La cuestión nacional nunca ha dejado de estar vigente, a pesar de los esfuerzos realizados para darle el finiquito por parte de muchos teóricos del Internacionalismo proletario y defensores del Estado-nación burgués, llamativa coincidencia, ésta, en la materia de dos planteamientos en principio irreconciliables. El impulso nacionalista fue bien visto por los revolucionarios en los inicios de la Edad contemporánea. Representaba el levantamiento de una sociedad -la Nación- frente al absolutismo monárquico y la liberación de los Pueblos sometidos. Luego, el Socialismo internacionalista denunciará su faceta agresiva frente a otros pueblos y el imperialismo en el que incurrieron los principales Estados-Nación europeos. No obstante el nacionalismo siguió impulsando movimientos de liberación nacional en el conjunto de Europa, en el seno de muchos pueblos que no habían conseguido alcanzar la forma de un Estado independiente. Muchos de los Estados-Nación, sólidamente constituidos, se basaban en la sujeción forzada de otras naciones que se les enfrentaban. Tal circunstancia explica el cambio de actitud de los teóricos del Estado-Nación con respecto al Nacionalismo, quienes pasan a descalificarlo como impulso reaccionario, fruto de atavismos no superados.
Es conveniente tener en cuenta este particular a la hora de analizar los elementos constituyentes del hecho nacional y los esfuerzos por establecer una definición de Nación. Desde nuestra mentalidad occidental, que cree dominar la realidad con la lógica tradicional, terminamos por conceder mayor entidad a las ideas que llamamos conceptos, que a los mismos hechos reales. Así se explican las dificultades que encuentran teóricos de toda especie, cuando intentan delimitar el hecho nacional. Sean los austro-marxistas Renner y Bauer, o Stalin, y más recientemente Hobbswam y Ernest Gellner. A todos ellos les agrada perderse en la maraña de contradicciones que aparecen, cuando se pretende aplicar a las realidades humanas que se reclaman naciones las definiciones de Nación y Pueblo elaboradas en los medios académicos europeos -filológicos, filosóficos y jurídicos-. Nada extraño, si se tiene en cuenta que tales medios académicos parten igualmente de la realidad estatal a la que pertenecen y son instrumento de la justificación ideológica de ella misma. De ahí que la teoría de la Nación y del Estado que elaboran se acomode como un guante a la mano al Estado-Nación consolidado en Europa occidental. No obstante tal teoría no deja de ser una reflexión «a posteriori» sobre esa realidad. Lo peor del caso es la pretensión de contemplar el problema de la Nación desde tal perspectiva, que conduce a rechazar la realidad nacional de muchos pueblos que aspiran a configurar su propio Estado. A decir verdad, estas teorías terminan por negar que pueda existir el hecho nacional -y en definitiva el derecho a constituir un Estado- que no se acomode a sus propios esquemas. Se niega, así, la realidad histórica de muchas naciones que han existido en toda época y cultura, porque únicamente cumplen los requisitos de Nación los Estados generados en Europa occidental por el proceso revolucionario que tiene lugar en los inicios de la Edad contemporánea y aquellos otros que cumplen sus exigencias.
La realidad humana es muy compleja, demasiado para que se la pretenda encerrar en una definición de pocas frases, o que encaje en los esquemas excluyentes de la cultura europea dominante. Ninguno de los elementos constitutivos de una identidad nacional; a saber, etnia, cultura lengua… y cualquiera otro, son cerrados y definitivos, sino sujetos a permanente modificación. En todo caso el individuo concreto se reconoce en el colectivo nacional, marco de referencia para su existencia. Este marco incluye el territorio, la organización política, las normas de relación y los rasgos que impregnan el carácter colectivo, apreciados subjetivamente como integradores de la personalidad individual: valores, sistemas de relaciones colectivas, patrimonio cultural y, especialmente la lengua elaborada por el colectivo nacional y que retorna al individuo, marcando su psicología.
Que tales elementos no se muestren estables en muchas naciones -especialmente cuando éstas son objeto de sojuzgamiento por Estados imperialistas- es muy habitual; pero no por ello resulta invalidada la realidad nacional concreta. El hecho nacional se legitima exclusivamente por la voluntad de los individuos que deciden constituir una Nación, corolario ineludible de la libertad individual. Tal voluntad no podrá afirmarse, sino en una situación libre de cualquier tipo de coacción por parte de naciones más fuertes. Todas las épocas -la actualidad también- han contemplado el acceso de muchas naciones a la condición de Estado reconocido y en ese mismo momento han cesado las objeciones de los teóricos del Estado-Nación a sus derechos nacionales.
En el caso del Estado español es un hecho obvio la existencia de situaciones que encajan en los supuestos aquí recogidos. La realidad de naciones sometidas que reclaman su libertad estatal es tan evidente, que hasta la misma Constitución española se hace eco de la cuestión en su articulado y establece de una manera explícita la coacción para quienes intenten llevar a efecto sus aspiraciones de libertad nacional. Por muy loables esfuerzos que intenten los exiguos federalistas para recomponer este Estado con planteamientos democráticos, su esfuerzo resulta inútil. Es hora de que se tome conciencia de que el Estado-Nación es un instrumento de opresión, totalmente inadecuado para conseguir la solidaridad de los Pueblos de una Europa nueva y libre.