De golpes de estado y estados de excepción

En Cataluña vivimos en un verdadero estado de excepción político, formalmente no declarado, pero que actúa de facto. Con todas sus consecuencias. La suspensión de las instituciones democráticas catalanas durante meses; el encarcelamiento y exilio del Gobierno, la presidenta del Parlamento y los líderes civiles; los procesos abiertos a decenas y decenas de cargos públicos; la intervención de las finanzas, y, planeando por encima de todo, el establecimiento de un clima de amenazas en contra del independentismo lo demuestran. Si, como sostiene la Fiscalía General, la celebración del referéndum del 1-O fue un golpe de estado, es fácil de entender la respuesta que ha dado el Estado español.

Que el estado de excepción no se haya declarado formalmente es de sentido común. Según su Constitución, sólo se podría aplicar 30 días, prorrogable a 30 más. En cambio, encubierto, es de duración ilimitada. Así, al no ser declarado, perversamente, puede actuar con un cierto disimulo de puertas afuera mientras facilita que de puertas adentro se produzca un lento pero eficaz proceso de banalización de la represión. No es extraño, pues, que empiece a ser habitual que haya instituciones y analistas que valoren la dinámica política catalana e ignoren su contexto represivo y que, con conciencia o sin ella, favorezcan el blanqueo de la suspensión de los derechos civiles y democráticos.

La efectiva suspensión de la autonomía catalana que ha provocado una excepcionalidad política no es reversible. Y la desafección hacia España de la que había advertido José Montilla hace doce años ya es un hecho que no tiene marcha atrás. Por ello, los predicadores del retorno a una hipotética normalidad autonómica y prerrepresiva, de gobernar como si nada, de dejar pasar tiempo para desinflar el conflicto o de confiar en el diálogo con el verdugo se convierten en cómplices objetivos de una voluntad de olvido que no hace más que enquistar el conflicto y legitimar el limbo -o el purgatorio- en que se ha de mover la política catalana.

Sin embargo, no es ningún consuelo, pero lo que pasa aquí se inscribe en una lógica política general. Por un lado, el comportamiento antidemocrático del Estado español forma parte de la nueva era de autoritarismo que politólogos como Anna Luhrmann y Staffan I. Lindberg han descrito en un estudio reciente sobre la salud democrática en el mundo. Se trata de una ola de «autocratización» -como la llaman ellos- cuyo inicio sitúan en 1994. Según estos autores, las nuevas autocracias dominan el arte de socavar los estándares electorales respetando la fachada democrática. Y actúan asediando a la oposición, subvirtiendo el estado de derecho o restringiendo la libertad de los medios, sobre todo buscando la manera de convertirlos en canales no oficiales de armas de propaganda. Seguro que al lector todo esto le resulta muy familiar.

Por otra parte, la manera de debilitar a la oposición -aquí, el independentismo- es la de intentar polarizar la sociedad. También es una lógica general todo el mundo: en Brasil de Bolsonaro, en el Reino Unido del Brexit o en Estados Unidos de Trump. Lo ha estudiado a fondo el profesor de Stanford Mugambi Jouet en Estados Unidos en ‘Exceptional America. What divides americans from the world and from each other’. Mugambi menciona el carácter antiintelectualista de estas dinámicas que facilita las visiones conspirativas, cita los fundamentalismos cristianos -aquí hablaríamos de «fundamentalismo constitucionalista»- y destaca la exacerbación del resentimiento identitario.

Ambos análisis hacen estremecer al ver hasta qué punto parece que hablen de nuestro caso. Pero si los fenómenos son generales, la respuesta sólo puede ser local. De modo que si no nos consuela la desgracia general nos queda la opción de seguir luchando por una radicalidad democrática que se oponga al autocratismo, y a favor de la libertad de expresión y el respeto a la diversidad para combatir las retóricas que buscan debilitarnos en la confrontación.

ARA