De oca a oca

El episodio reciente de una votación en el Parlamento ha desatado una avalancha de comentarios de todo tipo sobre el acierto o el error de haber votado a favor o en contra de una determinada persona, candidata a representar a la Generalitat de Cataluña en el Senado de España. En general, las críticas se dirigen al voto contrario expresado por la totalidad de fuerzas independentistas, pero no me ha parecido que abunden mucho los análisis y comentarios políticos a propósito de los grupos dependentistas que tampoco apoyaron con su voto el candidato socialista.

Hago esta última consideración porque, si ha habido un cambio de actitud en lo que era la práctica tradicional en la cámara catalana, este cambio no ha afectado sólo a los independentistas, sino también a los que no son: PP y Cs. Y este olvido es muy ilustrativo del momento que vivimos y de la politización absoluta del aire que respiramos. Todo el mundo actúa, declara y saca conclusiones en función de su color ideológico y de los intereses que más le convienen.

Quizás puede parecer una frivolidad excesiva lo que ahora voy a decir, pero me arriesgo: había un montón de motivos que avalaban el voto negativo de los independentistas a la pretensión senatorial de Iceta, si es que, déjenme ser mal pensado, existió alguna vez tal aspiración. Pero había también un buen puñado de ellas para hacer justo lo contrario y darle apoyo, con el voto favorable de los escaños independentistas.

Y, pues, ¿en qué quedamos?: ¿sí o no? Tan coherente, lógico y sensato podía ser uno como lo otro, ya que todo está en función de lo que se espera que pase después y, sobre todo, de lo que se ha preparado antes. Es decir -y da vergüenza recordarlo-, en política hay una cosa que se llama táctica y otra que se llama estrategia. La primera afecta a los movimientos inmediatos que se prevé adoptar a lo largo del camino -mirada corta- y éstos deben estar siempre en línea con la estrategia final -mirada larga, con los objetivos últimos que se quiere alcanzar.

Podemos decir lo mismo con el apoyo independentista a los presupuestos estatales, en la cámara española, o bien a su rechazo, que es lo que acabó siendo. Existían suficientes argumentos para avalar una posición para legitimar justo su contraria, tal como lo demuestran las posiciones diversas que, respecto de este punto, aparecieron en el interior de los dos grupos parlamentarios y, también, entre la opinión pública del país. Y sospecho que también es lo que pasará ante el próximo debate de investidura para presidir el gobierno español.

Me gustaría, quién sabe, equivocarme, pero quizás ya ha llegado el momento de decir que el independentismo catalán y la táctica política no han tenido aún la alegría de ser presentados. Del primero de octubre a esta parte, da la impresión de una ausencia total y absoluta de unas líneas de actuación preparadas, previstas y pactadas, asumidas por el conjunto del movimiento independentista. Y que para este es más importante ganar la batalla interna, la de las siglas, que conseguir la victoria nacional en el frente exterior, delante de España. Y esto es desalentador por completo. Y explica el panorama desconcertante actual, donde cada hito en el camino se convierte en un obstáculo, una tragedia, un dilema shakesperiano que aparece de nuevo, de manera muy inesperada, y ante la que gastamos energías en debates agotadores, al grito salvífico de «¡corramos todos allí!». Cuando no se dispone ni de táctica, ni de estrategia, lo que se impone es la improvisación permanente ante la carrera de obstáculos.

De esta manera, cada nuevo elemento que aparece en el paisaje conlleva un nuevo posicionamiento de las diferentes sensibilidades del independentismo, yendo así a remolque del Estado, en vez de hacer justo lo contrario: llevar nosotros la iniciativa, pasar a la acción, prever todos los escenarios y actuar, de forma unitaria, en consecuencia, haciendo lo que sea más útil al objetivo final emancipador.

Carentes de un posicionamiento táctico compartido, cada caso se convierte, entonces, en un mundo aislado de todos los demás, sin ninguna conexión con el resto de eventos o incidencias que se producen y que se producirán en el futuro. Por ello, cada gesto o reacción, en vez de ser visto como lógico y comprensible, se convierte, a menudo, en desconcertante y desmovilizador. Y los griegos ya tenían claro, siglos atrás, que no hay vientos favorables para quien no sabe dónde va. Por ejemplo, se crean organismos, nacen siglas y se anuncian referéndums, todo presentado a bombo y platillo, iniciativas cuya vida es de una fugacidad extraordinaria y que, aparte de hacer hervir la olla, no hacen más que liar la madeja de la confusión.

Es así como vamos pasando los días, de oca a oca y tiro porque me toca, con el riesgo de que no lleguemos nunca al destino final. Por ello constituye una emergencia nacional disponer de una línea táctica propia del independentismo, con un relato no subsidiario de otro y un camino bien trazado, riguroso, coherente, que sea conocido, creíble y posible. Y, en particular, asumido por todos los agentes reales del movimiento independentista. De lo contrario, cuando se sepa qué es lo que tenemos que hacer, pues eso: hacerlo y hacerlo todos. Sin excepción. Cuando más conviene una estrategia unitaria, que es compatible con la diversidad de opciones electorales, no podemos continuar dando la imagen de un sálvese quien pueda permanente, unos hacia el ‘llevant’ (el este), los otros hacia el ‘garbí’ (el sudoeste). Porque quien sale perjudicado no son los partidos, sino el país. Este país que queremos libre, independiente y soberano. O eso decimos…

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