Desde la perspectiva del debate de ideas, fue una lástima. El interminable tira y afloja entre la CUP y Juntos por el Sí habría podido poner sobre la mesa cuestiones interesantísimas, pero la cosa acabó como acabó. ¿Queremos un Estado? Sí, por supuesto. Ahora bien, ¿cuál es -o debería ser- la naturaleza del Estado del siglo XXI? Esto ya es harina de otro costal. Empezamos con una hipótesis inquietante: ¿y si la última rémora del Ancien Régime fuera justamente el Estado nación tal como lo conocemos hoy? De hecho, lo que llamamos «Unión Europea» es, de momento, un simple lobby de Estados nación absolutamente desconectado de la realidad en la que viven muchos de los ciudadanos que la integran. Para demostrar esto no hay que ir muy lejos: la Unión Europea no reconoce como oficial la lengua en que está escrita esta misma frase (catalán) aunque, supuestamente, su autor y los millones de personas que se expresan como él son ciudadanos europeos, por lo menos, de segunda o tercera categoría.
Lo que me gustaría subrayar es la afirmación hecha más arriba: el Estado nación podría ser, junto con la monarquía, la última rémora del Ancien Régime. El mismo Alexis de Tocqueville ya demostró que el proceso de centralización del Estado francés no tenía nada que ver con los ideales de la Revolución francesa, por la sencilla razón de que históricamente era muy anterior a ésta. El proceso de gestación del Estado nación no es ni moderno ni ilustrado. En su excelente monografía dedicada a Francisco I, Jean Jacquart afirma que la creación del Estado francés no tenía como objetivo directo la supresión de las diferencias regionales, ni la erradicación de lenguas habladas por millones de personas. Esto sólo era un medio para alcanzar la verdadera finalidad, no muy moderna, ni ilustrada, ni progresista: «erigir ‘la volonté royale’ en ley general». Creo que con esta simple expresión se hace bastante evidente que el Estado nación es, en realidad, la última adherencia del absolutismo, del Ancien Régime. El hecho de que esta adherencia fuera asumida pragmáticamente por la Revolución francesa y, más adelante, por una izquierda nada internacionalista, no nos puede hacer perder de vista sus verdaderos orígenes. La única manera de erigir la voluntad real en ley general pasaba -y pasa- por construir un marco político que entienda la diferencia como una peligrosa anomalía que hay que neutralizar. Esta es la esencia de un Estado nación que, por razones bastante obvias, ya no tiene ningún sentido en el contexto cultural, social y económico que estamos viviendo. Su voluntad de perdurar -por otra parte, común a todos los seres, según la conocida sentencia de Spinoza- me parece muy lícita. Lo que encuentro intelectualmente perverso es la criminalización, directa y expeditiva, de todos aquellos que denunciamos el carácter caduco o agotado de este viejo modelo político y, a la vez, abominamos de cualquier esencialismo identitario de carácter paraétnico. Ambas actitudes son perfectamente coherentes. Mejor dicho: son complementarias.
La defensa acrítica del Estado nación roza hoy una forma de esencialismo identitario basado en la substancialización metafísica de ciertos documentos y de ciertos rituales burocráticos. El discurso del PP y el PSOE sobre la unidad de España es exactamente eso. La identidad conformada por el Estado nación es, por definición, excluyente. Una persona con los papeles que le reclama ferozmente el Estado nación no garantiza nada; y, a la inversa, una persona sin estos papeles no supone una amenaza automática contra nada ni contra nadie. La identidad basada en la figura política del Estado nación no permite asumir los nuevos retos; la identidad basada en referentes étnicos o paraétnicos, tampoco. La figura del ciudadano sigue vigente, pero ya no puede ser enmarcada en ninguno de los dos contextos mencionados. Las soluciones intermedias -como el multiculturalismo, o el patriotismo constitucional de Habermas- son sólo aplicables a contextos muy concretos, y sólo provisionalmente (es decir, en clave generacional). El problema es más profundo, y sobrepasa tanto el estatismo jacobino como el nacionalismo -digamos- ‘clásico’ de los pueblos sin Estado. De hecho, se trata de otro problema -anterior, en todos los sentidos, a las cuestiones que acabamos de analizar-.
EL TEMPS