gestos que piden adhesión a unas previsiones que sólo pueden abonar personalmente los que las hacen. Ciertamente, son profecías que parecen hechas por echadores de cartas.
La campaña de Navidad, sin embargo, será un buen momento para estos sermoncitos tan sencillos: con los turrones y el regreso a casa, llegará de nuevo el lagrimeo del diálogo y la unidad. Por eso conviene que una gran mayoría de catalanes, inteligente y decidida, no se deje engañar, que considere todo esto a la hora de los postres y, después de mirarlo, no quiera echarse a llorar.
Eva Piquer
La democracia no es un estado de ánimo
NACIÓ DIGITAL
Podemos simplificar y decir que el mundo se divide entre los optimistas y los pesimistas. Los primeros son los que no han tenido tiempo de escuchar las noticias, y los segundos los que miran a derecha e izquierda antes de cruzar una calle de dirección única.
Pero la realidad es bastante más sofisticada. Tenemos todo el espectro anímico de catalanes soberanistas. Los optimistas convencidos de que el proceso irá bien, es decir, que no se frenará antes de tiempo, que acabaremos siendo lo que queramos y que queremos ser independientes. Los que íntimamente creen que encontraremos obstáculos insalvables pero de cara al exterior van de optimistas y dicen que todo irá bien, no sea que el personal se desanime, y entonces sí que habríamos bebido aceite. Los que quieren que todo acabe bien pero hay días que se levantan pensando que sí, que lo lograremos, y hay días que se levantan pensando que no. Los que han recuperado el espíritu del antiguo culé y entonan cada dos por tres ese «ay ay ay» tan nuestro, sin darse cuenta de que tal vez es un talante perdedor que no lleva a ninguna parte. Los que ven venir que nos pegaríamos la gran castaña y lo dicen, porque si tienes unas expectativas bajo cero la frustración siempre es menor y porque cuando nos hayamos metido la gran castaña podrán presumir de que ellos ya lo habían dicho. Los que ven venir que la independencia nos la tendremos que pintar al óleo y optan por cambiar de tema cada vez que sale el tema, porque no les apetece imaginar que la independencia nos la tengamos que pintar al óleo ni les consola la idea de poder presumir de futurólogos.
Entre los catalanes unionistas, tenemos los pesimistas, que creen que se hará la consulta y ganará el sí, los optimistas, que creen que ganará el no, los que no saben, no contestan, y etcétera.
También tenemos a los que quieren que el proceso termine mal y hacen lo imposible para abortarlo, pero aquí ya no hablamos de optimistas ni pesimistas, sino de enemigos de la democracia. Optimismo y pesimismo son propensiones del estado de ánimo que poco o mucho se alternan en cada uno de nosotros. Pero la actitud democrática no debería alternar con nada, porque la democracia sólo tiene un límite: la voluntad popular. La democracia se supera con más democracia. Defender esto no es hacer volar palomas ni dejar de tocar los pies en el suelo: es, simplemente, ser demócrata.
Por desgracia, el mundo se divide entre los demócratas que ven el vaso medio lleno, los demócratas que ven el vaso medio vacío y los pobres de espíritu que luchan por coger el vaso y romperlo en mil pedazos.
FERRAN SUAY
Doble franquismo
http://www.suay.cat/2013/11/doble-franquisme.html
El PP ejerce plenamente como partido representativo de una ideología, el franquismo, que tiene muy diversas implicaciones y consecuencias. La vertiente más ideológica del franquismo no causa grandes problemas al PP. La ventaja de no haber hecho nunca una auténtica transición es que les permite seguir cosechando los frutos de 40 años de persistente analfabetismo político, y beneficiarse de la preocupante falta de cultura y hábitos democráticos de la población. Una incultura democrática que facilita enormemente la manipulación basada en consignas groseras y argumentos de poca monta.
Este franquismo ideológico ha dado al PP un magnífico rédito electoral, y es comprensible -desde su punto de vista- que no la abandonen. Quizás la única preocupación que les genera es la posibilidad de ser suplantados, en el ejercicio de la rentabilización sin escrúpulos de la herencia franquista, por partidos como UPyD.
Es otra dimensión del franquismo, el organizacional, la que les está creando dificultades, y puede llegar a tener un coste elevado para ellos. El franquismo organizacional es el estilo de funcionamiento que se basa en mantras tan conocidos como «lealtad inquebrantable» o «adhesión incondicional», como únicos criterios de promoción interna. Al amparo de este franquismo cristalizado en la ley de partidos perpetrada durante la transición, y con las suculentas aportaciones ilegales, provenientes del saqueo de las arcas públicas, el PP ha construido una organización extremadamente vertical, en la que los líderes llegan a serlo en virtud de su seguidismo sumiso, y se rodean exclusivamente de estómagos agradecidos y chupones incansables.
Es cierto que esto resulta cómodo para los líderes profundamente mediocres surgidos de esta maquinaria de selección inversa que son los partidos españoles. También lo es que, en épocas de bonanza y mayorías absolutas, este estilo genera unas unanimidades muy convenientes para la propaganda, y muy cómodas de manejar para las cúpulas del partido. El problema es que en política es imposible que todas las épocas sean de abundancia. Las vacas flacas acaban llegando, y para gestionar crisis y momentos difíciles hay que disponer de personal competente. Un personal completamente ausente de las filas de un partido en el que quien progresa es el que tiene una lengua más obsequiosa, sin que ningún otro mérito o capacidad sea tenido en cuenta.
Un magnífico ejemplo es el reciente decreto de nombramiento de la nueva dirección de RTVV, que tiene unos defectos de forma, que probablemente harán que incluso una justicia tan poco independiente y tan sumisa al poder como la española, termine por anularlo. ¿Cómo puede ser que un partido tan instalado en el poder no tenga un solo jurista competente, capaz de redactar un texto formalmente impecable? Resulta francamente ridículo. O quizás habría que decir ‘franquistamente ridículo’, porque es de eso de lo que se trata, del impacto del franquismo organizacional sobre la acción de gobierno (perdonadme el eufemismo) de un partido que lleva meses funcionando en ‘modo pánico’.
El modo pánico nunca es bueno, ni para individuos ni para organizaciones. Es comprensible, eso sí, que ahora mismo no puedan evitarlo. Acosado por los ya incontables casos de corrupción, por la condición de delincuentes evidentes de una buena parte de sus altos cargos, y por el miedo cerval a que algunos de los más perjudicados (Bárcenas, Blasco…) tomen la decisión de no hundirse solos y quieran compartir sus conocimientos sobre la trama criminal y mafiosa del partido, sólo los buenos hábitos y los automatismos bien engrasados que caracterizan el funcionamiento de los buenos profesionales de cualquier sector, pueden salvar un partido de entrar en caída libre.
No será éste, creo, el caso del PP, porque los únicos hábitos y automatismos bien instalados y a punto son los de lamer los zapatos del superior de turno, y eso, ahora mismo, no les sirve para nada. Ahora es cuando necesitarían profesionales competentes en sectores como la comunicación, el derecho o la generación de nuevas ideas. En vez de eso, disponen de esbirros serviles que ocupan puestos de (poco) trabajo generosamente remunerados. Y estos no les salvarán de nada.
Un vistazo rápido a los líderes de que dispone el partido en el País Valenciano ayuda mucho a confirmar mi hipótesis. El caso de Fabra es paradigmático. Un individuo gris que no es capaz ni de encadenar unas cuantas frases con sentido, estrepitosamente carente de cualquier calidad de liderazgo digna de ese nombre. Un político que es incapaz ni siquiera de posicionarse, aunque sea por ambición personal, frente a quienes, desde Madrid, le ordenan la destrucción de patrimonio, estructuras, paisaje y legalidad de nuestro país, a mayor beneficio de ellos.
Es este franquismo, el de la sumisión abyecta, el de la indignidad permanente de ponerse siempre a los pies de los dueños, lo que puede acabar pasando factura a un partido que ha sabido construir una estructura mafiosa altamente depurada, pero que no ha sabido dotarse de un sistema que aparte de la jerarquía, trastos inservibles e inútiles rematados que, cuando llega el momento, no están capacitados ni para atarse los zapatos, sin pedir instrucciones a su superior jerárquico.
En cualquier fábrica de muñecas les habrían podido explicar que no hay títere que pueda funcionar sólo con la frase «siempre a sus órdenes». Aunque sea para mantener mínimamente vivo el espectáculo de la seudodemocracia heredada del franquismo, los harán falta otros muñecos, con algo más de versatilidad.
Jaume López
¡Defendamos la CUI!
TRIBUNA CATALANA
A estas alturas el acrónimo DUI ya resulta familiar a mucha gente, la declaración unilateral de independencia está en boca de todos. Se ha generalizado la idea de que si no hay consulta tocan elecciones plebiscitarias y, si la mayoría es suficiente, la DUI. Tanto es así que, ante las dificultades que se están viendo para acordar una pregunta, hay quien ha acabado concluyendo que no importa la consulta. Creen que, al final, la única vía hacia la independencia es la DUI. Sin embargo, hay que poner en duda este «no importa».
En lo que está de acuerdo el 80% de la sociedad catalana es en ir a votar. Y no podemos olvidar que es la reivindicación democrática la que nos ha llevado a donde estamos. Tal vez esto ha quedado un poco en segundo plano a raíz de los dos últimos 11 de septiembre, pero vale la pena recordar que el ciclo reivindicativo en el que estamos inmersos comenzó en 2006 con la multitudinaria manifestación del «Somos una nación y tenemos el derecho a decidir». El ciclo reivindicativo es democrático, no independentista en primer término.
La manera más universal de explicar (de generar un relato que se dice ahora) el actual estado de cosas es mostrando la quiebra democrática (constatada en múltiples niveles y ejemplos) del Estado español y el contraste, casi dramático, con la reivindicación democrática del otro lado. Cientos de miles de personas manifestándose por tres veces consecutivas en favor del derecho a decidir y la organización de una consulta no oficial en la que participaron más de 800.000 catalanes nos hace únicos -¡sí, únicos!- en el mundo. En Europa hay gente que no entiende que queramos la independencia, pero hay muchos más que no entienden que no podamos votar. Este no es un argumento entre otros, este es el argumento. Porque es la última constatación, en lenguaje internacional, de las dos fallos fundamentales del estado español: democrático y de reconocimiento.
Es cierto que en Kosovo no se hizo ningún referéndum y que esta vía ha sido avalada por el Tribunal Internacional de Justicia. Pero en el Parlamento kosovar la DUI tuvo un apoyo del 90%. No había dudas entre la inmensa mayoría de los representantes. No se trataba sólo de un resultado democrático, sino meridianamente claro. Tampoco se votó cuando Chequia y Eslovaquia se separaron. En este caso también existía un amplio consenso de las élites políticas. Sí, en cambio, se han hecho consultas en: Quebec (1980, 1995), Eslovenia (1990), Georgia (1991), Croacia (1991), Estonia (1991), Letonia (1991), Lituania (1991), Ucrania (1991), Eritrea (1993), Timor Oriental (1999), Montenegro (2006), Sudán del Sur (2011), y Puerto Rico (2012). Y el 18 de septiembre del 2014 está prevista la de Escocia.
En Cataluña, por el contrario, algunas élites en lugar de ponerse al frente de un pueblo movilizado como nunca y como en ninguna parte, son más parte del problema que de la solución, y ponen en duda por qué les pagamos. ¿A quién representan? Incluso aquellos que muestran sus simpatías, en el eje más social, por movimientos como «somos el 99%» no parecen interesados en representar a la inmensa mayoría en el eje nacional que quiere, sencillamente, ser preguntada con una pregunta clara que muestre si queremos o no la independencia. Parece que algunos quieran convertir esta consulta en otro referéndum de la OTAN, un caso paradigmático de manipulación, ¿se acuerdan? Se preguntaba si se quería formar parte de la OTAN pero sin entrar en la estructura militar, reduciendo la presencia militar norteamericana y prohibiendo las armas nucleares en territorio español. ¿Votar no era estar en contra de las dos últimas cuestiones? Imposible discernir la voluntad real de los ciudadanos. Esta vez, sin embargo, nadie podrá acusar a Alfonso Guerra de cocinar la pregunta. Los aprendices de brujo están más cerca.
Se puede entender que haya gente a quien le gustaría una España federal, pero una de las primeras obligaciones de un buen político es mostrar a la sociedad lo que es posible y lo que no lo es. En todo caso, para los que quieren una España diferente, dejemos que ellos mismos valoren qué es más verosímil: votando no, si creen que es posible que PP y PSOE se pongan de acuerdo para reformar España, o votando sí, si creen que es más factible que una Cataluña con voluntad propia se pueda integrar negociando las condiciones.
Por todo ello, ahora habrá que salir a reivindicar -quizás el último esfuerzo movilizador- el vínculo fundamental entre las dos cosas: el derecho a decidir , y decidir sobre la independencia, y no sobre otra cosa, con una pregunta clara, explícita, sencilla, con dos posibilidades, sí o no. Es esto lo que la sociedad catalana quiere. Si «nuestros representantes» (sí, lo pongo entre comillas) no son capaces de verlo y de ponerse de acuerdo quizá sí, más vale que se convoquen elecciones pero no para hacer una DUI, sino para formar un Parlamento donde las fuerzas que estén a favor de que el pueblo se exprese directa y definitivamente puedan llevar, por fin, esta consulta adelante.
Como España no es el Reino Unido, probablemente sea necesaria una convocatoria unilateral, sí, pero de la consulta, hay que hacer una CUI. ¿Será difícil hacerla sin el apoyo del estado? ¡Pues claro! Pero si la sociedad fue capaz de organizar una con todas las garantías exigibles a un proceso de este tipo, ¿cómo no lo va a poder hacer la Generalitat con el apoyo del pueblo (o el pueblo -por ejemplo, la ANC- con el apoyo de la Generalitat)? Si encarcelan al Presidente, efectivamente, el proceso habrá terminado. Pero es evidente que exactamente al contrario de como quisieran en Madrid.
JOAN M. TRESSERRAS.
Singulares y universales
ARA
El lema de la cultura catalana, invitada de honor en la Feria del Libro de Frankfurt de 2007, fue un acierto. Se presentaba como «singular y universal». Una cultura como todas las demás, homologable, pero con un patrimonio y un perfil específicos, particulares. Fue un acierto también porque contenía una afirmación de trayectoria, una definición de presente y un propósito de futuro. Establecía los parámetros de una continuidad. Y era aplicable a las diversas actividades inscritas o adscritas a una cultura nacional permanentemente interesada por todas las demás, desde la vivencia y la renovación desacomplejadas del propio legado. Una cultura abierta y cambiante, inclusiva, permeable, dispuesta a la cooperación, a compartir y a intercambiar influencias y formas de expresión. En Frankfurt, en 2007, junto a los libros y a todas las artes, como en tantos lugares y tantas veces, «els castells» («los castillos») actuaron como símbolo, como prueba material efímera pero imponente de aquella, nuestra, cultura peculiar. Castellers de Valls y de Villafranca, en representación de todos los demás, exhibieron y certificaron con contundencia aquella marca de singularidad de vocación y proyección global.
No soy casteller. He visto castillos desde que tengo memoria. Pero no he hecho. No he participado más allá de la periferia testimonial de alguna piña, arrastrado por algún amigo. Pero he sufrido cada sacudida, vista de cerca o de lejos. Y, desde la distancia, me he descubierto cómplice, emocionado y conmovido. Siempre me ha parecido que esos castillos eran una expresión genuina de mi país. Siempre. Y me he sentido impresionado y orgulloso.
El mundo casteller acaba de conmemorar el tercer aniversario de su reconocimiento como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. El 16 de noviembre de 2010, tras un proceso iniciado en 2007 aglutinante energías y voluntades, en la Asamblea de la Unesco celebrada en Nairobi, mientras el presidente del Parlamento Ernest Benach cargaba y descargaba el rostro y los puños, los castillos quedaban inscritos en un exclusivo registro mundial de actividades, fiestas y representaciones merecedoras de especial consideración y protección. El pasado lunes, en el Palau de la Generalitat, bajo la presidencia del consejero Ferran Mascarell y con la presencia de los grupos y de buena parte de los impulsores y continuadores de la iniciativa, se rememoró el hito.
El acto tuvo un tono de discreta y contenida solemnidad. No fue sólo un ejercicio de memoria. El reconocimiento externo, aunque se vaya producir al máximo nivel internacional, sólo ratificó la evidencia interna de la importancia del fenómeno casteller en la transición de la cultura popular tradicional catalana desde la resistencia frente al franquismo hasta la renovación protagonizada por la generación actual. Los castillos han sido una de las formas de cultura popular con más capacidad de influencia a la hora de buscar y encontrar el equilibrio -la medida justa- entre la preservación de lo sustancial, de lo irrenunciable, y la modernización y actualización de lo necesario. Los castillos han perdurado y han sabido transformarse. Se han hecho más grandes, se han expandido organizativa y territorialmente, han ganado visibilidad en los medios y en la sociedad, han atraído más gente, han incorporado definitivamente a las mujeres, son más transversales, más seguros para los niños… Y han mantenido íntegros sus rasgos característicos y sus valores definidores. Un castillo es el reto público de un equipo dispuesto a ponerse a prueba. Es un gesto colectivo de audacia. Es una empresa compleja que convoca a la participación de los presentes. Es la materialización tangible y concreta de una ambición, una especie de milagro de la colaboración y la disciplina. Su verticalidad desafiante sólo es posible por su horizontal capacidad organizativa. Es el triunfo del grupo, la expresión de la capacidad del esfuerzo humilde y persistente. Es un modelo insuperable de cultura cooperativa, adoptado como referencia en muchas organizaciones empresariales y programas universitarios.
La poderosa emergencia de los castillos es quizás, ahora mismo, la mejor fuente de metáforas para los retos sociales y nacionales que ya estamos enfrentando. Es una historia de éxito que debe continuar irradiando su vitalidad por todos repliegues de la cultura popular del país. Prosiguiendo la adaptación a los cambios; extremando la permeabilidad y la accesibilidad; evitando las tentaciones desnaturalizadoras. Por muchos años, repletos de nuevas metas. Por una larga trayectoria de ejemplaridad.
Josep Pinyol i Balasch
Desobediencia civil
TRIBUNA CATALANA
«¿Alguien cree que no somos capaces de paralizar una semana la economía catalana si somos capaces de movilizar dos millones de personas?» Esta afirmación de Oriol Junqueras en Bruselas no era una amenaza sino la constatación de una lógica inevitable. Cuando una demanda tan democrática como una consulta de autodeterminación reúne en la calle a millones de personas y es despreciada e ignorada por el gobierno español es inexorable que las manifestaciones de ayer se conviertan mañana en una formidable desobediencia civil.
La prepotente intransigencia del Imperio Británico ante las demandas de autogobierno forzó a Gandhi a impulsar resistencia no-violenta del pueblo hindú. Las constituciones y leyes de segregación racial de los Estados del sur de Estados Unidos impulsaron a Martin Luther King a la insumisión pacífica. Cada vez que el Sr. Rajoy repite que no quiere dialogar sobre la soberanía española, mientras niega la catalana nos aboca a la resistencia pacífica. La fuerza de ésta radica en su impacto en los sentimientos morales de los agresores, no en su capacidad de coerción.
Por esta razón no se puede usar la insumisión no violenta como amenaza. Los perjuicios que la respuesta del pueblo catalán puede causar en la economía española no hará cambiar la manera de hacer ni de pensar de los inversores internacionales. Las manifestaciones y los boicots del movimiento de derechos civiles de los negros de Estados Unidos buscaban conmover a la opinión pública norteamericana y lo consiguieron. Nuestro objetivo debe ser solidarizar a los ciudadanos europeos con nuestra causa, porque ellos arrastrarán a sus dirigentes políticos. Por esta razón nos hemos de inspirar en las largas colas de trabajadores yendo a trabajar andando en la huelga de los tranvías de 1951, en plena dictadura franquista. El movimiento de insumisión al servicio militar es otra historia de desobediencia pacífica, con una enorme dimensión entre los jóvenes catalanes.
Cuando el Estado español rechace todas las iniciativas políticas del Parlamento de Cataluña la desobediencia civil del pueblo catalán debe mostrar a Europa que es la única respuesta digna que tenemos para combatir la arbitrariedad del Estado español. Un Estado que de manera unilateral ha modificado el Estatuto de Autonomía aprobado por el pueblo catalán en referéndum, vulnerando la garantía del artículo 152.2 de la Constitución española. Un Estado que, además de ignorar el clamor de millones de personas en la calle, lo que no ocurriría en ninguna otra nación europea, niega nuestra existencia como sujeto político, que amenaza nuestra identidad y nuestra lengua, impidiendo una inmersión lingüística que no ha provocado ningún conflicto en treinta años, que agrava la crisis económica en Cataluña debido a la descapitalización permanente del déficit fiscal. Ante la opresión al pueblo catalán tiene el deber ético de reivindicar la celebración de un referéndum de autodeterminación con todas las acciones pacíficas a su alcance.
La resistencia pacífica debe canalizar la indignación popular escogiendo el camino más conveniente. Unas campañas serán legales, otras deberán desobedecer leyes injustas. Un ejemplo de boicot legal: el gobierno de España acaba de aprobar una modificación de las tarifas eléctricas claramente abusiva, en beneficio exclusivo de las empresas que tienen en sus consejos de administración antiguos Presidentes del Gobierno. Ya pagábamos el kilovatio al precio más alto de Europa. Ahora, además, la nueva normativa discrimina la electricidad generada con energías renovables. La empresa Endesa tiene un monopolio eléctrico de facto en Cataluña y una larga tradición de hostilidad hacia nuestra identidad nacional.
Ha sido dirigida por el ex gobernador civil franquista de Barcelona, Martin Villa, ha tenido un presidente como el Sr. Pizarro que invocaba la Constitución española para oponerse a la OPA de Gas Natural porque era catalana, y actualmente paga 200.000 euros anuales al expresidente Sr. José María Aznar. Gas Natural tiene al expresidente Felipe González como consejero en condiciones similares. Una mayoría de catalanes tenemos razones suficientes para no tener tratos con estas compañías. Un boicot bien organizado a Endesa podría conseguir que un millón de hogares catalanes y empresas se dieran de baja de esta empresa de la oligarquía española y contrataran con pequeñas comercializadoras de energía que no se oponen al derecho a decidir. Sería un entrenamiento colectivo y permitiría organizarnos para seguir con otras acciones más osadas. Llegaríamos a un punto en el que estaríamos preparados para la desobediencia de leyes injustas a gran escala. De manera muy especial podríamos encarar la organización de un nuevo cierre de cajas masivo contra el expolio fiscal.
Esta perspectiva nos evidencia que la resistencia no-violenta no se ‘improvisa y que no podemos pensar en resoluciones rápidas de una semana. Debemos tener presentes los largos años de escritos y lucha pacífica de Gandhi hasta lograr la independencia de la India o del movimiento de derechos civiles liderado por Martin Luther King hasta que se derogaron las leyes de segregación racial. Tenemos que dotarnos de un espíritu de resistencia y de organización de larga duración, como el que demostraron Gandhi, King, Mandela o los jóvenes catalanes que fueron insumisos al servicio militar.
Genocidios culturales
Sico Fons
INFOMIGJORN
Quien haya estado en Francia y presente ciertas inquietudes lingüísticas y culturales, habrá comprobado cómo el hecho digamos diferencial de ciertas regiones ha alcanzado, con el paso del tiempo, un carácter muy a menudo anecdótico y folclórico. Esto se puede percibir fácilmente observando la poca vitalidad que han acabado teniendo lenguas minoritarias como la catalana en el Rosellón (aunque hay que decir que a menudo nos sorprende un cierto renacimiento no sabemos si temporal), el vasco en Iparralde, el alemán en Alsacia, el bretón en Bretaña, el corso en Córcega y, sobre todo, el occitano en el Languedoc, Provenza y Gascuña. Aquí, cerca de Toulouse, se puede escuchar comentar -no sin un cierto desasosiego- que el occitano o lengua de Oc es un hablar de viejos sin prestigio ni utilidad. Conclusión: el Estado francés, modelo y ejemplo desde hace mucho tiempo de país centralizado y uniformador, ha alcanzado lo que parece estar en la esencia y objetivos de cualquier Estado moderno, a saber, uniformizar un territorio y destruir cualquier hecho diferenciador de las diversas regiones como la lengua, la cultura, las leyes e, incluso, la religión o la raza. En definitiva, probablemente lo que se trata es de aniquilar cualquier pensamiento no dictado por las directrices estatales. La diferencia siempre es peligrosa y dificulta la gobernabilidad de una nación.
Francia, como ya hemos dicho, ha sido siempre, como buen Estado jacobino que es, un maestro en todo esto, y de hecho se podría considerar como el Estado precursor y modélico del centralismo. España, desde hace tiempo -sobre todo desde el reinado de Isabel II y sus liberales- ha intentado imitar su vecino septentrional, pero afortunadamente para muchos, los dirigentes españoles han demostrado siempre una negligencia y una ineficacia que, paradójicamente han salvado muchas lenguas y culturas minoritarias. Los franceses, sin embargo, sí que saben hacer las cosas bien -o mejor- y a la hora de uniformizar (o si se es poco amigos de los eufemismos, de practicar el genocidio cultural) no han dejado ni una piedra sana. Si observamos atentamente la historia de la llamada Cataluña francesa o Cataluña Norte (anexionada a Francia desde el siglo XVII), nos haremos una idea rápida y muy verosímil de la política que se ha seguido como método desde siempre. Antes que nada se trata de hacer creer a los habitantes de la región que se quiere fagocitar o eliminar que su cultura es rural, anacrónica y propia de gente analfabeta y su idioma un patois dialectal sin literatura ni prestigio, mientras que la del pueblo dominador es una lengua culta y digna de una nación civilizada, poderosa y admirada por todo el mundo. Abandonad vuestras obsoletas raíces, es el mensaje subliminal que se desprende, abrazad nuestra causa y formad parte también de este club de privilegiados. Vosotros sois cuatro gatos mal contados y nosotros, en cambio, un imperio. Los franceses han practicado esta política genocida de una forma tan hábil y sutil, que hoy en día se puede decir que no queda ni un habitante de la antigua Galia que hable habitualmente la lengua de sus antepasados (occitano, bretón, alemán, catalán, etc.) o que no conozca el francés, propio y original del norte de Francia. En el caso del Rosellón, encontraremos tantas banderas catalanas o adhesivos de burritos como queramos, pero a la hora de la verdad, el hecho catalán es una muestra curiosa y folclórica de una pequeña región hasta cierto punto simpática y acogedora del sur de Francia. En definitiva, eso es tan irrenunciablemente francés como lo pueda ser Normandía, el Orleanés o Borgoña. Y quizás tan políticamente nacionalista como la «Feria de Abril» de Sevilla en España, desde un punto de vista andalucista, queremos decir.
España, como ya se ha dicho, ha intentado seguir esta política de centralización masiva. Folklorizar las viejas características identitarias de viejos reinos medievales y castellanizar (como los franceses han afrancesado) sus instituciones, culturas y lenguas. En el caso catalán, tenemos otro rasgo que España ha practicado con especial virulencia. Conociendo esa vieja máxima de «divide a tu enemigo y le vencerás», ha puesto un gran cuidado en potenciar las diferencias internas de los antiguos territorios de la Corona de Aragón -no en vano, el territorio por extensión y economía más poderoso, y por lo tanto más inquietante, dentro de España. Se trataba -¡se trata!- de hacer creer que ni catalanes ni valencianos ni baleares tienen nada en común -ni historia ni literatura ni lengua- y que más bien son enemigos naturales. Una vez conseguido esto, la amenaza de una hipotética nación dentro de las fronteras españolas quedará definitivamente neutralizada o eliminada. ¿Se imaginan lo peligroso sería para Madrid el surgimiento de una verdadera conciencia de unidad nacional en los territorios de habla catalana?
Sin embargo, hasta ahora nos ha salvado de una total extinción -a los catalanohablantes, queremos decir la tradicional ineptitud de las autoridades españolas, pero observando el panorama actual y los enemigos exteriores e interiores que nos salen con tanta frecuencia, debemos reconocer que nuestra situación es muy preocupante e incluso alarmante. Como diría nuestra querida Maria del Mar Bonet: «Què volen aquesta gent, que truquen de matinada?» («¿Qué quiere esta gente, que llama de madrugada?». Sabemos muy bien qué quieren; esperemos, sin embargo, que nos concienciemos de una vez de lo que somos y queremos ser, y que el Estado español no siga tomando como modelo la política centralista de los franceses. Claro que todavía sería peor que tomara ejemplo de los turcos, los rusos o los estadounidenses. Esos sí que son verdaderos maestros en esto de poner en práctica exterminios masivos de naciones enteras. Toquemos madera, pues.
El día siguiente del proceso
VICENÇ VILLATORO.
ARA
Si un médico se equivoca en el diagnóstico, seguramente se equivocará también en los remedios, en la terapia. Si alguien diagnostica que el proceso catalán hacia el ejercicio del derecho a la autodeterminación es una obsesión, un capricho o una táctica de distracción de un dirigente o de un grupo de dirigentes, creerá que desacreditando, desmoralizando y sustituyendo estos dirigentes todo quedará resuelto. Si alguien cree que el catalanismo es el producto de una intoxicación artificiosa hecha desde TV3 y desde la escuela sobre las almas cándidas de los catalanes, hechas de plastilina acrítica, creerá que desactivando TV3 y creando un molde españolizante en la enseñanza el catalanismo desaparecerá. Si alguien cree que esto es un choque entre catalanes de origen y descendientes de los que llegaron hace unas décadas, pensará que atizando el enfrentamiento entre hipotéticas comunidades lo tiene todo ganado. Si alguien cree que el clima político actual en Cataluña es el producto de una subida repentina de la temperatura emocional de los ciudadanos, creerá que con la inyección de una dosis de moderación impuesta o impostada ya lo podemos dar todo por terminado. Si alguien cree que este malestar que hoy expresa el apoyo al derecho a decidir es la respuesta catalana a la crisis económica, creerá que resistiendo hasta que pase la crisis se deshará como un azucarillo.
En cambio, si diagnosticamos que el proceso catalán es la expresión de un malestar profundo y arraigado en la sociedad catalana, la sensación creciente de muchos ciudadanos de ideologías diversas de que España ni les representa ni les defiende ni responde a sus intereses, entonces la aplicación de estos remedios y de estas terapias -que corresponden al otro diagnóstico- no resolverá el problema ni para unos ni para otros. Como mucho, lo aplazará, y probablemente lo agravará. Si creemos que la actual efervescencia nace de la decepción sobre la voluntad real del Estado español de cambiar una vieja mentalidad uniformizadora, de su incapacidad para ser el Estado de naciones diversas, de ser el Estado que protege la identidad y los intereses de los catalanes, la aplicación de todas estas fórmulas podrá conseguir que baje un rato la fiebre, pero no que desaparezcan las causas. Si consideramos el actual clima político catalán como la expresión de una voluntad de ser que viene de lejos y no ha desaparecido ni después de la gran derrota de la guerra ni de los grandes cambios demográficos de la posguerra, y que los dirigentes que ahora lideran el proceso no lo hacen por una obsesión personal, sino por una lectura sólida y acertada del clima social, podemos decir que las soluciones de coyuntura para detener el proceso sólo servirán como mucho para ganar tiempo. Que no es poco, pero que no es final ni ninguna solución.
El proceso que estamos viviendo puede acabar bien o mal. Y no es indiferente, claro. Pero ni en un caso ni en otro esto significa el final de la partida.
Puede acabar bien, y hay en este sentido algunos indicios favorables. Pero también puede terminar en un callejón sin salida donde no sepas qué movimientos puedes hacer. Puede ir mal porque el Estado juegue muy bien sus piezas. O porque España prefiera perder la democracia que arriesgarse a perder Cataluña. O porque desde Cataluña se hagan las cosas mal y el partidismo, la frivolidad o la inconsciencia rompan una mayoría imprescindible y ya más bien precaria. Pero en cualquier caso, termine bien o termine mal el proceso actual, la partida no habrá terminado.
Si acaba bien, todo estará por hacer y habrá mucho trabajo, sin milagros al día siguiente. Y si acaba mal y el diagnóstico acertado es, como creo, que no estamos ante un fuego de virutas sino ante la expresión de un movimiento profundo y de largo alcance, de una voluntad de ser persistente y de un malestar respecto al Estado también persistente, el problema de fondo todavía permanecerá y se volverá a expresar más pronto que tarde.
Si los problemas se ocultan y no se solucionan, vuelven a salir. Estoy convencido de que esto no es un «órdago independentista» ni un calentón coyuntural. Por tanto, los remedios pensados a la medida de un diagnóstico equivocado podrían llegar a abortar la forma actual del proceso, pero no solucionar el mal de fondo. No sólo para nosotros, también para ellos. Porque no son remedios, son parches.