EN el imaginario colectivo, el 20-N sigue asociándose al Valle de los Caídos: el macro mausoleo, impulsado por Franco, levantado con la sangre y el sudor de los rojos. La basílica y su ciclópea cruz fueron concebidas por el caudillo para dar gloria a «los caídos por Dios y por la Patria«, en el lado vencedor. Durante la larga dictadura fueron llevados allí (en algunos casos sin el conocimiento de sus familias) los restos de otros caídos del lado de los vencidos.
«Nunca sabremos la cifra exacta de víctimas de la Guerra Civil«, dice un experto forense. Los actuales trabajos de excavación para encontrar en el campo de Alfacar los restos de García Lorca, y otros cinco represaliados del franquismo, están teniendo un «efecto llamada»: más familias han reclamado recuperar los huesos de sus seres queridos, asesinados en las mismas circunstancias y sepultados en el mismo paraje. Hace un año, el cardenal de Madrid, Rouco Varela, afirmaba en un Pleno de la Conferencia Episcopal que «las exhumaciones (de las fosas) dañan la concordia social» y que «a veces es necesario saber olvidar».
Sin embargo, un año antes, el obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, en otro Pleno, alentaba a que «se haga plena luz sobre nuestro pasado», mostrándose dispuesto a revisar la posición de la Iglesia durante la República y la Guerra Civil: fue «una grata sorpresa».
Monseñor Rouco pide olvidar. 70 años después, por toda España hay «territorios sembrados de horror»: fosas comunes, cunetas, barrancos, pozos y cementerios donde se ocultan decenas de miles de cuerpos de ciudadanos proscritos, borrados de la memoria por «rojos» o republicanos. De paso, recordar el decreto de la Jefatura del Estado (de los golpistas, del 16 de noviembre de 1938), que establecía, «previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas», que «en los muros de cada parroquia figurara una inscripción con los nombres de sus «Caídos por Dios y por España, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista». Dichas placas, para perpetuar la memoria, se exhiben en las fachadas de muchos templos.
Los obispos españoles justifican la memoria de sus mártires: «Las guerras tienen caídos en uno y otro bando; las represiones políticas tienen víctimas, pero sólo las persecuciones religiosas tienen mártires». María Antonia Iglesias, escritora católica, en su libro Maestros de la República; los otros santos, los otros mártires, recuerda que «en todas estas historias siempre sale un cura», actuando como emisario político del Régimen; delatando («de ideas marxistas, ateo, no asiste a misa»), calumniando, confesando y perdonando en nombre de Dios a gentes honestas enviadas al paredón sin pecado y sin delito.
El sacerdote Jesús López Sáez, en su librito Memoria histórica. ¿Cruzada o locura?, plasma esta cita bíblica: «Escribe la visión, ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido» (Ha 2,2). El último capítulo, Huesos secos en medio de la vega, hace referencia a un pasaje del profeta Ezequiel.
Gumersindo de Estella, fraile capuchino, quiso dejar constancia en sus estremecedores diarios, (editados en 2003 bajo el título Fusilados en Zaragoza. 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos) de esta denuncia: la complicidad de un clero empeñado «en acreditar con un sello divino una empresa pasional de odio y violencia». Poco entusiasta con el Alzamiento («la violencia no es cristiana», se lamentaba), su superior le conminó a irse de Pamplona y tomar el primer tren hacia Zaragoza. El desterrado se ofreció de ayudante del capellán en la cárcel de Torrero. Tras una asistencia, desolado, escribe: «Necesito ser de acero para no llorar». Allí, cualquier «palabra de fiereza» contra los pobres reos «era interpretada como señal de profunda adhesión al Movimiento y a la religión». Un detalle: casualmente el cardenal Gomá, poco antes de morir, se confesó con él. «Durante los 36 años de la dictadura de Franco, los perdedores de la Guerra Civil no podían hablar en público de sus sufrimientos personales ni de las pérdidas padecidas por sus familias…» (Gabriel Jackson, historiador). Aunque Franco -al que la Iglesia llevaba bajo palio y le ponían reclinatorios de terciopelo en primera fila en los oficios sagrados- repetía que los republicanos que no estuvieran inmersos en delitos de sangre salvarían sus vidas, en los diez años siguientes al final de la guerra, «no menos de 50.000 personas fueron ejecutadas» (Julián Casanova, historiador). Muchos fueron encarcelados; otros inhabilitados, despojados de sus cátedras; muchos expropiados… Todos, víctimas de una represión «alentada por las máximas autoridades militares y civiles y bendecida por la Iglesia católica» (Antony Beevor, historiador). Ante la avalancha de reclamaciones de ciudadanos que querían recuperar de los cementerios invisibles los huesos de sus seres queridos, el Gobierno del Sr. Zapatero impulsó la Ley de la Memoria Histórica. Los obispos lo acusaban de hacer una ley «selectiva». Un cardenal llegó a decir: «¡Cuidado con la memoria… no hay que dar la tabarra durante mucho tiempo…!». Aplicaban una doble vara de medir. Ellos llevaban muchos años alentando la recuperación de su memoria, materializada poco después, el 28 de octubre del 2007, con macroperegrinación nacional a Roma, con la beatificación más numerosa de la historia: 498 «mártires» de la Guerra Civil. Era «un aliento para fomentar la reconciliación», dijo el portavoz episcopal. Juan XXIII y Pablo VI se habían opuesto a la misma.
Curiosamente, entre esos «mártires» no estaba ninguno de los sacerdotes y religiosos vascos asesinados por las tropas de Franco. Injusticia que se reparó el pasado 11 de julio en la eucaristía, concelebrada por todos los obispos de las diócesis vascas en la catedral de Vitoria. En ella, contrariando la línea de monseñor Rouco, pidieron perdón por el «injustificable silencio de los medios oficiales de nuestra Iglesia»: «Hoy saldamos una deuda contraída», «tan largo silencio no ha sido sólo una omisión indebida, sino también una falta a la verdad, contra la justicia y la caridad». Un gesto que, lejos de «reabrir heridas», quería «ayudar a curarlas o aliviarlas».
Tras el Desfile de la Victoria, en la iglesia de Santa Bárbara, Franco se acercó al altar bajo palio, llevado por miembros del Gobierno. Eijo Garay, obispo de Madrid, le dijo: «Nunca he incensado con tanta satisfacción como lo hago ahora con V.E.» El general puso su espada a los pies del Santo Cristo, leyó una oración y se hincó de rodillas ante el cardenal Gomá, que le bendijo, y ambos se fundieron en un abrazo.
«La Iglesia había triunfado en una Guerra Civil, que para ella había supuesto una verdadera hecatombe, pero de la que salió restablecida en la plenitud de su poder. Había sido, después de mártir, verdugo, por completo desprovista de conmiseración para los vencidos; todo lo contrario, no sólo vencedora sino vengativa: sus clérigos habían asistido a la ejecución de decenas de miles de prisioneros una vez la guerra terminada, sosteniendo con su presencia y su palabra una estrategia de depuración y limpieza» (Santos Juliá, historiador).
Aún el 19 de octubre de 1960, el cardenal primado Pla y Deniel, que durante la guerra cedió su palacio episcopal de Salamanca a Franco, volvió a recordar, en la Universidad Pontificia de Salamanca, que «Fue una cruzada por Dios y por España». Recuperar la memoria de muchas gentes honradas, la mayoría humildes, que yacen en parajes desconocidos, o que murieron en el exilio, mártires y héroes anónimos, sin mausoleos sagrados, que muy posiblemente nunca tendrán el reconocimiento por parte de una institución que predica ser la guardiana de la doctrina de Cristo, es un noble acto de humanidad y de justicia.