El linchamiento a la profesora de la Salle de Palma nos ha vuelto a recordar a los maestros del IES de San Andrés de la Barca asediados por la derecha y la ultraderecha anticatalana, valga aquí la redundancia –bajo la mirada de partido de tenis de parte sintomática de la izquierda españolista. Viniendo de dónde venimos, por tanto, sorprende que medios catalanes (los mallorquines no lo sé) todavía jueguen a hacerse los inocentes llevándolo al terreno de una mera cuestión de autoridad en el aula, que al final es igual una estanquera que una bandera del Che Guevara, que ya se sabe cómo son los adolescentes, que los pobrecitos tienen pasión por el fútbol y que nunca había ocurrido que se tropezara un mundial dentro del calendario escolar.
Como si fuera una meteorología inevitable, hace días que se hablaba de estudiantes que miran la competición con el móvil bajo la mesa. Pasado el tedioso trámite de reivindicar los derechos humanos, había llegado la hora del espectáculo. Las televisiones enviaban micrófonos a la puerta de los institutos, los informativos hacían noticia. En la primera radio de Cataluña hasta entrevistaron a una profesora de catalán que, para hacer charlar a los chavales en la lengua del país, se había empezado el ejercicio de hacerles retransmitir jugadas en clase. Entrañable. Servidora me preguntaba entonces si todo esto interesaba en la misma medida a las niñas o si no era otro caso de universalización de un interés –de un negocio– eminentemente masculino, como el mundial mismo. Si quería algun sorpresa, había errado la pregunta, pero eso lo supe después.
Porque, de los comentarios de maestros catalanes sobre el mundial (agradecida a quienes me los han hecho llegar), me llamaron la atención dos hechos: por un lado, el desconocimiento, si no desinterés, del alumnado sobre la violación de derechos humanos en Catar –algo que sería más preocupante si no fuera por el campeonato de la hipocresía que les estamos sirviendo los mayores; y por otro lado, el repentino fervor por la selección nacional española que ha levantado el evento entre los niños, un fenómeno observado también por padres situados en las antípodas de lo que representa la camiseta que se han puesto a idolatrar sus hijos. Es su ilusión, se consolaban unos; al final sólo es fútbol, trataban de convencer a los demás: quieren disfrutar del espectáculo y de los jugadores que admiran, no los metamos en nuestras batallas. Ya tendrán tiempo.
No pasa nada, no nos alarmemos. Los adultos lo sabemos hacer: de derechos humanos siempre podremos hablar mañana. Y del espíritu que encarna a una selección nacional respecto de las naciones subordinadas, también. Es humano querer gozar de la vida, de la rivalidad sana, de los valores del deporte. Ahora toca separar la obra del artista, disfrutar de la pelotita redoliendo por un césped refrigerado en medio del desierto, vibrar con los gritos orangutánicos de los retransmisores de los partidos, oír los ‘streamers’ patrióticos y encontrarte el ‘vamos España’ hasta en el Cola -cao de tus hijos. Todo muy bien, lo hacemos en el teatro, lo hacemos en el cine, lo hacemos cuando leemos una novela o jugamos a un videojuego: es la suspensión de la incredulidad que nos permite inmergirnos en una ficción y disfrutarla en complicidad con los creadores.
Pero entonces irrumpe un episodio como el de Palma y nos despierta de la ensoñación de un guantazo. Para quien quería olvidarse un rato, la ultraderecha anticatalana se lo recuerda: lo que decía que sólo era fútbol, no es sólo fútbol; una bandera española colgada en un aula no es una bandera cualquiera, y unos alumnos encarándose en la maestra para no retirarla no son sólo unos adolescentes haciendo su labor de llevar la contraria. Y además un ‘bonus-track Qatar edition’: las amenazas de muerte a la profesora de una asignatura concreta y no otra, como las denuncias a profesores por hablar de un tema y no de otro, también son un recordatorio de que derechos y libertades nunca se pueden dar por descontados.
Niños, niñas, nosotros os querríamos felices para siempre, pero a todos nos llega el día de saber quiénes son los Reyes. Los niños tendrán que saberlo tarde o temprano: la industria del fútbol no es fútbol, es política. Cuando mire a un Barça-Madrid, verá política. El «más que un club» es historia política del país. Los cánticos que oirá en los estadios, las pancartas que se cuelgan y las que se hacen descolgar, la prohibición de unos símbolos y no de otros, es política. El mundial, decíamos. Pues blanquear una dictadura a cambio de fútbol es un negocio político. Y un campeonato de selecciones es un show político global. Cuando elige la adhesión a un color y no a otro, el sentimiento de pertenencia, el imaginario patriótico, el marco mental al que le traslada será político tanto si quiere como si no. No es necesario saberlo ahora, pero cuando oiga que colgar la bandera (de la selección) española en el aula es “neutralidad ideológica”, esto es política, política hecha con vosotros, política que hace de vosotros un instrumento.
Como dice una veterana periodista de nuestra casa, la extrema derecha siempre siembra en tierra fértil. No vamos a extendernos ahora en la infiltración de esta ideología entre los jóvenes, y más concretamente los chicos, mediante jóvenes gurús de Twitch y de TikTok. Del 2017 hacia aquí, hay maestros que tienen miedo a tratar según qué temas en clase, y a otros ni quieren dejarles hablar: profesores de catalán escarnecidos por alumnos con banderas españolas, saludos fascistas y cánticos de “Cara al sol” con voces agrietadas. Estos chavales casi lo saben –démosles el beneficio de la provocación adolescente–, y los alumnos de Palma más inocentes también lo descubrirán: una bandera española no es solo tal, ni un simple símbolo de una fiebre futbolística. Y cuando por esa bandera vean patriotas de una ideología concreta destruir la vida de su maestra, quizás algunos lleguen a alguna conclusión. No hace falta que sea ahora, dicen los padres, que disfruten del fútbol. Pues ya hará falta que valga la pena la paciencia, que cuatro años hasta el próximo mundial dan para mucho.
(1) En Cataluña ‘la estanquera’ equivale al ‘piperpoto’ vasco.
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